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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (15 page)

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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El niño, curiosamente, nunca había tenido celos de Kristiane. Al contrario, le fascinaba la peculiar niña que le sacaba cuatro años. Lo de haber tenido una tía hacía seis meses lo llevaba peor.

Sonó el teléfono.

Amund siguió durmiendo igual de firmemente. Cuando Yngvar se inclinó hacia la mesa para contestar, el niño relajó la presión sobre el biberón.

—Hola —dijo a media voz, con el auricular aplastado entre la barbilla y el hombro, en el momento en que se estiraba para coger el mando a distancia.

—Hola, corazón. ¿Estáis bien los chicos?

Sonrió. La agudeza de su voz la delataba.

—Sí, sí. Nos lo hemos pasado bien. Hemos jugado a un juego de cartas estúpido y al lego. Pero tú no llamas para que te cuente esto.

—No os voy a molestar mucho si estáis…

—El crío está durmiendo. Tengo tiempo.

—¿Podrías…? Mañana, o tan pronto como sea posible, tienes que comprobarme un par de cosas.

—Muy bien.

Se equivocó al pulsar el mando. El presentador del telediario tuvo tiempo de berrear que cuatro estadounidenses habían sido asesinados en Basora antes de que Yngvar encontrara el botón adecuado. Amund se quejó y giró la cara contra el brazo de su abuelo.

—Estoy un poco… Espera.

—Es un segundo, nada más —insistió Inger Johanne—. Tienes que conseguirme el informe del médico que la atendió al nacer Fiorella. El informe médico de Fiona Helle, vamos. De cuando nació su hija.

—Está bien —dijo él—. ¿Por qué?

—No me gusta hablar de estas cosas por teléfono —dijo Inger Johanne, titubeando—. Ya que te vas a quedar a dormir en casa de Bjarne y Randi, tendrás que pasarte mañana por la mañana para que te dé los detalles o si no…

—No creo que me dé tiempo. Le he prometido a Amund que voy a acompañarlo a la guardería.

—Confía en mí, anda. Puede ser importante.

—Yo siempre confío en ti —dijo Yngvar con dulzura.

—Con razón.

Su risa resonó en el teléfono.

—Una cosa más —profirió él—. Querías que hiciera otra cosa más.

—Tienes que permitirme que… Dice en los papeles que la madre de Fiona está muy enferma y…

—Sí. Yo mismo hice ese interrogatorio. Esclerosis múltiple. Completamente lúcida en la cabeza, pero por lo demás derrotada —señaló Yngvar.

—¿Así que está completamente lúcida?

—Por lo que sé, la esclerosis múltiple no ataca a la cabeza —dijo él.

—No te pongas así…

Amund se metió el pulgar en la boca y volvió a girarse hacia el cuerpo de Yngvar.

—No me pongo así —dijo sonriendo—. Te tomo el pelo, nada más.

—Tengo que hablar con ella. —La voz de Inger Johanne delataba decisión…

—¿Tú?

—Estoy haciendo un trabajo para vosotros, Yngvar.

—Muy informalmente y sin ningún tipo de autoridad. Suficiente tenemos con que andes trapicheando con los documentos. A eso el jefe, de alguna manera, le ha dado su consentimiento tácito. Pero no puedo coger y darte…

—Hombre, no creo que nadie me pueda impedir que, en tanto que particular, visite a una anciana señora en un hospital —dijo ella.

—Y entonces, ¿por qué me preguntas?

—Por Ragnhild. No creo que sea buena idea llevarla conmigo. ¿No hay ninguna posibilidad de que pudieras volver a casa pronto mañana?

—Pronto —repitió él—. ¿Qué significa eso?

—¿A la una? ¿A las dos?

—Quizá pueda salir de ahí sobre las dos y media. ¿Te vale?

—Me tendrá que valer, claro. Te lo agradezco.

—¿Estás segura de que no me puedes contar nada? Tengo que admitir que tengo más que curiosidad por saber de qué se trata.

