—Hummm —dijo él sorprendido—. Eso no está muy lejos de la verdad.
—Mi compañero. Le conoce. Por lo visto es famoso.
Ella rio brevemente. Yngvar Stubø reprimió las ganas de preguntar quién era su amigo.
—No consigo agarrar del todo a su marido —dijo.
—No lo llame «mi marido». Por favor. Nos casamos por una sola razón: se vio que teníamos que considerar la posibilidad de adoptar en caso de que quisiéramos hijos. Diga Vegard, mejor.
—Está bien. No consigo agarrar del todo a Vegard.
De nuevo la pequeña risa; oscura y breve.
—Casi nadie lo hacía.
—¿Ni siquiera usted?
—Desde luego yo no. Vegard era muchas personas. Hasta cierto punto lo somos todos, pero Vegard era… peor que la mayoría. O mejor. Eso depende de cómo elijas verlo.
La ironía era evidente. Yngvar volvió a quedarse pasmado con su voz. Elisabeth Davidsen jugaba con un gran espectro de expresiones; diminutos y elocuentes movimientos en la cara, y delicados pero a la vez descifrables cambios en la voz.
—Cuente —dijo él.
—¿Que cuente? Hablar sobre Vegard... —Se hurgaba ausente en un roto sobre la rodilla—. Vegard quería tanto —dijo—. Al mismo tiempo. Quería ser estrecho, literario y alternativo. Quería ser innovador y provocativo. Único. Al mismo tiempo tenía una propensión al reconocimiento que difícilmente se deja combinar con escribir ensayos e inaccesible prosa minimalista.
Ahora el que se rio fue Yngvar. Al dejar la taza y volver a mirar la habitación, se dio cuenta de que esa mujer le gustaba. Ella continuó, pensativa:
—Vegard tenía un gran talento. En algún momento. No quisiera decir que… lo despilfarró. Pero… fue un hombre joven y furioso demasiado tiempo. En su mejor época estaba lleno de encanto. ¡De energía! A mí me fascinó el inconformismo y la fuerza que había en todo lo que hacía. Pero después nunca llegó a crecer del todo. Creía que luchaba contra todo el mundo y nunca quiso admitir que con el paso de los años sólo luchaba contra sí mismo. Pataleaba en todas las direcciones, sin darse cuenta de que pataleaba a gente que hacía mucho que había seguido su camino. Se volvió…
Yngvar no había reaccionado ante el hecho de que, hasta ese momento, la mujer parecía bastante poco afectada por la brutal muerte de su marido hacía apenas dos semanas. Una estrategia apropiada, había pensado, dadas las circunstancias: estaba hablando con un policía al que no conocía. Pero ahora se dio cuenta de que a ella le temblaba el labio inferior.
—En realidad resultaba bastante patético —dijo, y tragó saliva—. Y era bastante jodido verlo.
—¿Contra quién arremetía sobre todo?
Su mano golpeó mustiamente un cojín.
—Contra cualquiera que tuviera el éxito que pensaba que se merecía él —respondió—. Que pensaba que… le habían robado, de algún modo. En ese sentido, Vegard era un clásico tópico como artista: era el incomprendido. El ignorado. Al mismo tiempo…, al mismo tiempo intentaba ser uno de ellos. Lo que más deseaba era ser uno de ellos.
Se inclinó hacia delante y recogió un papel que se había caído en el suelo. Se lo pasó a Yngvar.
—Esto llegó un día o dos antes de que muriera —dijo, y se tiró de una de las coletas—. Nunca he visto a Vegard tan contento.
La tarjeta era de color amarillo crema y estaba adornada con un hermoso monograma real. Yngvar intentó forzar una sonrisa y dejó con cuidado la tarjeta sobre la superficie de cristal.
—Se puede reír, si quiere —dijo ella con tristeza—. Nos peleamos terriblemente por esa invitación. Yo no entendía por qué le parecía tan importante entrar en ese círculo. Para serle franca, estaba preocupada. Parecía casi poseído por la idea de qué por fin iba a «llegar a ser algo», como decía él.
