Criadas y señoras (30 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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Analizo su rostro. ¿No me acaba de pedir hace un par de horas que fuéramos con nuestras parejas a ver esa película mañana por la noche? Lentamente, me retiro hacia el final de la mesa del comedor, temiendo que vaya a saltar sobre mí si me muevo demasiado rápido. Hilly saca un tenedor de plata del armario y pasa el dedo índice por los dientes.

—Sí... he oído que Spencer Tracy está genial —digo.

Fingiendo indiferencia, rebusco entre los papeles de mi mochila. Las notas de Aibileen y Minny están bien metidas en el bolsillo lateral, con la solapa cerrada y el botón abrochado. Pero la iniciativa del retrete de Hilly está arriba, con la frase que escribí: «Las leyes Jim Crow y la iniciativa de los retretes de Hilly, ¿cuál es la diferencia?». También están las notas para el boletín que Hilly ya ha ojeado. Pero el librito con las leyes no está. Escarbo en el interior de la mochila, pero sigue sin aparecer.

Hilly inclina la cabeza y me mira con ojos de enfado.

—¿Sabes? Me he estado acordando de cómo el padre de Stuart apoyó al gobernador Ross Barnett cuando se enfrentaron a ese chico de color que quería entrar en la Universidad de Misisipi. Se llevan muy bien, el senador Whitworth y el gobernador Barnett.

Abro la boca para decir algo, cualquier cosa, pero de repente el pequeño William Jr. aparece en la sala.

—¡Vaya, aquí estás! —Hilly lo sube en brazos y le besa en el cuello—. ¡Mi corazoncito! ¡Qué guapo eres!

William me mira y grita.

—Bueno, que disfrutéis de la película —le digo, dirigiéndome a la puerta.

—Gracias —responde ella.

Bajo las escaleras. Desde la entrada, Hilly me saluda y agita la mano del pequeño William en un gesto de despedida. Antes de que me dé tiempo a llegar al coche, cierra de un portazo.

Aibileen

Capítulo 14

Me he visto en bastantes situaciones tensas en mi vida, pero ninguna como la de tener a Minny en una punta de la sala de estar de mi casa y a Miss Skeeter en la otra, discutiendo sobre qué se siente al ser negra y tener que servir a las blancas. ¡Ay, Señor! Es un milagro que no hayan acabado a tortas.

Algunos días, nos hemos quedado muy cerquita de terminar mal. Por ejemplo, la pasada semana, cuando Miss Skeeter me enseñó el papel en el que Miss Hilly exponía las razones por las que considera que la gente de color debe tener su propio retrete separado de los blancos.


Parese
un panfleto del Ku Klux Klan —le dije a Miss Skeeter.

Estábamos en la salita de mi casa. Las noches ya habían empezado a ser calurosas. Minny había ido a la cocina para quedarse un rato delante de la nevera abierta. La pobre no para de sudar ni en enero.

—Hilly quiere que lo incluya en el boletín de la Liga de Damas —me contó Miss Skeeter, moviendo la cabeza disgustada—. Lo siento, quizá no debería habértelo enseñado, pero es que no sé a quién más contárselo.

Un minuto después, Minny regresó. Hice un gesto a Miss Skeeter para que ocultara el papel en su cuaderno. Minny no parecía haberse refrescado mucho. De hecho, parecía más acalorada que nunca.

—Minny, ¿alguna vez hablas con tu marido sobre los derechos civiles? —le preguntó Miss Skeeter—. Cuando regresa del trabajo, por ejemplo...

Minny tenía un gran moratón en el brazo porque Leroy, cuando vuelve del trabajo, a lo que se dedica es a zurrarla.


Pos
no —es todo lo que contestó Minny.

A mi amiga no le gusta que nadie meta las narices en su vida privada.

—¿En serio? ¿Nunca te habla de lo que opina sobre la segregación y las protestas? Seguro que sus jefes en el traba...

—Oiga, señorita, deje a Leroy tranquilo —cortó Minny, y cruzó los brazos para que no se le viera el morado.

