Miss Leefolt menea la cabeza ante Miss Skeeter, como si quisiera hacerle ver que es la mujer más atareada de toda la ciudad, y sale de la cocina. Me dirijo al comedor y saco la cubertería de plata.
Cuando regreso a la cocina, Miss Skeeter está todavía esperándome. Tiene una carta de Miss Myrna en la mano.
—¿Tiene alguna pregunta sobre el hogar? Dígame.
—La verdad es que no... Sólo quería preguntarte... El otro día...
Echo un chorro de abrillantador en el paño y empiezo a frotar la plata, pasando el trapo por el motivo decorativo en forma de rosa, el borde y el mango. ¡Dios, haz que sea ya mañana! No quiero ir al cementerio. No puedo, es demasiado duro...
—Aibileen, ¿te encuentras bien?
Me detengo y levanto la mirada. No me había dado cuenta de que Miss Skeeter lleva un buen rato hablándome.
—Lo siento, sólo estaba... pensando en mis cosas.
—Parecías muy triste.
—Miss Skeeter —empiezo, y siento las lágrimas asomando a mis ojos. Tres años no es mucho tiempo. Cien años todavía serían pocos—, ¿le importaría si le ayudo con las preguntas mañana?
Miss Skeeter abre la boca dispuesta a decir algo, pero se calla.
—En otro momento —dice finalmente—. Espero que te mejores.
Termino con la cubertería de plata y con las toallas y le digo a Miss Leefolt que tengo que irme a casa urgentemente, aunque todavía falta media hora para que termine mi trabajo y sé que me lo descontará de mi paga. Abre la boca, dispuesta a protestar, y entonces le susurro mi mentira:
—No me encuentro bien. He
vomitao.
—¡Vete, vete!
Después de a su madre, no hay nada a lo que Miss Leefolt tenga más miedo que a las enfermedades de los negros.
—Muy bien. Volveremos en media hora. Estate aquí a las diez menos cuarto —me dice Miss Leefolt a través de la ventanilla de su coche.
Miss Leefolt me ha dejado en el supermercado Jitney 14 para comprar el resto de cosas que necesitan para mañana, día de Acción de Gracias.
—No olvides traer la factura de lo que compres, ¿entendido? —me suelta Miss Fredericks, la vieja y tacaña madre de Miss Leefolt.
Las tres están sentadas en los asientos delanteros, Mae Mobley encajada en medio de las dos mujeres con una mirada que me da mucha pena. Se diría que la llevan a poner la inyección del tétanos. ¡Pobrecita! Esta vez, Miss Fredericks se va a quedar dos semanas.
—¡No te olvides del pavo! —dice Miss Leefolt—. Y dos botes de salsa de arándano.
Me río por dentro. Llevo preparando el pavo de Acción de Gracias para familias blancas desde que Calvin Coolidge era presidente.
—¡Deja de moverte, Mae Mobley! —grita Miss Fredericks—. O te pellizco.
—Miss Leefolt, déjela conmigo en el
supermecao.
Me ayudará con las compras.
Miss Fredericks se dispone a protestar, pero Miss Leefolt se le adelanta: «¡Sí, sí, quédatela!». Antes de que me dé cuenta, Chiquitina se arrastra sobre las piernas de su abuela y trepa por la ventanilla hasta mis brazos, como si yo fuera Cristo Salvador. La subo a mis hombros y las dos mujeres se marchan en dirección a Fortification Street. A Chiquitina y a mí nos da un ataque de risa, como si fuéramos un par de escolares.
Empujo la puerta metálica, me hago con un carrito y siento a Mae Mobley en la sillita delantera, sacándole las piernas por los huecos. Mientras lleve puesto mi uniforme blanco, se me permite comprar en este supermercado para blancos. Echo de menos los viejos tiempos, en los que tenía que andar hasta Fortification Street, donde estaban los granjeros con sus carretillas gritando: «¡Boniatos, frijoles, judías verdes, ocra! ¡Nata fresca, cuajada, queso! ¡Huevos!». Pero el supermercado Jitney tampoco está tan mal. Por lo menos, tiene aire acondicionado.