Sus dedos dibujaron unas comillas en el aire.
—¿Se peleaban mucho?
—Sí. Por lo menos los últimos años. Cuando las cosas de verdad se estancaron para Vegard, y ya, definitivamente, no se podía seguir diciendo de él que fuera joven y prometedor. Hemos estado asíííí… —entre el pulgar y el índice mantenía un milímetro de distancia— de cerca de separarnos. Algunas veces.
—Pero de todos modos querían tener hijos.
—Como todo el mundo, ¿no?
Él no respondió. En las escaleras del portal, de pronto se oía alboroto. Algo pesado cayó en el suelo y dos voces golpeaban con enfado las paredes de hormigón. Yngvar pensaba que el idioma debía de ser urdu.
—Está muy bien esto de Gronland —dijo ella secamente—. Pero a veces se pasa de multicultural. Por lo menos para los que no nos podemos permitir comprar un piso en los edificios nuevos.
Las voces se fueron calmando y finalmente desaparecieron. Sólo el monótono rumor de la ciudad atravesaba las deterioradas ventanas llenando el silencio que había entre ellos.
—Si tuviera que elegir uno sólo —dijo por fin Yngvar—, un solo enemigo de Vegard…, alguien que verdaderamente tuviera motivos para quererle mal, ¿quién sería?
—Es imposible saberlo —respondió ella sin vacilar—. Vegard ha ofendido a tanta gente y ha esparcido tanta mierda a su alrededor que nadie podría destacar a uno sólo. Además…
Volvió a hurgarse en el agujero sobre la rodilla. La piel debajo brillaba con palidez de invierno contra la tela azul.
—¿Además…?
—Como he dicho, no estoy segura de que todavía tuviera fuerza para injuriar. En sus tiempos era verdaderamente certero en sus críticas. Ahora la mayor parte era… simplemente mierda, ya le he dicho.
—¿Sería de todos modos posible —Yngvar lo volvió a intentar— señalar… algún grupo, digamos…, algún grupo que tuviera más motivos que otros para sentirse maltratado? Periodistas de prensa amarilla. Famosos de la tele… ¿Políticos?
—¡Escritores de novelas policíacas!
Por fin una amplia sonrisa sincera. Tenía los dientes pequeños y blancos como perlas, con una pequeña separación entre las paletas. En una mejilla apreció un hoyuelo, la sombra ovalada de una risa olvidada.
—¿Cómo?
—Hace algunos años, cuando todavía se prestaba atención a sus múltiples ocurrencias, escribió un texto cómico parafraseando a tres de los escritores de más éxito de ese año. Una tontería, pero bastante graciosa. Se entusiasmó. En algún sentido, esto se convirtió en su marca de identidad durante algunos años. Lo de poner verde a escritores de novelas policíacas, quiero decir. También en contextos de lo más inoportunos. Una especie de versión personal de «por lo demás opino que Cartago debe de ser destruida».
De nuevo sus dedos dibujaron comillas en el aire. Un tubo de escape retumbó al otro lado de la ventana del salón. Yngvar oía los ladridos de un perro en el patio trasero. Le dolían la espalda y los hombros. Tenía los ojos secos y se los restregó con los nudillos, como un niño con sueño.
«¿Qué estamos haciendo? —pensó—. ¿Qué es lo que estoy haciendo? Persiguiendo fantasmas y sombras. No encuentro nada. No hay ninguna coincidencia, ningún rasgo en común. Ningún camino que tomar. Ni siquiera un sendero invisible y lleno de maleza. Estamos usando el machete a ciegas, sin llegar a ningún sitio, sin que aparezcan más que nuevas lagunas inaccesibles. Fiona Helle era muy popular. Vibeke Heinerback tenía contrincantes políticos, pero no enemigos. Vegard Krogh era un ridículo don Quijote que, en un tiempo caracterizado por los déspotas, los fanatismos y la amenaza de catástrofes, luchaba contra los escritores de entretenimiento. Qué persona más…»
—Me tengo que ir —murmuró—. Es tarde.