Le di una patadita a Skeeter, pero la mujer tenía esa mirada que se le pone cuando tiene algo metido entre ceja y ceja.

—Aibileen, ¿no te parece que sería interesante mostrar la perspectiva de los maridos? Quizá Minny podría...

Minny se levantó tan bruscamente que la bombilla de la habitación se balanceó.


S'acabao,
lo dejo. Estáis entrando en mi vida
privá.
Además, ¡me importa un carajo que los blancos sepan cómo me siento!

—Está bien, Minny, perdona —dijo Miss Skeeter—. No hablaremos más de tu familia.

—¡He dicho que no! He
cambiao
de idea. Búscaos a otra que os cuente sus películas.

Esto ya nos había pasado antes, pero esta vez Minny agarró su cuaderno y su abanico de la funeraria y dijo:

—Lo siento, Aib, pero no puedo
seguí
con esto.

En ese momento tuve una sensación de pánico. Se iba a marchar de verdad. ¡No podía ser! Minny era la única sirvienta, quitándome a mí, que había aceptado colaborar con nosotras.

Entonces me levanté, saqué el papel de Hilly del cuaderno de Skeeter y se lo puse delante de las narices a Minny, que lo miró y preguntó:

—¿Qué demonios es esto?

Puse cara de tonta y me encogí de hombros. Era mejor no presionarla para que lo leyera, porque entonces no lo haría.

Minny agarró el papel y empezó a ojearlo. Al instante, pude ver sus dientes asomando entre los labios, pero no precisamente porque estuviera sonriendo. Después, dirigió una mirada larga y asesina a Miss Skeeter, como si se la fuera a comer, y dijo:

—Bueno, igual me quedo, pero dejemos en paz mis asuntos personales,
¿entendío,
blanquita?

Miss Skeeter asintió en silencio. Ya ha aprendido cómo funcionan las cosas con Minny.

Unos días más tarde, estoy preparando una ensalada de huevo para el almuerzo de Chiquitina y Miss Leefolt. Decoro el plato con pepinillos en vinagre. Miss Leefolt está sentada a la mesa de la cocina con Mae Mobley, contándole que para octubre el nuevo bebé estará aquí, que espera no perderse el partido inaugural de la liga de la Universidad de Misisipi por estar en el hospital, que va a tener una hermanita o un hermanito y que tienen que elegir un nombre para ponerle. Es agradable verlas hablando juntas. Miss Leefolt se ha pasado media mañana al teléfono, cuchicheando con Miss Hilly sobre algo serio y sin prestarle atención a Chiquitina. Además, cuando tenga el nuevo bebé, Mae Mobley no va a recibir demasiado cariño de su madre.

Después de comer, saco a Chiquitina al jardín y lleno de agua su piscina de plástico verde. Hace un calor espantoso, estamos a treinta y cinco grados en la calle. Misisipi tiene el clima más inestable del país. En febrero podemos estar a diez bajo cero, deseando que llegue la primavera cuanto antes, y de un día para otro la temperatura cambia y ya no baja de los treinta grados durante los siguientes nueve meses.

El sol calienta hoy de lo lindo. Mae Mobley se sienta en medio de la piscina con sólo la braguita del bañador, porque lo primero que hace en cuanto se lo pongo es quitarse la parte de arriba. Miss Leefolt sale al jardín y dice:

—¡Vaya, cómo os estáis divirtiendo! Estoy pensando en llamar a Hilly para que traiga a Heather y al pequeño Will.

Antes de que me dé cuenta, los tres niños están jugando en la piscina; chapotean y se lo pasan en grande.

Heather, la hija de Miss Hilly, es muy mona. Es seis meses mayor que Mae Mobley. Chiquitina la adora. Heather tiene unos rizos oscuros y brillantes, es pecosa y muy habladora. Parece una copia en pequeño de Miss Hilly, aunque en el cuerpo de una niña queda mejor. William Júnior tiene dos años. Es rubito y no abre la boca, sólo camina balanceándose como un patito mientras persigue a las niñas entre los altos juncos que bordean el jardín, alrededor del columpio, que falla de un lado y me da unos sustos de muerte si lo empujas muy fuerte, y también por la piscinita.

