—Un momento —la interrumpo—. He escrito «enorme
jardím».
Soplo en el frasquito de líquido corrector, tapo la errata y vuelvo a escribir sobre ella.
—¡Ya está! Adelante.
—«Cuando su mamita murió seis meses después, de un mal del pulmón, me tuvieron cuidando a Alton hasta que se mudaron a Memphis. Me encantaba ese bebé y él me quería mucho. Entonces fue cuando me di cuenta de que se me daba bien hacer que los niños se sintieran orgullosos de sí mismos...»
Cuando Aibileen me contó su idea, intenté disuadirla por teléfono. No me proponía insultarla, pero le dije:
—Escribir no es algo tan sencillo, Aibileen. Además, con un trabajo que te ocupa casi todo el día, no tendrás mucho tiempo libre para dedicarte a ello.
—Bueno, no creo que sea muy diferente de
escribí
mis oraciones, como hago
toas
las noches —me contestó.
Fue la primera cosa interesante que me contó sobre sí misma desde que empezamos con este proyecto, así que la apunté en la lista de la compra que tenemos en la despensa y le dije:
—O sea, que no recitas tus oraciones, sino que las escribes.
—Nunca se lo había dicho a nadie. Ni siquiera a Minny. Es que me resulta más
fásil aclará
mis ideas si las escribo.
—Entonces, ¿te dedicas a eso los fines de semana? —le pregunté—. ¿En tu tiempo libre?
Me agradaba la idea de capturar retazos de su vida fuera del trabajo, lejos del ojo vigilante de Elizabeth Leefolt.
—¡No, qué va!
Tos
los días escribo durante una hora, a veces dos. En esta
ciudá
hay un montón de gente enferma y con achaques.
Debo reconocer que estaba impresionada. Eso es más de lo que yo le dedico a la escritura en varios días. Contesté que probaríamos su idea, a ver si conseguíamos que nuestro proyecto saliera adelante.
Aibileen toma aire, da un trago a su refresco y sigue leyendo.
Regresa a su primer trabajo, a la edad de trece años, cuando limpiaba la cubertería de plata Francisco I en la mansión del gobernador. Me lee cómo en su primera mañana de trabajo cometió un error en la tarjeta en la que tenía que apuntar el número de piezas que había limpiado para que supieran que no había robado ninguna.
—«Esa mañana, después de que me despidieran, regresé a casa y me quedé en la calle, delante de la puerta, mirando mis zapatos nuevos. Unos zapatos que le habían costado a mi mamita lo mismo que la factura de la luz de un mes. Supongo que entonces comprendí lo que significaba la vergüenza y cuál era su color. La vergüenza no es negra como la suciedad, como siempre había creído. La vergüenza es del color de ese nuevo uniforme blanco que, para poder pagarlo, tu madre se ha pasado toda la noche planchando. Blanca sin una sola mota, ni una mancha. Inmaculada.»
Aibileen levanta la vista para ver qué pienso. Dejo de teclear. Había supuesto que sus historias iban a ser inocentes e insulsas. Me doy cuenta de que estoy consiguiendo mucho más de lo que esperaba. Ella sigue leyendo:
—«Así que me puse a ordenar el armario y, antes de que me diera cuenta, el pequeño blanquito metió la mano en el ventilador y se cortó los dedos. ¡Le había pedido más de diez veces a la señora que quitara ese trasto de en medio! Nunca había visto tanto rojo salir de una persona, así que agarré al niño, recogí los cuatro deditos del suelo y salí corriendo al hospital de los negros porque no sabía dónde quedaba el de los blancos. Cuando llegué a la puerta, un hombre de color me detuvo y me preguntó: "¿Ese niño es blanco?".»
Las teclas de la máquina tamborilean como el granizo en un tejado. Aibileen lee cada vez más deprisa y ya no le presto atención a las faltas que cometo. Sólo le pido que se pare para permitirme cambiar de página. Cada ocho segundos, paso el carro a toda velocidad.
—«Yo le contesté: "Sí,
señó";
y me preguntó: "¿Eso que llevas ahí son sus deditos blancos?". Yo le dije: "Sí,
señó",
y él me aconsejó: "Más te vale que les digas que es un primo mulatillo que tienes, porque ningún médico de
coló
va a
operá
a un niño blanco en un hospital de negros". Entonces llegó un policía blanco, me agarró y me dijo: "¡Vamos a ver...!".»
Se detiene y me mira. El tamborileo de las teclas se detiene.
—¿Qué? El policía dijo: «¡Vamos a ver!», y ¿qué pasó después?
—No tengo más. Ahí lo dejé porque tenía que
tomá
el autobús
pa
ir a
trabajá.
Salto de línea y la máquina de escribir tintinea. Aibileen y yo nos miramos a los ojos. Creo que esto va a funcionar.
Una noche sí y otra no durante las siguientes dos semanas, le digo a Madre que salgo a colaborar en el comedor para indigentes de la Iglesia Presbiteriana de Cantón, donde, por suerte, no conocemos a nadie. Por supuesto, ella preferiría que fuera a la Primera Iglesia Presbiteriana, pero no es de las que discute sobre las obras de caridad cristiana, así que asiente con un gesto de aprobación y, en un aparte, me dice que me lave las manos a conciencia con jabón cuando termine.
