Chiquitina me mira. ¡Señor, es el cuento más penoso que he contado en mi vida! Ni tan siquiera tiene argumento. Pero Mae Mobley me sonríe y me dice:
—Cuéntamelo otra vez.
Y lo hago. Tras repetírselo en cuatro ocasiones, se duerme.
—La próxima vez te contaré uno
mejó,
Chiquitina —le susurro al oído.
—¿No tenemos más toallas, Aibileen? Ésta no está mal, pero esa otra no la podemos llevar, parece un harapo. Me moriría de vergüenza. Entonces llevaremos sólo ésta.
Miss Leefolt está excitadísima. Ni ella ni su marido pertenecen a ningún club deportivo, ni tan siquiera a la barata piscina de Broadmoore. Miss Hilly ha llamado esta mañana para ver si querían ir ella y Chiquitina a nadar al Club de Campo de Jackson, una invitación que Miss Leefolt sólo recibe muy de vez en cuando. Seguramente, yo he estado en ese club más veces que ella.
Allí no se usa dinero. Tienes que ser miembro y cargarlo todo a tu cuenta. Una cosa que sé de Miss Hilly es que no le gusta anotarse los gastos de nadie. Por eso siempre va al Club de Campo con otras damas que sean socias como ella.
No hemos vuelto a oír nada más sobre la mochila. Llevo cinco días sin ver a Miss Hilly, y Miss Skeeter tampoco la ve, lo cual no es buena señal. Se supone que son buenas amigas. Miss Skeeter me trajo anoche el primer capítulo de las historias de Minny. Miss Walter no sale muy bien parada y si Miss Hilly lo leyera, no sé qué nos podría pasar. Espero que Miss Skeeter no me esté ocultando algo por miedo.
Le pongo a Chiquitina su bikini amarillo.
—No te quites la parte de arriba. En el Club de Campo no dejan
nadá
a las niñas desnudas.
Tampoco a los negros, ni a los judíos. Lo sé porque trabajé para la familia Goldman. Los judíos de Jackson van a nadar al Club Colonial, y los negros, al lago.
Le doy un sándwich de mantequilla de cacahuete a Chiquitina y, entonces, suena el teléfono.
—Residencia de Miss Leefolt.
—Hola, Aibileen. Soy Skeeter, ¿está Elizabeth?
—Hola, Miss Skeeter... —contesto, y me dispongo a pasarle el auricular a Miss Leefolt, pero veo que me hace gestos con los brazos y la cabeza.
—¡No! Dile que no estoy —me ordena en voz baja.
—Esto... La señora ha
salío,
Miss Skeeter —digo, mirando a los ojos a Miss Leefolt mientras miento.
No lo entiendo. Miss Skeeter es socia del club, no pasa nada porque la inviten a ir con ellas.
A mediodía, las tres montamos en el Ford Fairlane azul de Miss Leefolt. En el asiento trasero, a mi lado, llevo una cesta con un termo lleno de zumo de manzana, galletitas saladas, cacahuetes y dos botellas de coca-cola, que se pondrán tan calientes en el camino que cuando las tomemos será como beber café. Está claro que Miss Leefolt sabe que Miss Hilly no nos va a dejar ir a pedir cosas a la cafetería. Dios sabe por qué nos habrá invitado.
Chiquitina está sentada sobre mis rodillas. Abro la ventanilla para que nos dé la cálida brisa. Miss Leefolt no para de atusarse el pelo. Es de esas personas que conducen a empellones y me empiezo a marear. Por lo menos podría mantener las dos manos sobre el volante.
Pasamos junto al supermercado de Ben Franklin y la heladería Seale-Lilly, esa que tiene una ventanilla en la parte de atrás para que los negros también podamos comprar cucuruchos. Me sudan las piernas con Chiquitina sentada encima. Al cabo de un rato, estamos en una larga carretera llena de baches, con pastos y vacas espantándose las moscas con el rabo a uno y otro lado. Contamos veintiséis vacas, pero May Mobley, después de llegar a nueve, repite todo el rato «¡Diez!», porque no conoce más números.
Un cuarto de hora más tarde, entramos en una pista asfaltada. El club es un edificio blanco rodeado de arbustos espinosos. No es tan bonito como la gente dice. Hay un montón de plazas libres junto a la entrada, pero Miss Leefolt se lo piensa un poco y aparca lejos del edificio.
Sujeto a Chiquitina de la mano y bajamos al asfalto, sintiendo el calor bajo nuestros pies. Llevo la cesta en una mano y a Mae Mobley en la otra. Recorro con dificultad el tórrido aparcamiento. Las líneas blancas le dan el aspecto de una parrilla gigante en la que nos asamos como mazorcas de maíz. Arrugo el rostro, quemado por el sol. Chiquitina se arrastra detrás de mí, alelada como si le acabaran de dar una bofetada. Miss Leefolt jadea y mira la entrada, todavía a veinte metros de distancia, seguro que preguntándose por qué habrá aparcado tan lejos. Me arde la raya del pelo y me pica, pero no puedo rascármela porque tengo las dos manos ocupadas. Por fin entramos en el paraíso oscuro y fresco del vestíbulo del club y se extingue la llama que nos asaba. Nos quedamos un rato parpadeando.