Una cosa buena que tengo que decir sobre Miss Hilly es que adora a sus hijos. Cada cinco minutos le da un beso al pequeño Will en la cabecita y le pregunta a Heather si se lo está pasando bien, o le pide que venga a darle un abrazo a su mamita. Constantemente le dice que es la niña más guapa del mundo. Y se nota que Heather también quiere a su madre. La mira como si se tratara de la Estatua de la Libertad. Cuando veo este tipo de amor de hijo, siempre siento deseos de llorar, incluso cuando está dirigido a Miss Hilly, porque me recuerda lo mucho que me quería mi Treelore. Disfruto al ver que un niño adora a su mamá.

Los mayores nos sentamos a la sombra del magnolio mientras los críos juegan. Como mandan los cánones, aparto mi silla a una prudente distancia de las damas. Ellas han extendido unas toallas en las tumbonas de hierro negras, que siempre se calientan demasiado. Yo prefiero sentarme en la silla plegable de plástico, pues así tengo las piernas más fresquitas.

Vigilo a Mae Mobley, que ha desnudado a su muñeca Barbie y le está dando un baño, lanzándola desde el borde de la piscina. Pero, al mismo tiempo, no les quito ojo a las señoras. Me he dado cuenta de que Miss Hilly habla con mucha dulzura con Heather y William, pero cuando se vuelve hacia Miss Leefolt pone cara de perro.

—Aibileen, ¿podrías traerme un poco más de té helado? —me pide Miss Hilly.

Voy al frigorífico a por la jarra. Cuando regreso, puedo oír que Miss Hilly dice mientras me acerco:

—¿Ves? ¡Es que no puedo entenderlo! Nadie querría sentarse en un retrete compartido con esa gente.

—Es lógico —contesta Miss Leefolt, pero se calla cuando me pongo a llenar sus vasos.

—Muchas gracias —dice Miss Hilly, y luego me observa perpleja e inquiere—: Te gusta tener tu propio lavabo, ¿verdad, Aibileen?

—Sí, señora.

Sigue con ese tema dale que dale, aunque el retrete lleva ahí más de seis meses.

—Iguales pero separados —le dice Miss Hilly a Miss Leefolt—. Eso es lo que defiende el gobernador Ross Barnett. ¡Y al gobierno no se le discute!

Miss Leefolt se da una palmada en el muslo como si acabara de tener la mejor ocurrencia para cambiar de tema. Estoy de acuerdo con ella, mejor que hablen de otros asuntos.

—¿Te he contado lo que dijo Raleigh el otro día?

Pero Miss Hilly sacude la cabeza y me pregunta:

—Aibileen, ¿verdad que no te gustaría ir a una escuela llena de blancos?

—No, señorita —respondo entre dientes.

Me levanto y le quito a Chiquitina la goma de la coleta. Las bolitas de plástico que tiene de decoración se le enredan en el cabello cuando lo tiene mojado. Aunque en realidad lo que quiero es tapar sus orejas con mis manos, para que no pueda escuchar esta conversación ni, lo que es peor, oír cómo asiento a lo que dice Miss Hilly.

Pero entonces, pienso: «¿Por qué? ¿Por qué tengo que asentir a lo que diga esta mujer? Si Mae Mobley va a escuchar algo, que por lo menos sea algo con sentido». Contengo la respiración y noto que se me acelera el corazón. Lo más correctamente que puedo, digo:

—A una escuela llena de blancos, no. Pero a una donde hubiera blancos y gente de
coló
juntos, no me importaría.

Miss Hilly y Miss Leefolt se quedan mirándome desconcertadas. Me giro para observar a los niños.

—Pero, Aibileen —insiste Miss Hilly con una sonrisa helada y la nariz arrugada—, los blancos y los negros somos tan... tan distintos...