—Y yo muchas ganas de contártelo —dijo Inger Johanne, y le pegó un sorbo a algo; su voz casi desapareció—. Pero has sido tú quien me ha enseñado a ser cautelosa por teléfono.

—Pues entonces tendré que aguantarme. Hasta mañana.

—Tienes que meter a Amund en la cama —dijo ella.

—Está en la cama —respondió él, estupefacto.

—No. Está durmiendo en tu regazo con el biberón de Ragnhild.

—Pamplinas.

—Acuesta al niño, Yngvar. Y duerme bien. Eres el mejor del mundo.

—Tú eres…

—Espera. Si tienes tiempo, ¿podrías comprobar otra cosa? ¿Podrías averiguar si Fiona faltó al colegio durante un periodo largo de tiempo cuando iba al instituto?

—¿Cómo? —La voz de Yngvar delataba desconcierto.

—Si fue estudiante de intercambio o algo de eso. Un viaje de estudios, alguna larga enfermedad o algún viaje a Australia para visitar a una tía, qué sé yo. Eso debería ser fácil de averiguar, ¿no?

—Siempre puedes preguntarle a la madre —dijo él, desalentado—. Ya que de todos modos la vas a ver, quiero decir. Supongo que es la más adecuada para responder a algo así.

—No estoy segura de que quiera responder. Pregúntale, al marido. O a una vieja amiga. A alguien. ¿Lo harás? —pidió Inger Johanne.

—Que sí. Acuéstate.

—Buenas noches, amor.

—Lo digo en serio. Acuéstate. No sigas mirando los documentos. No se te van a escapar. Buenas noches, querida mía.

Yngvar colgó y se levantó tan cuidadosamente como pudo del sofá, que era un poco demasiado blando. Le costó encontrar el equilibrio, estrujaba demasiado a Amund. El niño gimió, pero seguía acostado en sus brazos como un pequeño puf flojo.

—No entiendo por qué todos creen que te mimo demasiado —susurró Yngvar—. Simplemente no lo entiendo.

Llevó al niño al dormitorio de invitados, lo colocó al fondo de la cama, se desvistió sin hacer ruido, se puso el pijama y se acostó dándole la espalda al pequeño.

—Abuelito —susurró el niño entre sueños, una mano pasó por la nuca de Yngvar.

Durmieron profundamente durante nueve horas, Yngvar llegó casi una hora tarde al trabajo.

Trond Arnesen se había encargado de que tanto el farol del poste de la cancela como la luz del porche funcionaran antes de que volviera a mudarse a la casita que ahora iba a heredar. A pesar de todo, la oscuridad ahí afuera resultaba peligrosa. Su hermano se había ofrecido a estar con él los primeros días. Trond había rechazado la oferta dándole las gracias. La transición a una vida en solitario no podía hacerse paulatinamente. Éste era su hogar, aunque no hiciera más de un par de meses desde que se había mudado. Vibeke era un pelín anticuada y no había consentido en que vivieran juntos hasta que hubieran decidido la fecha de la boda.

Trond intentaba evitar las ventanas. Había corrido las cortinas antes de que se hiciera del todo de noche. Las rendijas resultaban amenazadoras, negras grietas de vacío.

La televisión relumbraba sin sonido. Vibeke le había regalado una pantalla de plasma de cuarenta y dos pulgadas para su cumpleaños. Demasiado despilfarro, no se lo podían permitir después de las obras. Para ver el fútbol, había dicho ella abriendo una botella de champán caro y sonriendo. Él cumplía treinta ese día y habían decidido intentar tener un hijo en otoño.

