—Era un poco difícil
pa
ella. La niña salió bastante... pálida.
Me quedo de piedra, recordando lo que Constantine me había contado hacía años.
—¿Quieres decir... de piel clara? ¿Como... blanca?
Aibileen asiente con la cabeza, mientras reanuda su trabajo en el fregadero.
—Tuvo que enviarla lejos, al Norte, creo.
—El padre de Constantine era blanco. Oh... Aibileen..., ¿no creerás...?
Un pensamiento horrible me atraviesa la cabeza. Estoy tan aturdida que no soy capaz de terminar la frase.
—No, no, no, mamita —dice Aibileen moviendo la cabeza—. No... no es eso. El hombre de Constantine, Connor, era negro. Pero como Constantine tenía la sangre de su padre blanco en las venas, la niña le salió tirando a mulata. Es algo que a veces sucede.
Me avergüenzo de haber pensado lo peor. De todos modos, sigo sin comprender.
—¿Por qué no me lo contó nunca? —pregunto, sin muchas esperanzas de recibir una respuesta—. ¿Por qué la mandó lejos de aquí?
Aibileen vuelve a asentir con un gesto de la cabeza, como si entendiera. Pero yo no.
—Nunca la vi pasarlo tan mal. Constantine repetía un millón de veces que se moría por que llegara el día en que volviera a
está
junto a su hija.
—Has dicho que esta hija tuvo algo que ver en el despido de Constantine. ¿Qué pasó?
Ante esto, el rostro de Aibileen se vuelve impenetrable. Ha echado el telón. Señala las cartas de Miss Myrna, dejando claro que ya me ha dicho cuanto tenía que contarme. Por lo menos, hasta ahora.
Un poco más tarde, me paso por la fiesta futbolera en casa de Hilly. La calle está a rebosar, con rancheras y enormes Buick aparcados en doble fila. Me obligo a atravesar el umbral, sabiendo que seré la única soltera en el lugar. Dentro, veo la sala de estar repleta de parejas sentadas en los sofás, en las sillas, en los reposabrazos de los sillones. Las esposas se sientan con la espalda muy recta y las piernas cruzadas, mientras los maridos se inclinan hacia delante. Todos los ojos se encuentran fijos en el mueble de la televisión. Me quedo en el fondo e intercambio unas sonrisas y algún saludo silencioso. A excepción de la voz del comentarista, la habitación permanece en un completo silencio.
—¡Bieeen! —gritan todos de repente, alzando los brazos. Las mujeres se ponen en pie y aplauden sin parar. Yo me muerdo las uñas.
—¡Así se hace, Rebels! ¡Enseñad a esos Tigers cómo se juega!
—¡Rebels! ¡Rebels! —anima Mary Frances Truly, dando saltitos con su conjunto de jersey y rebeca a juego.
Me miro el dedo. Tengo una cutícula enrojecida y me escuece. El ambiente en la estancia está cargado. Huele a bourbon, a lana roja y a anillos de diamantes. Me pregunto si a las chicas realmente les interesa el fútbol, o si sólo actúan así para impresionar a sus maridos. En los cuatro meses que llevo en la Liga de Damas, ninguna chica me ha preguntado: «Oye, ¿qué tal van los Rebels?». Me abro paso entre varias parejas hasta que llego a la cocina. Yule May, la alta y delgada criada de Hilly, está rellenando una masa con unas diminutas salchichas. Otra chica de color, más joven, friega los platos. Hilly me hace un gesto mientras conversa con Deena Doran.
—¡Los mejores pastelitos que he probado en mi vida! Deena, eres la cocinera con más talento de la Liga de Damas.
Hilly se mete en la boca el resto del dulce, moviendo la cabeza y relamiéndose de placer.
—Muchas gracias, Hilly. Son difíciles de preparar, pero creo que merece la pena.
Deena sonríe de oreja a oreja. Parece que se vaya a echar a llorar ante las alabanzas de Hilly.