—¿Tan pronto?
Parecía decepcionada.
—Quiero decir… Por supuesto.
Fue a buscar su abrigo y estaba de vuelta antes de que él hubiera conseguido levantarse de los profundos cojines.
—Lo siento por usted —dijo Yngvar que ya se había puesto el abrigo—. Tanto por lo que ha ocurrido, como por haberla tenido que molestar de nuevo de este modo.
Elisabeth Davidsen no contestó. Caminó en silencio, delante de él, hasta la entrada.
—Gracias por dejarme venir —dijo Yngvar.
—Las gracias se las tengo que dar yo —dijo Elisabeth Davidsen con seriedad y le tendió la mano—. Un placer conocerlo.
Yngvar sintió su calor; la palma seca y suave de su mano, y la soltó un segundo demasiado tarde. Después se dio la vuelta y se fue. El perro del patio trasero tenía ahora compañía. Los animales montaban un escándalo que lo persiguió hasta que llegó al coche, que estaba aparcado a una manzana de allí. Le habían roto los dos retrovisores y, a lo largo del costado derecho, alguien le había gravado un mensaje de despedida de Oslo este: «
Fuck you, you fucker
».
Por lo menos estaba escrito sin faltas de ortografía.
—Si me permites que te lo diga, Inger Johanne; esta noche estás despampanante. De verdad, no se te puede negar. ¡Salud!
Sigmund Berli alzó su copa de coñac. No parecía incomodarle ser el único que bebía. Unas manchas rojas se le extendían en torno a los ojos como un eccema, y sonreía de oreja a oreja.
—Es increíble lo que puede hacer una buena noche de sueño —dijo Yngvar.
—Casi tres cuartos de un día —murmuró Inger Johanne—. Creo que no he dormido tanto desde que celebramos el fin del bachillerato.
Estaba de pie detrás de Sigmund y preguntaba mudamente, gesticulando y con muecas, por el sentido de traer al compañero a casa una noche cualquiera más entre semana.
—Sigmund está últimamente de Rodríguez —dijo Yngvar alegremente y en voz alta—. Y este hombre no tiene cabeza para comer si no le sirven la comida en la mesa.
—Si por lo menos me dieran comida como ésta todos los días —dijo Sigmund ahogando un eructo—. Nunca había probado una pizza tan buena. Nosotros solemos comprar la Grandiosa. ¿Es difícil hacer pizza? ¿Crees que me podrías dar la receta para mi mujer?
Hizo presa del último trozo cuando Yngvar iba a retirar la bandeja.
—¿No preferirías una cerveza? —dijo Inger Johanne harta y mirando la botella de aguardiente sobre el alféizar de la ventana—. Si quieres comer más, quiero decir. ¿No sería eso lo más… apropiado?
—El coñac va con casi todo —comentó Sigmund, satisfecho y devorando el resto de la comida—. Se está de puta madre aquí con vosotros. Gracias por invitarme.
—De nada —dijo Inger Johanne sin entusiasmo—. ¿Sigues teniendo hambre?
—Tendría que ser bajo amenazas —se rio el invitado, y engulló la pizza con el resto del coñac.
—Por Dios —murmuró Inger Johanne, y se fue al baño.
Sigmund tenía razón. El sueño le había hecho bien. Las bolsas bajo los ojos ya no estaban azules, aunque, a la fuerte luz del espejo, seguían siendo más visibles de lo que a ella le hubiera gustado. Por la mañana se había tomado el tiempo de darse un baño de inmersión. Mascarilla para el pelo. Cortar y pintarse las uñas. Maquillarse. Cuando por fin se sintió lista para buscar a Ragnhild, ya se había echado una cabezadita de media hora. Su madre había exigido que le devolviera a la nieta el fin de semana siguiente. Inger Johanne había negado con la cabeza, pero la sonrisa de su madre indicaba que no iba a rendirse.
