—Llevábamos saliendo desde los quince años. Ya sabes cómo se siente uno cuando lleva tanto tiempo unido a una persona.
—La verdad es que no lo sé. —Desconozco por qué admito esto, quizá porque no tengo nada que perder—. Nunca he salido con nadie.
Levanta la vista y me mira, esbozando una sonrisa.
—¡Eso es lo que me gustó de ti!
Me armo de coraje, recordando el olor a fertilizante y el tractor:
—¿El qué?
—Nunca había conocido a nadie que dijera lo que piensa de una forma tan directa como tú. Y mucho menos, a una mujer.
—Pues puedes creerme, tengo muchas cosas más que decir.
Suspira y añade:
—Aquel día, cuando estábamos en la camioneta... Quiero que sepas que yo no soy así, no soy tan cabrón.
Aparto la vista, cohibida. Sus palabras están empezando a afectarme. Me hace sentir que soy diferente al resto de la gente, pero no porque sea rara o larguirucha, sino de un modo positivo.
—He venido para ver si te gustaría cenar conmigo en el centro. Podríamos hablar —dice, levantándose—. No sé, esta vez incluso podríamos escucharnos un poco.
Me quedo de pie, sorprendida. Sus ojos azules y claros están fijos en mí, como si mi respuesta realmente significara algo para él. Tomo aire, a punto de decirle que sí (a ver, ¿por qué lo iba a rechazar?), mientras él se muerde el labio superior esperando.
Pero de repente recuerdo cómo me trató aquella noche: como si yo no valiera nada. Cómo se emborrachó como una cuba y el asco que le daba tener que cargar conmigo. Pienso en cuando me dijo que olía a abono. Me costó tres meses dejar de darle vueltas a ese comentario.
—No —le espeto—. Gracias, pero no podría imaginarme un plan peor.
Mueve la cabeza, baja los ojos y empieza a descender por las escaleras del porche.
—Lo siento —dice mientras abre la portezuela del coche—. Es lo que quería decirte, y ya lo he dicho.
Me quedo en el porche, escuchando los sonidos apagados del atardecer: la gravilla bajo los pies de Stuart, los perros moviéndose en las primeras sombras de la noche... Durante un segundo, me acuerdo de Charles Gray, el único beso de mi vida, y de cómo me aparté de él, segura de que ese beso no iba dirigido a mí.
Se monta en el coche y cierra la puerta. Apoya el brazo en la ventanilla, asomando el codo por fuera. Sigue con la mirada clavada en el suelo.
—¡Espera un segundo! —le grito—. Voy a ponerme un jersey.
A las chicas que nunca tenemos citas, nadie nos dice que a veces los recuerdos pueden ser incluso mejores que lo que sucedió en realidad. Madre sube a mi habitación y me contempla en la cama, pero yo me hago la dormida. Prefiero seguir acordándome durante un rato de lo que pasó ayer.
Anoche fuimos al Robert E. Lee a cenar. Me puse a toda prisa un jersey azul y una falda ajustada blanca. Incluso le dejé a Madre que me peinara, intentando no escuchar sus nerviosas y complicadas instrucciones:
—Sobre todo, no dejes de sonreír. A los hombres no les gustan las chicas que están todo el día con cara de mala uva. Y no te sientes como una india, cruza siempre...
—Espera, a ver si me la sé: ¿las piernas o los tobillos?
—¡Los tobillos! ¿Ya te has olvidado de las clases de protocolo de Miss Rheimer? Tienes que mentirle y decirle que vas a misa todos los domingos. Y, hagas lo que hagas, no mastiques el hielo de tu bebida en la mesa, da mala impresión. ¡Ah! Y si la conversación empieza a decaer, háblale de nuestro primo segundo, el que es concejal en Kosciusko...
Mientras peinaba y alisaba, peinaba y alisaba, Madre no paraba de preguntarme cómo lo había conocido y qué había pasado en nuestra última cita, pero me las arreglé para escabullirme y salir pitando escaleras abajo, agitada por mi propio nerviosismo y excitación. Cuando llegamos al hotel, nos sentamos y nos pusimos las servilletas, el camarero nos dijo que estaban a punto de cerrar y que sólo podían servirnos un postre.
Stuart se quedó callado y, al cabo de un rato, me preguntó:
—¿Qué... qué te gustaría hacer, Skeeter?
Me alarmé, esperando que no estuviera tentado de emborracharse otra vez.
—Tomar una coca-cola, con mucho hielo.
—No —sonrió—, me refiero a... en la vida. ¿Qué te gustaría hacer en la vida?
Aspiro profundamente, consciente de lo que Madre me aconsejaría contestar: tener unos hijos sanos y fuertes, un marido del que ocuparme, modernos electrodomésticos para cocinar sabrosos y saludables platos...
—Quiero ser escritora. Periodista, o puede que novelista. O tal vez las dos cosas.
Alzó la barbilla y me miró directamente a los ojos.
—Me gusta —dijo sin apartar la vista de mí—. He estado pensando mucho en ti. Eres inteligente, guapa y... —tras una sonrisa, añadió—: alta.