—
¡Mu
bien, Chiquitina! A ver qué necesitamos.
En la sección de verduras, elijo seis boniatos y tres puñados de judías verdes. En la carnicería, compro un codillo de cerdo ahumado. La tienda está reluciente, todo ordenado y limpio. No se parece en nada al colmado para negros Piggly Wiggly, con su suelo lleno de serrín. Aquí, casi todas las clientas son damas blancas, sonrientes y con sus nuevos peinados listos para la celebración del día de Acción de Gracias. También hay cuatro o cinco criadas de color con sus uniformes.
—¡Sal-sa Mo-ra-da! —dice Mae Mobley, y le dejo que agarre el bote de salsa de arándano.
Sonríe como si el bote fuera un viejo amigo. Le encanta la «salsa morada». En la sección de condimentos, echo en el carrito una bolsa de un kilo de sal para poner el pavo en salmuera. Cuento las horas con los dedos de la mano: diez, once, doce. Si hay que dejar en remojo al bicho durante catorce horas, tendré que meterlo en la palangana a eso de las tres de esta tarde. Mañana iré a casa de Miss Leefolt a las cinco de la madrugada y cocinaré el pavo durante seis horas. Ya he cocido dos tortas y un pan de maíz y los he dejado a reposar en la encimera para que queden crujientes. Tengo una tarta de manzana lista para meter al horno y por la mañana haré las galletas.
—¿Preparando las cosas
pa
mañana, Aibileen?
Me giro y veo a Franny Coots detrás de mí. Es una amiga de la parroquia que sirve en casa de Miss Caroline en Manship.
—¡Mira qué cosita más guapa! ¡Qué piernas más regordetas
tiés!
—le dice a Mae mientras la pequeña chupa el bote de salsa de arándano. Franny inclina un poco la cabeza y añade—:
¿T'has enterao
de lo que
l'ha pasao
al nieto de Louvenia Brown esta mañana?
—¿A Robert? ¿El jardinero?
—Se metió en un baño
pa
blancos en la tienda de jardinería de Pinchman. Dice que no vio el cartel de
«prohibío
gente de
coló».
Dos blancos le pillaron y le dieron una paliza con una barra de hierro.
¡Oh, no! ¡Robert, no!
—¿Él... está...?
Franny menea la cabeza.
—No se sabe. Está en el hospital. Dicen que
s'ha quedao
ciego.
—¡Dios mío, no!
Cierro los ojos. Louvenia es la mujer más buena y amable que conozco. Se encargó de criar a su nieto cuando éste perdió a su madre.
—¡Pobresita Louvenia! No sé por qué siempre a la gente más
güena
le pasan estas
desgrasias
—concluye Franny.
Esa tarde trabajo como una loca; pico cebollas y apio, preparo la salsa, cuezo boniatos, pelo judías, saco brillo a la cubertería... Me han dicho que un grupo de hermanas se va a pasar por casa de Louvenia Brown a las cinco y media para rezar por Robert, pero cuando saco de la salmuera el pavo de casi diez kilos, estoy tan cansada que casi no soy capaz de levantar los brazos.
No termino de cocinar hasta las seis, dos horas más tarde de lo normal. Sé que no me van a quedar fuerzas para acercarme a casa de Louvenia. Tendré que hacerlo mañana, cuando termine de limpiar el pavo. Cuando me bajo del autobús, me arrastro hacia mi casa. Me cuesta mantener los ojos abiertos. Al dar la vuelta a la esquina de la calle Gessum, veo que hay un gran Cadillac blanco aparcado ante mi puerta. Me encuentro a Miss Skeeter, con vestido y zapatos rojos, sentada en las escaleras de mi porche, llamando la atención de todo el barrio.