—Entonces, ¿qué? ¿Estás dispuesta a hacerlo? Dios mío, no sabes lo contenta que estoy. El comité de venta de pasteles necesita la ayuda de una excelente cocinera como tú.
—¿Y cuántos necesitáis?
—Quinientos, para mañana por la tarde.
La sonrisa de Deena se congela.
—Esto... Vale. Creo que podré... pasarme la noche preparándolos.
—Skeeter, ¡qué bien que hayas podido venir! —dice Hilly, y Deena abandona la cocina.
—No puedo quedarme mucho —replico, quizá demasiado deprisa.
—Oye, tengo buenas noticias. —Hilly me dirige una sonrisa cómplice—. Esta vez sí va a venir. Dentro de tres semanas.
Contemplo cómo los largos dedos de Yule May despegan la masa de un cuchillo y suspiro, pues sé muy bien a quién se refiere.
—No sé, Hilly. Lo hemos intentado ya muchas veces y nunca ha funcionado. Puede que sea mi destino.
El mes pasado, antes de que él llamara la víspera de la cita para cancelarla, me permití sentir un poco de excitación. No me apetece volver a pasar por algo así.
—¿Qué? ¡Ni se te ocurra pensarlo!
Aprieto los dientes, porque ya ha llegado la hora de que lo diga:
—Hilly, sabes que no voy a ser su tipo.
—¡Mírame a mí! —dice, y hago lo que me pide; es lo que suele pasar con Hilly, la gente la obedece.
—Hilly, no puedes hacerme pasar por...
—Ha llegado tu hora, Skeeter. —Alarga el brazo y me aprieta la mano, pellizcándome con el pulgar y los demás dedos con más fuerza de lo que nunca hizo Constantine—. Es tu momento. Además, ¡maldita sea!, no pienso dejar que pierdas esta oportunidad sólo porque tu madre te haya convencido de que no eres lo bastante buena para alguien como él.
Me duelen sus palabras. Son amargas, pero ciertas. Además, me emociona la tenacidad que demuestra mi amiga conmigo. Hilly y yo siempre hemos sido irremediablemente sinceras la una con la otra, incluso para las pequeñas cosas. Con otra gente, Hilly esgrime mentiras igual que los presbiterianos esgrimen el sentimiento de culpabilidad. Pero este acuerdo tácito, esta estricta honestidad, es tal vez la única cosa que nos mantiene unidas.
Elizabeth aparece en la cocina con un plato vacío. Sonríe, se detiene y las tres nos miramos.
—¿Qué? —dice Elizabeth.
Estoy segura de que piensa que estábamos hablando de ella.
—Entonces, dentro de tres semanas —me dice Hilly—. Vendrás, ¿verdad que sí?
—¡Pues claro que irá! ¡Faltaría más! —responde Elizabeth por mí.
Contemplo sus rostros sonrientes y siento sus esperanzas depositadas en mí. No se parece a la constante indiscreción de Madre, son unas expectativas limpias, puras, sin amargura ni dolor. No me gusta que mis amigas hayan estado hablando a mis espaldas de cómo se va a decidir mi destino en una noche. Pero, aunque es algo que me molesta, al mismo tiempo me siento alagada.
Me dirijo de vuelta a la plantación antes de que termine el partido. Llevo el cristal de la ventanilla del Cadillac bajado; los campos aparecen cortados y quemados. Hace ya unas semanas que Padre terminó la última cosecha, pero la cuneta de la carretera todavía parece nevada, con restos de algodón pegados a la hierba. En el aire revolotean y flotan hebras de la planta.
Compruebo el buzón sin bajarme del coche. Dentro hay un número del
Almanaque del Granjero
y una carta. Es de Harper & Row. Entro en el garaje y maniobro para aparcar. La carta está escrita a mano en un pequeño papel de carta cuadrado:
Miss Phelan:
No dudo de que pueda perfeccionar sus habilidades como escritora con temas tan sosos y fútiles como el alcohol al volante o el analfabetismo. Sin embargo, esperaba que propusiera temas con más gancho. Siga buscando, y sólo si se le ocurre algo realmente original, escríbame para contármelo.