Hora tras hora, en la cocina de Aibileen, ella me lee sus textos y yo tecleo. Las historias se van haciendo interesantes y los bebés se convierten en el centro de atención. Al principio me molestaba que Aibileen se encargara de casi toda la escritura, dejándome a mí el trabajo de edición. Pero si a Miss Stein le gusta, yo redactaré las historias de las otras criadas y eso será trabajo más que suficiente. «Si le gusta...», repito una y otra vez para mis adentros, con la esperanza de que así sea.
Aibileen escribe de una forma muy directa y honesta. Se lo digo.
—Bueno, tenga en cuenta
pa
quién he
estao
escribiendo hasta ahora —dice con una risita—. No se
pué engañá
a Dios.
Antes de que yo hubiera nacido, ella ya había pasado un tiempo recogiendo algodón en Longleaf, la plantación de mi familia. En una ocasión, comienza a hablar de Constantine sin que se lo haya pedido.
—¡Cristo! ¡Mira que cantaba bien Constantine! Como un auténtico ángel, ahí
plantá,
enfrente del altar. Con esa voz sedosa que tenía nos ponía a
tos
la carne de gallina. Cuando dejó de
cantá,
después de
tené
que
entregá
su hija a... —se detiene, me mira y añade—: Bueno, a lo que íbamos.
Me digo que es mejor no presionarla. Me gustaría poder escuchar todo lo que sabe sobre Constantine, pero prefiero esperar a que terminemos las entrevistas. No quiero que nada se interponga entre nosotras dos ahora.
—¿Minny todavía no te ha dicho nada? —pregunto, y añado, casi como recitando un salmo—: A ver si acepta. Me gustaría tener preparadas cuanto antes las preguntas de la siguiente entrevista.
Aibileen mueve la cabeza y dice:
—Se lo he
pedío
tres veces y las tres me ha dicho que no piensa hacerlo. Puede que ya sea hora de que la creamos.
Intento no manifestar mi preocupación.
—¿Podrías pedírselo a otras criadas? Mira a ver si les interesa...
Estoy segura de que Aibileen tendrá más suerte que yo en el intento de convencerlas.
Aibileen asiente.
—Conozco a algunas a las que podría
preguntá.
¿Cuánto tardará esa
mujé
en decirle si le gusta?
—No lo sé —respondo, encogiéndome de hombros—. Si se lo enviamos la semana que viene, puede que tengamos noticias de ella para mediados de febrero. Pero no te lo puedo asegurar.
Aibileen hace una mueca con los labios y baja la mirada a sus papeles. Entonces me doy cuenta de algo que no había visto antes en ella: ilusión, un ligero destello de emoción. He estado tan concentrada en mis cosas que no se me había ocurrido que Aibileen pudiera estar tan ilusionada como yo ante el hecho de que una editora de Nueva York vaya a leer su historia. Sonrío e inspiro profundamente, sintiendo crecer mis esperanzas.
En nuestra quinta sesión, Aibileen pasa a toda prisa por el día de la muerte de Treelore. Me lee cómo un capataz blanco depositó el cuerpo destrozado de su hijo en la trasera de la camioneta «y después lo dejaron en el hospital de negros. Eso me dijo la enfermera que atendía en la recepción. Los blancos sacaron su cuerpo rodando de la camioneta y se marcharon».
Aibileen no llora, sólo deja que pasen unos momentos mientras yo contemplo la máquina de escribir y ella, las baldosas renegridas.
En la sexta sesión, Aibileen me dice:
—Empecé a
serví
en casa de Miss Leefolt en 1960, cuando Mae Mobley apenas tenía dos semanas.
Siento que acabo de atravesar una tupida barrera de confianza. Me describe cómo construyeron el retrete en el garaje y admite que está contenta de poder hacer sus necesidades allí. Por lo menos es mejor que tener que aguantar las quejas de Hilly por verse obligada a compartir el váter con la criada. Me cuenta que una vez yo comenté que la gente de color iba mucho a misa y que esto se le quedó grabado. Me avergüenzo, preguntándome qué más cosas habré dicho sin sospechar que las sirvientas escuchan y están atentas a lo que decimos.
Una noche, me comenta:
—Estaba pensando... —pero se detiene.
Levanto los ojos de la máquina de escribir y espero. Es evidente que necesita un tiempo para decidirse a hablar.
—He
estao
pensando que tendría que
leé
más. Me ayudaría a
escribí mejó.
—Puedes ir a la Biblioteca de State Street. Tienen una sala dedicada a escritores sureños: Faulkner, Eudora Welty...
Me interrumpe con una tos seca:
—¿Sabe que a las personas de
coló
no nos dejan
entrá
en la biblioteca?
Me quedo sin habla durante unos segundos, sintiéndome estúpida.
—No sé cómo he podido olvidarlo.