Muy lentamente, atravieso el jardín preguntándome qué más puede sucederme hoy. Miss Skeeter se levanta, apretando con fuerza su bolso como si se lo fueran a robar. Los blancos no entran en este barrio más que para acercar a sus criadas a casa, y a mí me parece bien. ¡Me paso todo el día sirviendo a gente blanca, no necesito que también me vengan a visitar a mi casa!
—Espero que no te importe que haya venido —dice—. Es que... no se me ocurrió otro lugar en el que pudiéramos hablar tranquilas.
Me siento en las escaleras. Me duelen todas las malditas vértebras. Chiquitina está tan nerviosa con su abuela en casa que se mea encima cada dos por tres y mi ropa huele a su pis. Por la calle pasa gente que se dirige a casa de la pobre Louvenia para rezar por Robert. Unos críos juegan al fútbol. Todo el mundo nos mira al pasar, pensando que me estarán despidiendo o que habré hecho algo malo.
—A ver, señorita —suspiro—. ¿Qué puedo hacer por
usté?
—Se me ha ocurrido una idea. Quiero escribir sobre algo, pero necesito tu ayuda.
Suelto todo el aire que tengo dentro. ¡Por Dios, qué mujer! ¿No le habría bastando con llamarme por teléfono? Seguro que nunca se presentaría a la puerta de una de sus amiguitas blancas sin llamar antes. Pero conmigo, no. Conmigo se planta aquí como si tuviera derecho a meterse en mi casa cuando le plazca.
—Quiero hacerte una entrevista y que me hables de tu trabajo de criada.
Una pelota roja rueda unos metros por mi jardín. El hijo pequeño de los Jones cruza corriendo la calle para recuperarla. Cuando ve a Miss Skeeter se detiene en seco. Agarra el balón, se da la vuelta y sale disparado, como si tuviera miedo de que la blanca fuera a comérselo.
—¿Como la columna de Miss Myrna? —le digo, machacada y sin fuerzas—. ¿Sobre limpieza y cosas de ésas?
—No, no tiene nada que ver con Miss Myrna. Estoy hablando de escribir un libro —dice, con los ojos abiertos como platos. Parece muy emocionada con la idea—. Quiero contar cómo es trabajar para una familia blanca. Qué se siente al servir en casa de gente como, por ejemplo... Elizabeth.
Me giro y la observo un momento. Eso es lo que ha estado intentando contarme durante las dos últimas semanas en la cocina de Miss Leefolt.
—
¿Usté
cree que a Miss Leefolt le va a
hacé grasia
que cuente historias sobre ella?
—Bueno, no. —Miss Skeeter baja la vista—. La verdad es que había pensado en no contárselo. Tengo que asegurarme de que las otras criadas guarden el secreto.
Arrugo la frente, pues empiezo a comprender lo que realmente quiere.
—¿Otras criadas?
—Había pensado en entrevistar a cuatro o cinco. Para mostrar cómo es la vida de una sirvienta aquí, en Jackson.
Miro a mi alrededor. Estamos en la calle, a la vista de todo el mundo. ¿Esta mujer no se da cuenta de lo peligroso que es hablar sobre estos temas en público?
—Pero ¿qué tipo de historias piensa que le vamos a
contá?
—Cuánto os pagan, cómo os tratan, los cuartos de baño, los bebés... Todas las cosas que veis, las buenas y las malas.
Parece muy emocionada, como si se tratara de un juego. No entiendo nada, no sé si porque estoy perdiendo la cabeza o por el cansancio.
—Miss Skeeter —digo en voz muy baja—, ¿a
usté
no le parece todo esto un poco peligroso?
—No, si tenemos cuidado...
—Chiiist. ¡Hable más bajo, por
favó!
¿No se da cuenta de lo que me podría
pasá
si Miss Leefolt descubre que he
estao
hablando de ella a sus espaldas?