Paso por delante de Madre en el comedor mientras la invisible Pascagoula quita el polvo a las fotos de la pared. Subo mis empinadas escaleras. Me arde el rostro. Lucho para que no se me salten las lágrimas por lo que dice la carta de Miss Stein. Me digo que tengo que centrarme. Lo peor de todo es que no se me ocurren mejores ideas.
Me concentro en mi próximo artículo sobre el hogar, y luego en el boletín de la Liga de Damas. Por segunda semana consecutiva, dejo fuera la iniciativa de los retretes de Hilly. Una hora más tarde, acabo con la mirada perdida por la ventana. En la repisa, descansa
Elogiemos ahora a hombres famosos.
Me acerco al libro y lo abro, temiendo que la luz del sol desgaste la cubierta, que muestra una foto en blanco y negro de una familia humilde y empobrecida. El libro es pesado y está caliente por el efecto del sol. Me pregunto si podré escribir algún día algo que merezca la pena. Me giro cuando escucho a Pascagoula llamando a mi puerta. Entonces se me ocurre la idea.
No. No podría. Eso sería... cruzar la línea.
Pero la idea no se aparta de mi mente.
Aibileen
La ola de calor terminó por fin a mediados de octubre y ahora tenemos unos quince grados. Por las mañanas, el retrete de ahí fuera está frío y cada vez que me siento en él doy un respingo. Lo han puesto en un cuartucho que han levantado bajo la cubierta del garaje. Dentro hay un váter y un pequeño lavabo pegado a la pared. De un cable cuelga una bombilla y el suelo está forrado con papel de periódico.
Cuando servía en casa de Miss Caulier, el garaje estaba unido a la casa, por eso no tenía que salir fuera. Y donde trabajaba antes, tenían habitaciones para el servicio, con un pequeño dormitorio para cuando me tenía que quedar a pasar la noche. Pero aquí no, aquí tengo que salir para hacer mis necesidades.
Una tarde de martes, me llevo mi almuerzo a las escaleras del porche trasero y me siento en el frío cemento. El césped de Miss Leefolt no crece muy bien en esta parte del jardín, porque un enorme magnolio da sombra a casi todo el lugar. Estoy segura de que este árbol se va a convertir en el refugio de Mae Mobley. Dentro de unos cinco años lo utilizará para esconderse de su madre.
Al cabo de un rato, Mae Mobley aparece en el porche. Trae media hamburguesa en la mano. Me sonríe y me dice: «Buenas».
—¿Por qué no estás dentro con tu mamita? —le pregunto, aunque sé la respuesta: prefiere sentarse aquí fuera con la criada antes que ver cómo su madre hace cualquier cosa menos prestarle atención; es como uno de esos polluelos que se equivocan y se ponen a seguir a los patitos.
Mae Mobley señala los arrendajos que se preparan para afrontar el invierno, gorjeando en la pequeña fuentecita gris del jardín.
—¡Pío-pío! —imita señalando a las aves, y se le cae la hamburguesa en las escaleras.
De repente,
Aubie,
el viejo perro de caza al que ya nadie hace caso, aparece de no sé dónde y se zampa el bocadillo de la pequeña. No aguanto los chuchos, pero la verdad es que éste da un poco de pena. Le acaricio la cabeza. Apuesto a que a este bicho no le dan mimos por lo menos desde la pasada Navidad.
Cuando Mae Mobley lo ve, suelta un chillido y le agarra de la cola. El animal se revuelve unas cuantas veces y ella sigue tirándole del rabo. ¡Pobrecito! Aúlla y mira a la niña con esos ojos de pena que a veces tienen los perros, con la cabeza ladeada y las cejas alzadas. Casi me parece oír que le pide a la pequeña que le suelte. No es de los que muerden.
Finalmente, la niña lo deja marchar.
—Mae Mobley, ¿y si
t'agarro
yo de tu cola?