No tenía ganas de ver la televisión. Estaba demasiado inquieto, pero las personas mudas tras la pantalla le proporcionaban una sensación de amable cercanía. Se había pasado varias horas deambulando de un cuarto a otro, se sentaba, tocaba alguna cosa, se levantaba y seguía, con miedo a lo que pudiera encontrarse tras la siguiente puerta. En el baño se sentía seguro. No tenía ventanas y estaba caliente, y sobre las seis había cerrado la puerta y se había quedado allí una hora. Desanimado por sí mismo, se había tomado un baño, como si tuviera que legitimar su propia búsqueda de seguridad en una casa en la que en esos momentos, a las diez y media de la noche del lunes 16 de febrero, no concebía cómo podría seguir viviendo.

Se escuchó un ruido fuera.

Venía de la parte trasera de la casa, creía, de la caída hacia el riachuelo del jardín, que estaba a unos cincuenta metros, donde una valla de madera marcaba la frontera con lo que en otro tiempo fue un desguace de coches.

Se quedó petrificado, escuchando.

El silencio era total. Ni siquiera oía el acostumbrado clic del termostato de la estufa bajo la ventana. Imaginaciones suyas, por supuesto.

Un hombre adulto, pensó enojado consigo mismo, y cogió un libro cualquiera de una de las estanterías.

Se quedó estudiando la portada. Nunca había oído hablar del escritor. Debía de ser nuevo. Lo volvió a dejar, en horizontal sobre otros libros. Vibeke se irritaba con estas cosas, pensó de pronto, y volvió a agarrar el libro para meterlo entre otros dos.

El sonido había sido como un chasquido y ahí estaba otra vez.

Su hermano siempre le había llamado miedica. No era verdad. Trond Arnesen no era cobarde, sólo era precavido. Cuando su hermano, quince meses menor que él, lo había dejado atrás trepando a los árboles, era simplemente porque la sensatez le desaconsejaba trepar más alto. Cuando su hermano, a los siete años de edad, se tiró desde el tejado de un garaje que estaba a cuatro metros de altura con un paracaídas hecho con una sábana y cuatro trozos de cuerda, Trond estaba en el suelo advirtiéndolo en contra del proyecto. El hermano se rompió una pierna.

Trond no era cobarde. Simplemente estaba al tanto de las consecuencias de los actos.

El miedo que lo embargaba en aquel momento no tenía nada que ver con la previsión. Un inusual sabor a hierro se le pegaba a la lengua, que de pronto se quedó seca y parecía demasiado grande. Cuando el miedo le alcanzó las sienes, tuvo que menear la cabeza para oír algo aparte de la circulación de su propia sangre.

La mirada recorrió como un rayo toda la habitación.

Los muebles de Vibeke.

Las cositas de Vibeke por aquí y por allá. Un número de una revista con un post-it en un artículo sobre familias con hijos pequeños y problemas de falta de tiempo. Un mechero de acero y plástico que Trond le había regalado por Navidad para decirle que no tenía por qué seguir escondiendo los cigarrillos cuando él estaba presente.

Las cosas de Vibeke.

Su hogar.

Él no era un cobarde y, a pesar de que el sonido había venido de la parte de atrás de la casa, salió corriendo hacia la puerta de entrada, sin mirar siquiera por la ventana del salón para comprobar si el chasquido provenía de algún animal; un alce perdido o quizá simplemente uno de los muchos gatos escuálidos que pasaban.

Abrió la puerta de la calle sin vacilar.

—Hola —dijo Rudolf Fjord, visiblemente aturdido—. Hola, Trond. —Estaba al pie de las escaleras, con un pie sobre el primer escalón—. Hola —repitió débilmente.

—Idiota —le gritó Trond—. ¿Qué mierda haces husmeando así por el jardín? ¿Qué carajo estás…?

—Sólo quería comprobar si había alguien en casa —dijo Rudolf Fjord, la voz sonaba ahora más alto pero igual de débil, como si estuviera intentando sobreponerse pero sin conseguirlo—. Mis condolencias.

Trond Arnesen desplegó los brazos y salió al porche.