—No se lo contaremos. Ni a ella ni a nadie. —Baja un poco la voz, pero no lo suficiente—. Serán entrevistas privadas.
Me quedo mirándola. ¡Esta mujer está zumbada!
—¿No ha oído lo que le ha
pasao
a ese chico de
coló
esta mañana? ¿Ese al que le han roto las costillas por meterse por
erró
en el lavabo de los blancos?
Me mira y parpadea sorprendida.
—Sé que las cosas están un poco calientes, pero esto...
—¿Y lo que le pasó a mi prima Shinelle, en el
condao
de Cauter? Le quemaron el coche sólo porque se le ocurrió acercarse a un colegio
electorá.
—Nunca se ha escrito un libro sobre esto —dice suspirando, porque supongo que empieza a comprender—. Estaríamos pisando un terreno nuevo, tendríamos muchas posibilidades de éxito.
Un grupo de criadas con sus uniformes pasa al lado de mi casa. Me lanzan una mirada y me ven sentada en el porche con esta mujer blanca. Rechino los dientes, pues estoy segura de que el teléfono va a estar sonando toda la noche.
—Miss Skeeter —digo muy despacito para que haga más efecto—,
hacé
lo que me está pidiendo sería como prenderle fuego a mi propia casa.
Miss Skeeter empieza a morderse las uñas.
—Pero ya he... —empieza, y cierra los ojos.
Se me pasa por la cabeza preguntarle qué ha hecho ya, pero me asusta pensar en lo que me pueda responder. Abre su bolso, saca un papel y apunta en él su teléfono.
—Por favor, prométeme que por lo menos te lo pensarás.
Suspiro y miro al jardín. Lo más delicadamente que puedo, digo:
—No, señorita.
Deja el papel entre nosotras, en la escalera, y se dirige a su Cadillac. Estoy demasiado cansada para levantarme. Me quedo ahí, contemplando cómo su coche se aleja lentamente por la calle. Los niños dejan de jugar a la pelota y se apartan a su paso, mirando alelados desde la acera como si estuvieran ante un coche fúnebre.
Miss Skeeter
Avanzo por Gessum Avenue al volante del Cadillac de Madre. Un poco más adelante, un niño de color vestido con un peto me contempla con los ojos abiertos como platos y aprieta con fuerza su pelota roja. Miro por el espejo retrovisor. Aibileen todavía está en las escaleras de su casa con su uniforme blanco. Ni tan siquiera me ha mirado a los ojos al decirme: «No, señorita». Tenía la vista fija en la pequeña franja de césped amarillento de su jardín.
Había imaginado que esta visita sería como las que hacía a casa de Constantine: amistosas personas de color saludándome sonrientes, contentas de ver en su barrio a la niñita blanca hija del dueño de la gran plantación. Pero aquí, la gente frunce el ceño al verme pasar. Cuando mi coche se acerca a su lado, el niño de la pelota se da la vuelta y corre a refugiarse detrás de una casa en cuyo porche hay un grupo de una media de docena de hombres de color reunidos, con bandejas y bolsas. Me masajeo las sienes, intentando pensar en algún otro método para convencer a Aibileen.
Hace una semana, Pascagoula llamó a la puerta de mi dormitorio.
—Una conferencia
pa usté,
Miss Skeeter. De parte de una tal Miss... Stern, creo que
m'ha
dicho.
—¿Stern? —repetí, y de repente di un respingo—. ¿No querrás decir... Stein?
—Esto...
pué
ser que dijera Stein. Habla con un
asento
raro.
Aparté a Pascagoula y bajé corriendo las escaleras. Por alguna estúpida razón, mientras me dirigía al teléfono, intenté arreglar mi pelo rizado como si se tratara de una entrevista cara a cara y no de una llamada telefónica. En la cocina, agarré el auricular que colgaba de la pared.