La biblioteca de los negros debe de ser muy mala. Hace unos años hubo una sentada ante la biblioteca blanca que salió en los periódicos. Cuando la gente de color llegó para manifestarse, la policía se limitó a retirarse y soltar a los perros. Contemplo a Aibileen y, de nuevo, soy consciente del riesgo que corre al hablar conmigo.
—Estaré encantada de sacar libros para ti —me ofrezco.
Sale corriendo a su dormitorio y vuelve con una lista.
—Creo que
mejó
le marcaré los que me interesan más. Llevo tres meses en la lista de espera
pa sacá Matar a un ruiseñor
en la biblioteca Carver. Vamos a ver...
Contemplo cómo hace unas marcas junto a algunos títulos:
Almas del pueblo negro
de W. E. B. Du Bois, poesías de Emily Dickinson (cualquier volumen),
Las aventuras de Huckleberry Finn...
—Me leí algunos en la escuela, pero no conseguí terminarlos.
Sigue marcando libros, parándose a pensar cuál es el siguiente que quiere.
—¿Quieres un libro de... Sigmund Freud?
—¡Ay, los locos! —asiente—. Me encanta leer cómo funciona su cabeza. ¿Alguna vez ha
soñao
que se cae en un lago? Dicen que significa que sueñas tu propio nacimiento. Miss Frances,
pa
quien trabajé en 1957, tenía
tos
sus libros.
Cuando llega a la docena de títulos, tengo que preguntarle algo:
—Aibileen, ¿cuánto tiempo llevabas esperando para pedirme que te consiguiera estos libros?
—Bastante —se encoge de hombros—. Supongo que me daba miedo decírselo.
—¿Pensabas... que te iba a decir que no?
—Son leyes de blancos. No sé cuáles sigue
usté
y cuáles no.
Nos miramos a los ojos unos momentos.
—Estoy cansada de reglas —confieso.
Aibileen se ríe y mira por la ventana. Soy consciente de lo vana que debe de resultar para ella esta afirmación.
Me paso cuatro días seguidos delante de la máquina de escribir en mi dormitorio. Veinte páginas, llenas de tachones y círculos rojos con correcciones, se convierten en treinta y una en papel de primera calidad marca Strathmore. Escribo una pequeña biografía de Sarah Ross, el seudónimo elegido por Aibileen en homenaje a su profesora de sexto que murió hace ya años, en la que menciono su edad y a qué se dedicaban sus padres. A continuación, incluyo las historias de Aibileen tal como ella misma las escribió, con su estilo sencillo y directo.
El tercer día, Madre me llama desde las escaleras para preguntar qué demonios estoy haciendo todo el día encerrada en mi cuarto. Sin levantarme, le grito: «¡Escribiendo unas notas para mi estudio de la Biblia! ¡Estoy anotando todas las cosas que me gustan en Jesucristo!». Después de la cena, en la cocina, escucho cómo le comenta a Padre que «esta chica anda metida en algo». Deambulo por la casa con mi Biblia baptista de color blanco bajo el brazo, para hacerlo todo más creíble.
Leo y releo, y luego le llevo las páginas a Aibileen por la noche para que haga lo mismo. Sonríe y asiente en las partes agradables en las que a todo el mundo le suceden cosas buenas, pero en las malas se quita las gafas de leer y dice:
—Ya sé que yo lo escribí, pero ¿de
verdá
quiere
poné
esto de...?
—Sí, quiero.
Me sorprende lo profundas que son estas historias de frigoríficos para negros en la casa del gobernador, de mujeres blancas poniéndose como un basilisco porque las servilletas están mal dobladas, de bebés blancos que llaman «mamá» a Aibileen...
A las tres de la madrugada del último jueves de enero, con sólo dos marcas blancas de corrector en lo que ahora son veintisiete páginas, introduzco el manuscrito en un sobre amarillo. Ayer puse una conferencia con la oficina de Miss Stein. Su secretaria, Ruth, me dijo que estaba reunida y tomó nota de mi mensaje: la primera entrevista estaba en el correo. Hoy, Miss Stein no me ha devuelto la llamada.
Sujeto el sobre contra el pecho y casi lloro de agotamiento. Al día siguiente, lo entrego en la oficina postal de Cantón, regreso a casa y me tumbo en mi vieja cama de hierro, pensando en qué pasara... si le gustará; si Elizabeth o Hilly descubrirán lo que estamos haciendo; si despedirán a Aibileen o la meterán en la cárcel... Me siento atrapada en una enorme espiral. ¡Dios! ¿Le pegarían, como hicieron con el pobre muchacho que se coló en un servicio para blancos? ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué la hago correr estos riesgos?
Me quedo dormida y tengo pesadillas durante las siguientes quince horas.
Es la una y cuarto, y estoy sentada con Hilly y Elizabeth en el comedor de la casa de esta última, esperando a que aparezca Lou Anne. No he comido nada en todo el día, excepto la infusión contra el lesbianismo que me da Madre, y siento náuseas y nerviosismo. Meneo el pie debajo de la mesa. Llevo así diez días, desde que envié las historias de Aibileen a Elaine Stein. Un día llamé a su oficina y Ruth me dijo que hacía cuatro días que se las había pasado, pero todavía no he recibido noticias de ella.