—Voy a ir a la tienda dentro de
na
—le digo a Miss Celia.
Le enseño la lista de la compra para que la vea. Cada lunes hacemos lo mismo: ella me entrega el dinero para ir a la tienda y cuando vuelvo a casa le coloco la factura ante la cara. Quiero que compruebe que no falta ni un centavo del cambio. Miss Celia no hace más que encogerse de hombros, pero yo guardo esos tickets a buen recaudo en un cajón por si algún día me preguntan algo.
Platos de Minny:
1. Jamón cocido con piña
2. Alubias
3. Boniatos
4. Tarta de chocolate y crema
5. Galletas
Platos de Miss Celia:
1. Frijoles
—¡Pero si ya hice frijoles la semana pasada!
—Aprenda a
hacé
bien los frijoles y lo demás le resultará más fácil.
—Bueno, supongo que es lo mejor —dice—. Por lo menos pelando frijoles estoy sentada.
Han pasado tres meses y la bruta de ella todavía no es capaz ni de hervir un puchero de café. Preparo la masa de la tarta. Quiero dejarla lista antes de ir a la tienda.
—¿Podemos hacer una tarta de chocolate esta vez? ¡Me encanta la tarta de chocolate!
Rechino los dientes. No sé cómo voy a salir de ésta.
—No sé
hacé
tartas de chocolate —miento.
Nunca. Nunca más después de lo de Miss Hilly.
—¿No sabes? ¡Jolín! Yo pensaba que podías cocinar de todo. Igual deberíamos hacernos con un libro de recetas.
—¿Qué otro tipo de tarta le apetece?
—Bueno, ¿qué tal esa de melocotón que hiciste una vez? —dice, sirviéndose un vaso de leche—. ¡Estaba riquísima!
—Eran melocotones de México. Aquí todavía no ha
llegao
la temporada.
—Pero si los he visto anunciados en el periódico...
Suspiro. Nada resulta fácil con esta mujer, pero por lo menos se ha olvidado de la tarta de chocolate.
—Tiene que
sabé
una cosa: la fruta es mucho
mejó
cuando es de temporada. En verano no se pueden
hacé
calabazas, y en otoño no se puede
cociná
con melocotones. Así son las cosas. Si no encuentra una fruta en los puestos de la carretera, es
mejó
olvidarse de ella. ¿Por qué no hacemos una tarta de nueces?
—A Johnny le encantaron los pralinés que hiciste. Cuando se los puse, me dijo que era la mujer con más talento que había conocido.
Me agacho sobre la masa para que no pueda verme la cara. En un minuto ha conseguido sacarme dos veces de mis casillas.
—¿Alguna cosa más con la que quiera
impresioná
a su
marío?
Además de estar aterrorizada en esta casa, estoy hasta las narices y muy cansada de que otra persona haga pasar mi comida por suya. Además de mis hijos, mi cocina es lo único de lo que me siento orgullosa en esta vida.
—No, es suficiente —dice Miss Celia sonriendo.
No se da cuenta de que he presionado con tanta fuerza la masa de la tarta que mis dedos han dejado cinco profundos agujeros en ella. Sólo me quedan veinticuatro días más de esta mierda. Ruego a Dios y al Diablo para que Mister Johnny no aparezca antes.
Un día sí y otro también, escucho a Miss Celia hablar por teléfono desde su habitación, llamando una y otra vez a las señoritas de la Liga de Damas. Hace apenas tres semanas fue la Gala Benéfica de la asociación y esta tonta ya está ofreciéndose como voluntaria para organizar la del año que viene. Ni ella ni su marido asistieron al evento, pues me lo habrían contado mis compañeras que hicieron de camareras. Aunque pagan bien, este año no trabajé con ellas porque corría el riesgo de encontrarme con Miss Hilly.
—¿Podría decirle que Celia Foote le ha vuelto a llamar? Le dejé un mensaje hace unos días y no me ha contestado...
Su voz es alegre, como la de los anuncios de la tele. Cada vez que la oigo, me entran ganas de arrancarle el teléfono de la mano y decirle que deje de perder el tiempo. Además de por sus pintas de furcia, existe una razón de peso por la cual Miss Celia no tiene ninguna amiga, me di cuenta de ello en cuanto vi la foto de Mister Johnny. He servido el almuerzo en suficientes partidas de bridge como para conocer los secretos de todas las mujeres blancas de esta ciudad: Mister Johnny dejó a Miss Hilly por Miss Celia cuando estaban en la universidad y Miss Hilly no ha conseguido superarlo.
El miércoles por la tarde voy a la iglesia. Está sólo medio llena porque apenas son las siete menos cuarto y el coro no empieza a cantar hasta las siete y media. Pero Aibileen me pidió que viniera pronto y aquí estoy. Tengo curiosidad por saber qué quiere contarme. Además, Leroy estaba hoy de buen humor y jugando con los críos, así que me he dicho: «La ocasión la pintan calva».
