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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (16 page)

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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—¡Ay! ¡Aaayy! ¡Además se había llevado prestado un libro!

La pierna ya se le había retorcido considerablemente. Trond se quedó mirando la bota negra con fascinación. La hoja de la puerta se clavaba en el cuero, justo sobre el hueco del tobillo.

—¿Qué libro? —preguntó sin alzar la vista.

—El último de Bencke —jadeó Rudolf.

Eso al menos era cierto. Trond se había fijado en el ex libris, le sorprendía un poco que esas dos personas se prestaran libros.

—Ha desaparecido —dijo.

—¿Desaparecido?

—¡Joder, Rudolf! El libro ha desaparecido, y ahora mismo es el menor de mis problemas. También para ti, la verdad. Cómprate la edición de bolsillo.

—¡Suéltame, anda! —suplicó Rudolf Fjord.

Trond cedió tentativamente un par de centímetros. Rudolf Fjord recogió la pierna. Se le escapó un triste gemido cuando levantó el pie hacia la otra rodilla e intentó darse con cuidado un masaje para que la sangre volviera a la pierna.

—Adiós, entonces —dijo débilmente.

Bajó las escaleras a la pata coja. Trond se quedó mirándolo. En el camino de gravilla hacia la cancela, Rudolf Fjord estuvo a punto de caerse un par de veces, el hombre daba lástima a pesar de la anchura de sus hombros y del caro abrigo de piel de camello, al verlo saltar a la pata coja hacia la calle. El coche estaba a bastante distancia. Trond apenas veía el techo, como una plancha de plata bajo la farola sobre el pico de la cuesta. Por un momento se compadeció del individuo. No entendía por qué.

—Un tipo patético —se dijo a sí mismo, y sintió que ya no tenía miedo de estar solo.

Rudolf Fjord se quedó sentado en el coche hasta que se empañaron las ventanas. Todo estaba en silencio. El pie le dolía intensamente. No se atrevía a quitarse la bota para comprobar si había algo realmente dañado, por miedo a no poder volver a ponérsela. Pisó tentativamente el embrague. Por suerte el dolor no era inaguantable. Había tenido miedo de no poder conducir.

En el mejor de los casos no pasaría nada.

Los papeles estaban con la policía. Ellos no iban a encontrar nada. Ese no era el tipo de cosas que buscaban.

Rudolf Fjord no estaba ni siquiera seguro de que hubiera algo así. Vibeke nunca le había dicho qué era lo que tenía en su poder. Sus insinuaciones eran veladas, las amenazas vagas. Pero tenía que haber encontrado algo.

Rudolf Fjord había esperado llegar a una casa vacía. No concebía por qué; en estos momentos toda la expedición le parecía absurda. Entrar por la fuerza en la casa no era muy sensato, suponía. No estaba ni vestido ni preparado para una incursión en casa ajena. Quizás había esperado que pudieran mantener una serena conversación. Que Trond le diera lo que pedía, sin preguntas. Que fuera posible poner un punto final; que todo este pequeño incidente opresivo e inflamado hubiera pasado para siempre.

El cansancio le presionaba detrás de los ojos, que estaban secos por la falta de sueño.

Hasta ahora no sabía que el miedo hacía daño físicamente.

Quizá lo de ella fuera simplemente un farol.

Por supuesto que no podía serlo, pensó.

El pie estaba cada vez peor. En la pierna sufría contracciones de dolor. Con enojo, secó la humedad de la luna delantera y metió la marcha del coche.

En el mejor de los casos no pasaría nada.

Tres deplorables reuniones por fin habían acabado. Yngvar Stubø se dejó caer en la silla de su despacho y se quedó mirando alicaídamente las pilas de correo entrante. Hojeó diligentemente las cartas y las notas. Nada corría prisa. El reloj de arena estaba amenazadoramente cerca del borde de la mesa. Con cuidado lo empujó hasta una superficie más segura. Los granos de arena formaban un pico de brillos plateados en el cristal de abajo. Los granos se pusieron en movimiento, cada vez más rápido, un número cada vez mayor de granos de arena.

Estaba a punto de acabárseles el tiempo.

Cada día resultaba más evidente. Nadie decía nada. Todavía había una seguridad fingida en todos ellos; un desgastado entusiasmo que hacía que el personal aún aceptara hacer horas extra sin demasiadas protestas. Todavía se daban ataques de optimismo entre muchos de los detectives. Al fin y al cabo, cada día se hacían nuevos hallazgos; por insignificantes que el tiempo demostrara que eran.

No podía durar mucho.

Tres semanas aproximadamente, pensó Yngvar. El descontento se extendería rápidamente una vez que se afianzara. Conocía el proceso por casos anteriores en los que las pistas firmes se hacían esperar. Hoy hacía exactamente cuatro semanas desde que Fiona Helle había sido asesinada. Tras veintiocho días de intensa investigación deberían al menos intuir los contornos de un posible sospechoso, un dedo que señalara a un autor de los hechos; una pista, una dirección que seguir.