«¿Qué pasa con las madres? —pensó Inger Johanne—. ¿Acabaré yo misma así? ¿Acabaré siendo tan desesperante, tan provocadora, proyectando sobre los demás de ese modo? ¿Conseguiré alguna vez descifrar a mis hijas tan benditamente bien? Es la única persona a quien le puedo dejar a mis hijas, sin miedo, sin vergüenza. Me convierte en una niña otra vez. Lo necesito; alguna rara vez necesito no tener responsabilidades, que no se me exija nada. No quiero acabar como ella. La necesito. ¿Qué pasa con las madres?»
Dejó que el agua fría cayera y cayera sobre las manos.
Lo que más le apetecía era acostarse. Era como si el buen sueño de la última noche le hubiera recordado a su cuerpo que era posible dormir; ahora aullaba por más. Pero no eran más que las nueve. Se secó concienzudamente, se puso las gafas y volvió sin ganas a la cocina.
—¿Qué piensas tú, Inger Johanne?
La cara de luna de Sigmund le sonreía expectante.
—¿Sobre qué? —preguntó ella intentando devolver la sonrisa.
—Sostengo que ahora tiene que ser más fácil hacer el perfil del asesino. Si nos tomamos en serio todas tus teorías, quiero decir.
—¿Todas mis teorías? No es que tenga muchas teorías.
—No seas quisquillosa —dijo Yngvar—. Sigmund tiene razón, ¿no?
Inger Johanne empuñó una botella de agua mineral y bebió. Después enroscó la tapa, se lo pensó, sonrió fugazmente y dijo:
—En todo caso tenemos muchos más datos que antes. En eso estoy de acuerdo.
—¡Venga, mujer!
Sigmund empujó hacia ella papel y bolígrafo. Le brillaban los ojos, estaba expectante como un niño. Inger Johanne, irritada, se quedó mirando fijamente las hojas en blanco.
—El problema es Fiona Helle —dijo lentamente.
—¿Por qué? —preguntó Yngvar—. ¿No era ella la única que no nos suponía un problema? En su caso tenemos un autor de los hechos, una confesión y un excelente móvil que apoya la confesión del asesino.
—Exacto —dijo Inger Johanne sentándose en la banqueta de bar que quedaba libre—. En ese sentido no encaja.
Cogió tres hojas y las colocó en fila sobre el banco. Con un rotulador escribió «FH» en la primera hoja, y la dejó a un lado. Cogió la segunda, escribió «VH» con grandes letras, y la puso ante sí. Se quedó un rato mordiendo el bolígrafo antes de garabatear «VK» sobre la última hoja y colocarla en fila con las demás.
—Tres asesinatos. Dos sin resolver.
Estaba hablando consigo misma. Mordisqueaba el bolígrafo. Pensaba. Los hombres mantenían silencio. De pronto escribió «martes, 20 de enero», «viernes, 6 de febrero» y «jueves, 19 de febrero» bajo las iniciales.
—Días distintos —murmuró—. No hay ritmo en los intervalos.
La boca de Yngvar se movió al hacer los cálculos.
—Diecisiete días entre el primer crimen y el segundo —dijo—. Y trece entre los dos últimos. Treinta entre el primero y el último.
—Eso al menos es un número redondo —lo intentó Sigmund.
Inger Johanne echó a un lado la hoja de «FH». La volvió a coger.
—Algo está mal —dijo—. Algo está completamente mal.
—¿No podríamos partir de la idea de que hay alguien detrás de todo esto? —apuntó Yngvar con impaciencia, y volvió a poner la hoja en su sitio—. Vamos a suponer que Mats Bohus está bajo la influencia de alguien. Alguien que del mismo modo ha influido sobre otros para que maten a Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. Vamos…