Veo a Aibileen en nuestro banco de siempre, en la cuarta fila a la izquierda del altar, justo al lado del ventilador. Somos miembros de honor de la congregación, así que nos merecemos unos asientos especiales. Tiene el pelo recogido por detrás, y los tirabuzones le caen por el cuello. Lleva un vestido azul con enormes lunares blancos que nunca le había visto. Aibileen tiene un montón de ropa de blanca. A las señoritas les encanta regalar sus prendas viejas. Como de costumbre, parece una respetable mujerona negra, pero a pesar de ser tan correcta y formal, Aibileen te puede contar un chiste verde que te hace mearte en las bragas.
Avanzo por el pasillo y veo que Aibileen está pensativa, con el ceño fruncido y la frente arrugada. Durante un segundo soy consciente de los quince años que nos separan, pero luego recupera su sonrisa y su rostro vuelve a parecer juvenil y rellenito.
—¡Santo Dios! —digo nada más sentarme.
—Pues sí. Alguien tendría que decírselo.
Aibileen se abanica el rostro con su pañuelo. Esta mañana le tocaba a Kiki Brown limpiar y toda la iglesia apesta a esa lejía con olor a limón que prepara y que intenta vender a veinticinco centavos la botella. Tenemos una lista de voluntarios que hacemos turnos para limpiar la parroquia. Si por mí fuera, echaría a Kiki Brown de la lista y añadiría a más hombres. Que yo sepa, ningún hombre se ha apuntado nunca.
A pesar del olor, la iglesia está bonita. Kiki ha sacado brillo a los bancos con tanto esmero que puedes verte reflejada en ellos. El árbol de Navidad ya está puesto, junto al altar, lleno de guirnaldas y con una brillante estrella dorada en la punta. Tres ventanas de la iglesia tienen vidrieras: el nacimiento de Cristo, la resurrección de Lázaro y las enseñanzas a esos malditos fariseos. Las otras siete tienen paneles blancos normales. Estamos recaudando dinero para completarlas.
—¿Qué tal el asma de Benny? —me pregunta Aibileen.
—Ayer tuvo una pequeña crisis. Leroy lo va a traer con los demás dentro de poco. Espero que este pestazo a limón no me lo mate.
—¡Leroy! —Aibileen menea la cabeza y se ríe—. Dile que o se porta bien o le sacaré de mi lista de oraciones.
—Ojalá lo hagas. ¡Ay, Dios! ¡Esconde la comida!
La creída de Bertrina Bessemer se acerca hacia nosotras moviendo el trasero. Se inclina sobre el banco de delante y sonríe. Lleva un enorme gorro azul muy hortera. Bertrina ha estado poniendo a parir a Aibileen durante muchos años.
—Minny, cómo me alegré cuando me enteré de lo de tu nuevo trabajo.
—
Grasias,
Bertrina.
—Ah, Aibileen,
grasias
por ponerme en tu lista de oraciones. Mis anginas están mucho
mejó.
Ya te llamo este fin de semana y te cuento.
Aibileen sonríe y asiente con la cabeza. La otra avanza moviendo su enorme culo hasta su banco.
—Creo que deberías
se
un poco más selectiva a la hora de
elegí
a las personas por las que rezas —comento.
—¡Bah! Ya no le guardo
rencó.
Y fíjate,
ha perdío
bastante peso.
—Le anda contando a
tol
mundo que ha
adelgazao
veinte kilos —aclaro.
—¡Santo Dios!
—Ya sólo le falta
perdé
otros cien.
Aibileen intenta no reírse, y hace como que se abanica para apartar el olor a limón.
—Bueno,
¿pa
qué querías que viniera tan pronto? —le pregunto—. ¿Tanto me echas de menos?
—No,
pa na
importante. Sólo algo que me han
contao.
—¿Qué?
Aibileen respira hondo y mira a su alrededor para comprobar que nadie nos escucha. Aquí somos como la realeza, todos están todo el rato murmurando sobre nosotras.
—¿Conoces a esa tal Miss Skeeter? —me pregunta.
—Ya te dije el otro día que sí.
Baja la voz y prosigue:
—Bueno,
¿t'acuerdas
que te dije que una vez me fui de la lengua con ella y le conté que Treelore escribía un libro sobre la vida de las personas de
coló?
—
M'acuerdo.
¿Qué pasa? ¿Esa blanquita quiere denunciarte por eso?
—¡No, qué va! Es una
mujé mu
simpática. Pero ha
tenío
el descaro de
preguntá
si yo y algunas criadas más querríamos
poné
por escrito cómo es
serví
en las casas de los blancos. Dice que quiere
escribí
un libro.
—¿Qué?
Aibileen asiente y enarca las cejas:
—Lo que has oído.
—Fiuu...
Pos
dile que es como un picnic en el campo. Que nos pasamos
tol
fin de semana soñando con que llegue el lunes
pa podé
ir a sus casas a sacarle brillo a sus cuberterías. ¡No te digo!
—Ya se lo dije, que en los libros de Historia está
to.
Los blancos han
recogío
las opiniones de los negros desde el principio de los tiempos.
—¡Eso es! ¡Bien dicho!