Aprieto los labios. ¡Por supuesto que somos distintos! Todo el mundo sabe que los negros y los blancos no somos iguales. Pero seguimos siendo personas. ¡Leches! Pero si hasta dicen que Jesucristo tenía la piel oscura de tanto vivir en el desierto. Tengo que morderme la lengua para no hablar.

De todos modos, poco importa lo que yo piense. Miss Hilly ya ha cambiado de tema, pues mi opinión no cuenta para ella. Regresa a su charla en voz baja con Miss Leefolt. De repente, una enorme nube oculta el sol. Parece que vamos a tener tormenta.

—... el gobierno sabe lo que nos conviene, y si Skeeter piensa que va a salirse con la suya con esto de los negros...

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mírame! —grita Heather desde la piscina—. ¡Mira mis coletas!

—¡Ya te veo, ya! Además, William va a presentarse a las próximas...

—¡Mami! ¡Dame tu peine! ¡Quiero jugar a peluqueros!

—... no puedo tener a defensoras de negros en mi círculo de amistades...

—¡Mamiii! ¡Dame tu peine! ¡Tráemelo!

—Lo he leído. Lo encontré en su mochila y estoy decidida a hacer algo al respecto.

Después de decir esto, Miss Hilly se tranquiliza y busca el peine en el interior de su bolso. Un trueno retumba sobre Jackson y a lo lejos escuchamos la sirena que avisa de los tornados. Intento buscarle un sentido a lo que acaba de decir Miss Hilly: «Miss Skeeter. Su mochila. Lo he leído».

Saco a los niños de la piscina y los cubro con toallas. Los truenos se acercan resonando en el cielo.

Un minuto después del atardecer, me siento en la mesa de mi cocina dándole vueltas al lápiz en la mano. Tengo ante mí la copia de
Huckleberry Finn
de la biblioteca para blancos, pero no soy capaz de leer. Siento un sabor amargo y desagradable en la boca, como el de los posos del último sorbo de una taza de café. Necesito hablar con Miss Skeeter.

Sólo me he atrevido a llamar a su casa en dos ocasiones y porque no tenía más remedio: una para decirle que aceptaba participar en lo de las historias, y otra cuando Minny decidió unirse a nosotras. Sé que es arriesgado, pero me levanto y descuelgo el teléfono de pared. ¿Qué haré si responde su madre o su padre? Seguro que la criada hace ya horas que se marchó. ¿Cómo va a explicar Miss Skeeter que la telefonee una mujer de color?

Me siento otra vez. Miss Skeeter estuvo aquí hace tres días para escuchar a Minny. Parecía que todo iba bien, no como hace unas semanas, cuando la paró la policía. No mencionó a Miss Hilly en ningún momento.

Me quedo en la silla, enfurruñada, deseando que suene el teléfono. Me levanto para perseguir por el suelo a una cucaracha con mi zueco del trabajo en la mano. El insecto gana la carrera y se cuela debajo de la bolsa de ropa vieja que me dio Miss Hilly y que lleva en el mismo rincón desde hace meses.

Contemplo la bolsa y vuelvo a darle vueltas al lápiz. Tengo que hacer algo con ella. Estoy acostumbrada a que las señoras blancas me den ropa, y así llevo treinta años sin comprarme cosas nuevas. Siempre tardo un poco en acostumbrarme a ellas y sentir que son mías. Cuando Treelore era chiquitín y yo me ponía uno de esos viejos abrigos que me regalaban las mujeres para las que servía, mi hijo me miraba divertido, se apartaba de mí y decía que olía a blanca.

Pero esta bolsa es distinta. Aunque haya cosas que me valgan, no pienso ponérmelas ni regalárselas a mis amigas. Toda la ropa que hay en su interior, la falda-pantalón, la camisa con cuello de Peter Pan, la chaqueta rosa con una mancha de grasa y hasta los calcetines, todo, tiene bordadas las iniciales H.W.H. con hilo rojo y una preciosa letra cursiva. Sé que Yule May tenía que coser esas letras a todas sus prendas. Si las vistiera, sentiría que soy propiedad de Hilly W. Holbrook.

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