¿Guapa?
Tomamos unos suflés de fresa y una copa de Chablis cada uno. Me habló sobre cómo reconocer si hay petróleo bajo un campo de algodón y yo le conté que la recepcionista y yo éramos las únicas mujeres que trabajábamos en el periódico.
—Espero que escribas pronto algo bueno, algo en lo que creas de verdad.
—Gracias... Yo también lo deseo.
No le cuento nada sobre Aibileen o Miss Stein.
Nunca había tenido la oportunidad de contemplar el rostro de un hombre tan de cerca. Noté que su piel era más gruesa y un poco más tostada que la mía. Los duros pelos de su mejilla y su barbilla parecían estar creciendo ante mis ojos. Olía a almidón, a pino. Su nariz tampoco era tan afilada como me pareció en la primera cita.
El camarero bostezaba en un rincón, pero lo ignoramos y nos quedamos un rato más charlando. De repente, mientras deseaba haberme lavado el pelo esa mañana en lugar de haberme dado sólo un baño y mientras daba gracias por haberme lavado por lo menos los dientes, de golpe y sin avisar me besó. En medio del restaurante del hotel Robert E. Lee me besó lentamente, con la boca abierta, y todas las partes de mi cuerpo, la piel, la clavícula, la parte de atrás de las rodillas... todo en mi interior se llenó de luz.
Una tarde de lunes, unas semanas después de mi cita con Stuart, me paso por la biblioteca antes de acudir a la reunión de la Liga de Damas. El lugar huele a colegio: rutina, pegamento, vómitos limpiados con lejía... He venido a sacar más libros para Aibileen y a comprobar si hay algo escrito sobre el servicio doméstico.
—¡Anda! ¡Mira a quién tenemos aquí! ¡Skeeter!
¡Jesús! Es Susie Pernell, esa a la que votaron como la más parlanchina del instituto.
—Hola, Susie. ¿Qué te trae por aquí?
—Trabajo aquí para el comité de la Liga de Damas, ¿te acuerdas? Deberías acompañarme, Skeeter. ¡Es superdivertido! Puedes leerte las últimas revistas, archivar cosas e incluso decorar las tarjetas de la biblioteca.
Susie posa junto a una enorme máquina marrón como si fuera una azafata de
El precio justo.
—¡Vaya! ¡Qué interesante!
—Bueno, ¿qué quieres que te ayude a encontrar, amiga? Tenemos novelas de asesinatos, de misterio, de amor... libros sobre maquillaje, sobre peinados. —Hace una pequeña pausa, me dedica una sonrisa estúpida y añade—: Sobre jardines, decoración...
—Sólo estoy echando un vistazo, gracias.
Me escabullo. Prefiero arreglármelas yo sola entre las estanterías. De ningún modo pienso decirle lo que estoy buscando. Me puedo imaginar lo poco que tardaría en ponerse a chismorrear sobre mí en las reuniones de la Liga: «Ya sabía yo que había algo extraño en esa Skeeter Phelan. Fíjate, la pillé sacando material de lectura para negros...».
Busco en los catálogos y repaso las estanterías, pero no encuentro nada sobre trabajadoras domésticas. En la sección de no ficción, doy con el único ejemplar que tienen de
Frederick Douglass, un esclavo americano.
Lo tomo, contenta de poder llevárselo a Aibileen, pero cuando lo abro veo que hay páginas arrancadas y que alguien ha escrito «LIBRO DE NEGROS» con un rotulador morado. Más que las palabras, me sorprende la caligrafía, que parece de un niño de colegio. Miro a mi alrededor y deslizo el libro dentro de mi mochila. Considero que ahí está mejor que en la estantería.
En el piso de abajo, en la sala de Historia de Misisipi, busco algo que se asemeje, aunque sea remotamente, a las relaciones raciales. Sólo encuentro libros sobre la Guerra de Secesión, mapas y antiguas guías telefónicas. Me pongo de puntillas para ver lo que hay en las estanterías superiores y entonces descubro un librito apartado, justo encima del
Recuento de crecidas en el valle del río Misisipi.
Una persona de estatura normal nunca lo habría encontrado. Lo bajo para observar la cubierta. Es un librito muy delgado, impreso en papel cebolla, arrugado y sujeto con grapas. En la portada se puede leer:
Compilación de leyes Jim Crow
[7]
para los estados del Sur.
Paso la primera página, que cruje.
El librito es una lista de leyes que establecen lo que las personas de color pueden y no pueden hacer en varios estados del Sur. Leo la primera página, sorprendida de encontrarme con algo como esto aquí. Las leyes no son amenazantes ni amistosas, simplemente describen la realidad:
- Nadie puede pedir a una mujer blanca que amamante a su hijo en salas o habitaciones en las que se encuentre un negro.
- Una persona blanca sólo puede contraer matrimonio con alguien de su misma raza. Cualquier unión conyugal que viole esta prerrogativa será considerada nula.
- Ningún peluquero de color puede cortar el pelo a mujeres o niñas blancas.
- El oficial al cargo no puede dar sepultura a una persona de color en terrenos que han servido de enterramiento a personas blancas.