No había nada de todo esto escondido en las carpetas de la mesa del despacho de Yngvar Stubø. Y pronto la gente se hartaría. El desánimo, tristemente, se contagiaba al caso más reciente, como si todos, a pesar de las reiteradas advertencias, dieran por supuesto que Vibeke Heinerback había sido despachada por el asesino de Fiona Helle y que el criminal, sencillamente, se había salido con la suya.

Los casos no serían archivados. Por supuesto que no. Pero los cuchicheos sobre el abuso de los recursos, la falta de resultados y las cargantes horas extra pasarían con el tiempo a ser agudas protestas. Todo el mundo sabía lo que nadie quería decir: por cada hora que pasaba, se alejaba la solución en los casos de asesinato. Posiblemente la Central de la Policía Criminal dirigía al equipo más motivado del país. Al menos era, sin duda, el más competente. Todos los detectives implicados eran abrumadoramente conscientes de la triste relación entre el paso del tiempo y la solución del caso.

Yngvar se moría por un puro.

Levantó el auricular del teléfono y marcó el número apuntado sobre un papelillo que colgaba en la parte baja del corcho.

Hacía una eternidad que no sentía un deseo tan fuerte de un cigarro.

—¿Bernt Helle? Aquí Yngvar Stubø. Kripos.

—Hola —dijo la voz al otro lado de la línea.

Se hizo el silencio.

—Espero que dadas las circunstancias todo vaya bien —dijo Yngvar.

—Bueno, sí —dijo la voz.

Nuevo silencio.

—Llamo porque tengo una pregunta con la que no lo quiero entretener demasiado —dijo Yngvar apretando el botón del altavoz antes de dejar el auricular y llevarse la mano al bolsillo de la camisa—. Es sólo una tontería, en realidad.

—Está bien —dijo Bernt Helle, y se puso a toser—. En realidad, estoy a punto de… —Ruidos. Un fuerte ataque de tos—. Pregunte —dijo por fin—. ¿De qué se trata?

La funda para puros estaba abollada.

—No estoy seguro de la importancia que tiene —dijo Yngvar mientras intentaba recordar el tiempo que hacía que llevaba encima la misma funda—. Pero podría decirme algo sobre… ¿Fue Fiona alguna vez estudiante de intercambio?

—¿Estudiante de intercambio?

—Sí, ya sabe, esos acuerdos de…

—Sé lo que es un estudiante de intercambio —dijo Bernt Helle, desanimado, y tosió una vez más—. Fiona no estuvo en el extranjero en aquel tiempo. De eso estoy seguro. Aunque durante esos años no la conocía muy bien. Ella iba al instituto, mientras que yo hice Formación Profesional. Ya sabe…

Yngvar lo sabía.

Además se sentía como un idiota. Si hubiera esperado al día siguiente para llamar, al menos tendría alguna idea de por qué lo preguntaba. Pero Inger Johanne había insistido.

Pulcramente sacó el puro de la funda.

—Sí —dijo—. Y si de veras hubiera pasado una temporada estudiando en el extranjero, obviamente habrían hablado de ello más tarde.

—Por supuesto. No se me ocurre otra cosa.

En el estante que estaba detrás de Yngvar había una tijera de plata; una guillotina en miniatura. El chasquido que sonó al descapullar el puro le hizo la boca agua. Encendió el mechero y rotó el puro lentamente sobre la llama.

—No salió para nada al extranjero —constató Yngvar—. ¿Ningún viaje de estudios a Inglaterra? ¿En las vacaciones de verano? ¿Unas largas vacaciones en el extranjero en casa de algún amigo o familiar?

—No… Escuche… —Una violenta bala de tos resonó feamente en el altavoz—. Disculpe —gimoteó Bernt Helle.

El puro sabía mejor de lo que Yngvar había soñado. El humo era azul y seco contra su lengua, y no demasiado caliente. El olor le llenaba la nariz.

—Escucho, sí. Dígame.

Bernt Helle continuó:

—Obviamente no puedo rendir cuentas de los movimientos de Fiona cuando iba al instituto, así en detalle. Como he dicho, no salíamos juntos en aquella época. Nos volvimos a encontrar un poco más tarde, después de que… —Un fuerte estornudo—. Lo siento.

—No pasa nada. Debería meterse en la cama.

—Llevo un negocio. Y tengo una niña que acaba de perder a su madre. No se puede decir que tenga exactamente tiempo para meterme en la cama.

—Ahora me toca a mí disculparme —dijo Yngvar—. No lo entretengo más. Que se mejore, entonces.

Yngvar colgó. Una delicada niebla gris claro estaba a punto de inundar la habitación. Fumaba lentamente. Una calada cada medio minuto permitía que el sabor se asentara e impedía que el puro se calentara demasiado.

Nunca conseguiría dejarlo. Tendría que tomarse pausas; largos periodos sin el placer de un buen cigarro, el sabor a pimienta y cuero, quizá con una pizca de dulce cacao. En el fondo no estaba seguro de que a los niños les hiciera mal una pizca de aroma masculino alguna que otra noche de viernes. Los puros cubanos eran los mejores, por supuesto, pero también disfrutaba con un suave Sumatra, después de una comida de viernes, con un coñac o, mejor aún, con un Calvados muy aromático.