—
Pos
sí. Y también le dije que estaba loca. Le pregunté qué pasaría si le contáramos la
verdá:
el miedo que tenemos a
pedí
el salario mínimo, que ninguna tenemos
seguridá sosial,
cómo nos sienta cuando la propia señora dice que tienes... —Se interrumpe, mueve la cabeza y, gracias a Dios, no continúa la frase—. Lo mucho que queremos a sus hijos cuando son chiquitines... —sigue diciendo mi amiga, y puedo ver que le tiembla un poco el labio inferior—,
pa
que al final terminen saliendo igual que sus madres.
Bajo la mirada y veo que agarra con fuerza su bolso negro, como si fuera la única cosa que le quedara en este mundo. Aibileen siempre cambia de trabajo cuando los niños crecen y dejan de ser insensibles a las diferencias de color. Nunca hablamos de ello.
—Incluso aunque cambie
tos
los nombres de las criadas y las señoritas blancas... —murmura sorbiéndose la nariz.
—Está loca si piensa que vamos a
hacé
algo tan peligroso por ella.
—¡Claro que no! No queremos meternos en ese lío:
contá
a la gente la
verdá.
¡Qué despropósito! —remata, y se suena la nariz con un pañuelo.
—
¡Pos
claro que no! —asiento, pero me quedo callada un momento.
Hay algo extraño en la palabra «verdad». Llevo intentando decirles la verdad a las mujeres blancas para las que trabajo desde que tengo catorce años.
—No queremos
cambiá
las cosas —dice Aibileen, y nos quedamos las dos en silencio, pensando en todas las cosas que nos gustan como están.
Entonces, me mira entrecerrando los ojos y me pregunta:
—¿Qué pasa? ¿No te parece una locura?
—Sí, sólo que...
En ese momento me di cuenta de lo que estaba intentando Aibileen. Somos amigas desde hace dieciséis años, desde el día en que llegué a Jackson procedente de Greenwood y nos conocimos en la parada del autobús. Puedo leer su mente como si fuera un periódico abierto.
—Te lo estás pensando,
¿verdá?
—digo—. Te gustaría
hablá
con Miss Skeeter.
Se encoge de hombros y sé que he dado en el clavo. Antes de que mi amiga tenga tiempo de confesar, el reverendo Johnson aparece, se sienta en el banco de detrás y asoma la cabeza entre nuestros hombros.
—Minny, siento no haber tenido la oportunidad hasta ahora de darte la enhorabuena por tu nuevo trabajo.
Me aliso el vestido y respondo:
—¡Vaya! Muchas
grasias,
reverendo.
—Seguro que Aibileen te ha incluido en su lista de oraciones —dice, y le da unas palmaditas en el hombro.
—¡Seguro! Le estaba comentando a Aibileen que, con este don que tiene, debería
empezá
a
cobrá
por sus oraciones.
El reverendo suelta una carcajada y después se levanta y se dirige con lentitud hacia el altar. La iglesia se queda en silencio. No me puedo creer que Aibileen quiera contarle la verdad a Miss Skeeter.
La «verdad».
Es una palabra que me refresca, como agua lavando mi cuerpo ardiente y sudoroso, enfriando un fuego que lleva quemándome toda la vida.
La «verdad», repito para mis adentros, sólo para volver a disfrutar de esa agradable sensación.
El reverendo Johnson eleva los brazos y comienza la misa con voz suave y profunda. El coro empieza a entonar el salmo
Habla con Jesús
y todos nos ponemos en pie. Pasado medio minuto, estoy sudando.
—¿No te interesaría
hablá
con Miss Skeeter? —me pregunta Aibileen entre susurros.
Miro hacia la puerta y veo que Leroy entra con los niños. Como de costumbre, llega tarde.
—¿Quién? ¿Yo? —digo demasiado alto. Intento bajar la voz para que no se me oiga, pero no lo consigo—. De ningún modo pienso
hacé
una locura como ésa.
Con el único fin de tocarme las narices, en diciembre se presenta una ola de calor. En agosto, cuando estamos a cuarenta grados, sudo como un vaso de té helado, y esta mañana, al levantarme, he oído en la radio que hoy las temperaturas rondarán los treinta y ocho. Me he pasado media vida intentando luchar contra el sudor: cremas desodorantes de Dainty Lady, patatas congeladas metidas en los bolsillos, bolsas de hielo atadas a la cabeza (tuve que pagarle a un médico por ese estúpido consejo)... Sin embargo, cada cinco minutos se me empapan las compresas que me pongo debajo de los sobacos. Nunca salgo de casa sin mi abanico de propaganda de la funeraria Fairley. Es bastante efectivo y lo conseguí gratis.
Por el contrario, Miss Celia parece estar gozando con esta semana de calor y se dedica a salir y tumbarse en la piscina, con esa horterada de gafas de sol blancas que lleva y su peludo albornoz. Doy gracias al cielo porque así pasa la mayor parte del tiempo fuera de casa. Al principio pensaba que igual tenía alguna enfermedad, pero ahora creo que lo que tiene mal es la mollera. No al estilo de esas viejas que hablan solas, como Miss Walter, que todas sabemos que es por cosas de la edad, sino una loca con mayúsculas, de esas que terminan con una camisa de fuerza allá en el sanatorio de Whitfield.