- Las escuelas para negros y para blancos no pueden intercambiar libros. La raza que primero usó unos libros, deberá seguir usándolos.
Me leo cuatro de las veinticinco páginas, anonadada al descubrir cuántas leyes existen para separarnos. Los blancos y los negros no podemos compartir agua de las fuentes, ni cines, lavabos públicos, campos de béisbol, cabinas telefónicas ni espectáculos circenses. Las personas de color no pueden acudir a la misma farmacia ni comprar sellos en la misma ventanilla que yo. Pienso en Constantine, en aquella vez en que mi familia la llevó a Memphis y la autopista se inundó por la lluvia, pero tuvimos que seguir porque sabíamos que no la aceptarían en ningún hotel. Recuerdo que en el coche nadie comentó nada. Todos conocemos estas normas; vivimos aquí, pero nunca hablamos de ellas. Esta es la primera vez que las veo por escrito.
Comedores, ferias públicas, mesas de billar, hospitales... Al llegar a la número cuarenta y siete, tengo que leerla dos veces porque me parece increíble:
- Los ayuntamientos deben tener un espacio separado para atender a las personas ciegas de raza negra.
Tras varios minutos, pienso que es mejor que deje de leer. Me dispongo a devolver el librito a la estantería, diciéndome que es una pérdida de tiempo porque no estoy escribiendo sobre legislación sureña. Pero entonces me doy cuenta, como si se hubiera encendido una bombilla en mi cabeza, de que no hay ninguna diferencia entre estas leyes y la iniciativa de Hilly de construir un retrete para Aibileen en el garaje, excepto el protocolo y las firmas de los políticos en la capital del Estado que conllevan las primeras.
En la contraportada veo un sello que dice: «Propiedad de la Biblioteca del Juzgado de Misisipi». Este librito ha llegado al edificio equivocado. Anoto mi revelación en un trozo de papel y lo meto dentro del libro: «Las leyes Jim Crow y la iniciativa de los retretes de Hilly; ¿cuál es la diferencia?». Después, lo deslizo dentro de mi mochila mientras, en el otro lado de la estancia, Susie ronca en el mostrador.
Me dirijo a la puerta. Tengo una reunión de la Liga de Damas en treinta minutos. Le dirijo a Susie una nueva sonrisa mientras ella cuchichea al teléfono. Los libros que me llevo en la mochila parece que queman.
—Skeeter —me interpela Susie desde el mostrador, con los ojos abiertos como platos—, ¿es cierto eso que he oído de que has estado saliendo con Stuart Whitworth?
Pone demasiado énfasis en la palabra «saliendo» como para que le siga sonriendo. Hago como que no la he oído y salgo al calor de la calle. Es la primera vez que robo algo en mi vida, pero me alegro de que haya sido con Susie vigilando.
Mis amigas y yo nos sentimos a gusto en lugares completamente diferentes: Elizabeth, encorvada sobre su máquina de coser intentando que su vida parezca perfecta, de catálogo; yo, en mi máquina de escribir redactando las cosas que nunca me atrevo a defender en voz alta; Hilly por su parte, subida en un estrado diciéndole a sesenta y cinco mujeres que tres latas por cabeza no son suficientes para alimentar a todos esos PNHA, o sea, Pobres Niños Hambrientos de África. Por el contrario, Mary Joline Walker considera que con tres por cabeza basta.
—Además, ¿no resulta un poco caro mandar todas esas latas hasta Etiopía, en la otra punta del mundo? —pregunta Mary Joline—. ¿No sería más práctico enviarles un cheque?
La reunión todavía no ha comenzado oficialmente, pero Hilly ya está subida en el estrado. Se puede adivinar el frenesí en sus ojos. Esta no es una sesión normal, sino una especial convocada por Hilly, ya que en junio no habrá reuniones porque muchas mujeres estarán fuera disfrutando de sus vacaciones. Además, en julio Hilly se va tres semanas a la playa, como todos los años, y no confía en que el resto de la ciudad pueda funcionar en su ausencia.
Hilly, con gesto de incredulidad, dice:
—No se puede dar dinero a la gente de esas tribus, Mary Joline. No tienen un supermercado Jitney en el desierto de Ogaden. Además, ¿cómo íbamos a saber que lo utilizan para alimentar a sus hijos? Seguramente, se gastarían nuestro dinero en ir a la choza del brujo del pueblo y hacerse tatuajes satánicos.
—De acuerdo —admite Mary Joline temblorosa, con el rostro impasible y cara de haber recibido un lavado de cerebro—. Supongo que tú entiendes más de esto.
Éste es el efecto de desánimo que Hilly ejerce sobre la gente, el que la ha convertido en una triunfal presidenta de la Liga de Damas.
Atravieso la atestada sala de reuniones sintiendo el calor de las miradas dirigidas a mí, como si tuviera un foco iluminándome la cabeza. La estancia está llena de mujeres de mi edad devorando tartas, bebiendo refrescos bajos en calorías y fumando pitillos. Algunas cuchichean con sus compañeras al verme pasar.