Por supuesto, Chiquitina se lo cree y empieza a mirarse la espalda con la boca muy abierta, como si hasta ahora no se hubiera dado cuenta de que tiene cola. Se tropieza dando vueltas sobre sí misma, intentando vérsela.
—¡Pero si tú no
tiés
cola!
Río y la cojo antes de que se caiga por las escaleras. El perro husmea el suelo buscando más restos de la hamburguesa.
Siempre me ha hecho gracia cómo los bebés se creen todo lo que les dices. Tate Forrest, un chico a quien hace mucho tiempo crié de bebé, me paró la semana pasada cuando iba camino del súper y me dio un gran abrazo de lo feliz que se sentía al verme. Ahora es todo un hombre. Yo no disponía de mucho tiempo porque tenía que volver a casa de Miss Leefolt, pero comenzó a evocar entre risas los días en que lo cuidaba cuando era pequeño: aquella primera vez que se le durmió el pie, cuando me dijo que le hacía cosquillas y le contesté que eran los ronquidos del pie; o la ocasión en que le dije que si bebía café se volvería negro. Me contó que, a sus veintidós años, no ha probado nunca el café. Siempre es agradable ver a los niños a los que he cuidado convertidos en hombres hechos y derechos.
—¿Mae Mobley? ¡Mae Mobley Leefolt!
Miss Leefolt acaba de darse cuenta de que su hija no está con ella en la misma habitación.
—Está aquí fuera conmigo, Miss Leefolt —le grito desde la puerta.
—¡Mae Mobley! ¡Te he dicho mil veces que comas en la trona! ¿Por qué todas mis amigas tienen unos angelitos de hijos y yo tengo que cargar contigo? No lo entiendo, la verdad...
De repente suena el teléfono y oigo que la mujer corre para contestar.
Miro a Chiquitina y veo que tiene el entrecejo arrugado. Parece muy concentrada pensando en algo.
—¿Estás bien, pequeña? —le pregunto, pellizcándole la mejilla.
—Mae-Mo... ma-la —exclama.
Me duele escuchar la forma en que lo dice, como si se tratara de algo evidente.
—Mae Mobley —le digo, porque siento que tengo que intentar hacer algo—, ¿eres una niñita lista?
Me contempla como si no supiera la respuesta.
—¡Eres una niñita lista! —afirmo esta vez.
—Mae Mo... lis-ta —repite.
—¿Eres una niñita buena? —pregunto.
Me mira en silencio. Sólo tiene dos años, todavía no sabe muy bien lo que es.
—¡Eres una niñita buena! —digo, y ella asiente con la cabeza y repite mis palabras.
Antes de que pueda decirle otra frase, se levanta y se pone a corretear entre risas por el jardín persiguiendo al pobre chucho. Al ver su reacción, me pregunto qué pasaría si todos los días le digo lo buena que es.
La niña da vueltas y vueltas alrededor de la fuente, sonríe y grita:
—¡Hola, Aibi! ¡Te quiero, Aibi!
Noto un cosquilleo en mi interior, suave como el aleteo de una mariposa, viéndola jugar ahí fuera. Algo parecido a lo que sentía al mirar a Treelore. El recuerdo de mi hijo me pone un poco triste.
Al cabo de un rato, Mae Mobley se acerca, junta su mejilla con la mía y se queda pegada a mí, como si hubiera notado que estoy triste. La abrazo y le susurro al oído:
—Eres una niña «lista» y «buena», Mae Mobley. ¿Me oyes?
Y sigo diciéndoselo hasta que ella lo repite.
Las siguientes semanas son muy importantes para Mae Mobley. Seguro que, aunque lo pensáramos, no recordaríamos la primera vez que hicimos nuestras cositas en la taza en lugar de en los pañales. Probablemente tampoco nos acordaríamos de quién nos enseñó a hacerlo. No he criado a ningún bebé que de mayor me haya dicho: «Aibileen, te estoy muy agradecido por haberme enseñado a usar el váter».