Esos tiempos habían quedado atrás.

Se pasó el dedo índice por el labio inferior. El puro se había quedado un poco seco tras varias semanas en el bolsillo. No tenía ninguna importancia. Ya se sentía más aliviado y se recostó en la silla antes de formar tres perfectos anillos de humo. Flotaron lentamente hacia al techo y desaparecieron.

—¿No te ibas a ir pronto a casa? —Era la voz de Sigmund Berli.

Los pies de Yngvar, cruzados sobre el escritorio, cayeron del golpe al suelo.

—¿Qué hora es? —dijo apagando concienzudamente el puro en una taza con restos de café.

—Las dos y media.

—¡Joder!

—Apesta por todo el pasillo —dijo Sigmund Berli olisqueando el aire con reprobación—. El jefe se va a mosquear de veras, Yngvar. ¿No leíste la nueva circular sobre que…?

—Sí. Me tengo que ir pitando.

Derribó el perchero en el momento en que intentó descolgar el abrigo.

—Debería estar ya en casa —dijo pasando por delante de Sigmund y sin molestarse en abrir la ventana—. Voy muy tarde.

—Espera —le gritó Sigmund.

Yngvar redujo la carrera y se detuvo, al tiempo que intentaba meter el brazo en una manga retorcida.

—Acaba de llegar esto —dijo Sigmund, que le pasó un sobre.

—Joder —gruñó Yngvar entre dientes y con el abrigo a medio poner mientras sacudía el resto del mismo—. Esta mierda está estropeada…, ¿o qué?

Sigmund se echó a reír. Con paciencia, como si estuviera ayudando a un niño crecido y rebelde, le enderezó la manga, sujetó el abrigo por el cuello y permitió que Yngvar metiera el brazo.

—Ya está —dijo Sigmund alegremente, y le plantó a Yngvar el sobre—. Dijiste que corría prisa.

—Y así es. Muy diligente.

Yngvar sonrió fugazmente, se metió el sobre en el bolsillo y salió a toda prisa. Sigmund notaba cómo el suelo se mecía por cada paso, pesado como el plomo.

—Un día vas a tener problemas con esos papeles que andas llevando de acá para allá —se dijo Sigmund a sí mismo a media voz—. No está del todo bien que lo hagas.

Yngvar Stubø había dejado tras de sí una estela de olor a puro; agrio y desagradable.

Vegard Krogh bebía perezosamente cerveza y estaba feliz.

Algo debía de fallar en el grifo de cerveza de Coma, el único restaurante decente de Grunerløkka. Alzó el vaso hacia la ventana. La espuma estaba muerta y mala. La luz de la tarde apenas conseguía atravesar la bebida a temperatura del tiempo. Refracciones doradas jugaban ante él sobre la mesa y sonrió ampliamente antes de beber.

El número del
puenting
se había ido a la mierda.

La película estaba bien hasta la mitad de la caída. En ese momento Vegard Krogh desaparecía de la imagen. El objetivo titubeaba un poco contra el cielo. Enfocaba una grúa. Se giraba hacia el suelo. De pronto, en una milésima de segundo, se vislumbraba a Vegard Krogh, pegando un colosal tirón. Directo hacia arriba. Hasta que el sonido de las sirenas y los esfuerzos del fotógrafo por abandonar el lugar hacían que la película mostrara la tierra, las piedras y los materiales de construcción.

No tenía ninguna importancia.

La invitación le llegó.

Vegard Krogh la había estado esperando. De vez en cuando se sentía completamente seguro. Llegaría. Había pasado las noches pensando en la invitación. La última imagen consciente que recordaba, antes de haberse dormido, era una bella invitación con un monograma y su nombre escrito con primorosa caligrafía.

Entonces llegó.

Le temblaban las manos al abrir el sobre; papel grueso, tieso y de color huevo. La tarjeta era exactamente tal y como se la había imaginado. La tarjeta de sus sueños, que apareció en el buzón en el momento en que más la necesitaba.

Por fin Vegard Krogh había llegado a su destino.

Finalmente podía ser uno de los que contaban. A partir de ahora sería uno de ellos. Uno de los elegidos, que respondía «sin comentarios» cuando lo llamaba la prensa del corazón; los que llamaban constantemente, y para su disgusto, eran los amigos de su pareja.

—Me van a acosar —murmuró Vegard Krogh ahogando su eufórica sonrisa en el vaso de cerveza.

Los hijos de los reyes de Suecia se rodeaban de buenas familias, la aristocracia antigua y los personajes decadentes, pensó. En Noruega todo era distinto. En Noruega lo que importaba era la cultura. La música. La literatura. El arte.

Habían pasado seis años desde la primera vez que invitó a beber vino a un dandi de ojos de cachorro y ropas femeninas. El muchacho estaba sentado en un rincón mirando a las chicas. Vegard estaba como una cuba, pero siempre tenía olfato para saber dónde iban las muchachas. El joven le dio cortésmente las gracias y charló con él un rato, antes de que Vegard se largara enganchado al brazo de una morena.

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