—¿Tus condolencias? ¿Vienes aquí a las…? —Se tiró raudo de la manga izquierda del jersey. Su reloj de buzo seguía sin aparecer—. ¿Vienes a las tantas de la noche… para presentarme tus condolencias? ¡Cosa que por cierto ya has hecho! ¡Qué coño…! Casi me matas del… ¡Lárgate de aquí! —concluyó exacerbado.

—¡Relájate, hombre!

Rudolf Fjord se había recompuesto. Le tendió la mano en señal de saludo conciliador, pero Trond no hizo el menor ademán de querer cogérsela.

—Sólo quería ver si estabas en casa. —Rudolf lo volvió a intentar—. No quería molestarte si ya estabas durmiendo. Por eso me di una vueltecita alrededor de la casa. ¡Es que tienes corridas las cortinas de todas las ventanas, hombre! Hasta que no he visto la luz del salón no sabía si estabas levantado. Estaba a punto de llamar al timbre cuando has…

—¿Qué quieres? ¿Qué puta mierda quieres, Rudolf?

A Trond nunca le había gustado el colega de Vibeke. A ella tampoco. Las ocasiones en que le había preguntado, ella se cerraba en banda y respondía brevemente que el tipo no era del todo de fiar, mas no quería soltar prenda. Trond no sabía nada de la fiabilidad de Rudolf Fjord, pero no le gustaba el modo en que el individuo trataba a las mujeres. Era un hombre apuesto, suponía Trond; alto, bien formado, con potente mentón y ojos azules considerablemente intensos. Rudolf usaba a las mujeres. Abusaba de ellas.

—Como te he dicho, sólo quería…

—Te doy una oportunidad más —le gritó Trond—. No has venido aquí para acompañarme en el sentimiento en mitad de la noche. Eso vas y se lo cuentas a otro. ¿Qué haces aquí?

—También había pensado —dijo Rudolf Fjord, tenía literalmente aspecto de estar buscando unas palabras que le pasaban volando y sin detenerse; la vista discurría indeterminadamente por el jardín—. Había pensado preguntarte si podía buscar unos papeles importantes que Vibeke se había llevado del despacho. Iba a devolverlos el lunes siguiente al crimen. Quiero decir…

—¡Francamente!

Ahora Trond Arnesen se reía, una risa alta y sin alegría.

—¿Eres completamente… bobo? ¿Tonto del bote? —Volvió a reírse, casi con desesperación—. Obviamente la policía se ha llevado todos los papeles. ¿Eres…? ¿No entiendes nada? ¿No tienes ni idea de lo que pasa cuando se mata a alguien? ¿Eh?

Dio un paso al frente. Se quedó de pie al borde del porche. Se puso las dos manos sobre las orejas, como si acabara de ser testigo de una catástrofe. Después bajó los brazos, tomó aire profundamente y dijo:

—Habla con la policía. Adiós.

En el momento en que cruzaba la puerta y estaba a punto de cerrarla, Rudolf Fjord había subido las escaleras de un salto. Su pie estaba como una barrera sobre el umbral, la pierna bloqueaba la apertura entre la puerta y el marco. Trond se quedó mirando hacia abajo. Registró con sorpresa su propia furia, antes de tirar con todas sus fuerzas.

—¡Ay! ¡Joder, Trond! Escucha… ¡Ay!

—Aparta el pie —dijo Trond soltando por un momento la puerta.

—Pero el ordenador es mío —dijo Fjord metiendo aún más la pierna—. Y además…

Trond Arnesen no cedió ni una pulgada. Tenía las dos manos sobre el pomo.

—Se te va a acabar rompiendo la pierna —dijo Trond, ahora completamente tranquilo—. Apártate.

—Necesito esos papeles. Y el ordenador.

—Estás mintiendo. El ordenador era el suyo, privado. Se lo regalé yo.

—Pero el otro, el…

—No había ningún otro —afirmó Trond.

—Pero…

Trond agarró la puerta con todas sus fuerzas y tiró.

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