Miss Leefolt mira a su alrededor, cegada y tímida. Le señalo la puerta de la piscina y le digo:
—La piscina es por ahí, señora.
Me mira aliviada porque conozco el camino. Así no se ve obligada a preguntar como una recién llegada de clase baja.
Abrimos la puerta y el sol vuelve a cegarnos, pero esta vez resulta más agradable, más fresco. La piscina brilla con su color azul. Las sombrillas a rayas blancas y negras están limpias. Huele a jabón de lavandería. Se oyen risas y chapoteos de niños, y hay mujeres en bañador y con gafas de sol tumbadas alrededor del agua leyendo revistas.
Miss Leefolt hace visera con la mano y busca a Miss Hilly. Lleva una pamela blanca, un vestido blanco de lunares negros y unas anticuadas sandalias de hebilla un número grandes. Está molesta porque se siente fuera de lugar, pero sonríe para que nadie se dé cuenta.
—¡Ahí está!
Seguimos a Miss Leefolt alrededor de la piscina hasta donde se encuentra Miss Hilly, que lleva un bañador rojo. Está en una tumbona, observando cómo se bañan sus hijos. Veo a un par de criadas que no conozco con otras familias, pero no a Yule May.
—¡Vaya, por fin llegáis! —dice Miss Hilly—. ¡Leches, Mae Mobley, pareces una foquita con ese bikini! Aibileen, los críos están allí, en la piscina para niños. Puedes sentarte a la sombra ahí detrás y vigilarlos. No dejes que William salpique a las niñas.
Miss Leefolt se acomoda en una tumbona junto a Miss Hilly, y yo me siento en una mesa con una sombrilla unos pasos detrás de las señoras. Me bajo las medias para que se me seque el sudor de las piernas. Estoy en una posición perfecta para escuchar su conversación.
—Yule May —dice Miss Hilly meneando la cabeza ante Miss Leefolt— se ha tomado otro día libre. Esa chica se la está jugando conmigo.
Bueno, ya hemos resuelto un interrogante: Miss Hilly ha invitado a Miss Leefolt a la piscina porque sabía que yo vendría con ella.
Miss Hilly se unta crema de cacao en sus rechonchas y tostadas piernas y se la extiende bien. Su cuerpo está tan aceitoso que brilla.
—¡Tengo tantas ganas de irme a la playa! —dice Miss Hilly—. ¡Tres semanas de vacaciones!
—Cómo me gustaría que la familia de Raleigh tuviera un chalet en la costa —se lamenta Miss Leefolt, recogiéndose un poco el vestido para que le dé el sol en sus blancas rodillas. Como está embarazada, no se atreve a ponerse en bañador.
—¿Te puedes creer que cuando estamos en la playa le tenemos que pagar el billete de autobús a Yule May para que vuelva a casa los fines de semana? ¡Ocho dólares! Debería descontárselo del sueldo.
Los niños gritan que quieren meterse en la piscina grande. Busco el flotador de Mae Mobley y se lo sujeto a la cintura. Miss Hilly me da otros dos flotadores y se los pongo a William y a Heather. Se meten en la piscina de adultos y empiezan a flotar como un puñado de corchos en el agua. Miss Hilly me mira y dice:
—¿No son encantadores?
Asiento, pues la verdad es que lo son. Hasta Miss Leefolt está de acuerdo.
Las dos mujeres hablan y yo escucho, pero no mencionan a Miss Skeeter ni la mochila. Al cabo de un rato, Miss Hilly me envía a la cafetería a traer unos refrescos de cereza para todos, yo incluida. Cuando regreso, me siento de nuevo bajo la sombrilla. Los saltamontes comienzan a zumbar en los árboles, las sombras se vuelven más frescas y siento que mis ojos, fijos en la piscina y en los niños, empiezan a cerrarse.
—¡Aibi, mírame! ¡Miraaa!
Fijo la mirada y sonrío mientras Mae Mobley hace tonterías en el agua.
Entonces es cuando veo a Miss Skeeter, detrás de la valla de la piscina. Lleva puesta una falda de tenis y sostiene una raqueta en la mano. Está mirando a Miss Hilly y Miss Leefolt y ladea la cabeza como si intentara entender algo. Sus amigas siguen ocupadas hablando de la playa de Biloxi y no la ven. Observo cómo Miss Skeeter entra en el recinto y rodea la piscina. No tarda en plantarse delante de ellas, que todavía no se han dado cuenta de su presencia.
—Hola, chicas —dice Miss Skeeter.
El sudor le corre por los brazos. Tiene la cara rosada e hinchada por el sol.
Miss Hilly alza los ojos, pero sigue tumbada en su hamaca con una revista en la mano. Miss Leefolt, sin embargo, se levanta de un salto y exclama, con una sonrisa que muestra sus dientes temblorosos:
—¡Anda, Skeeter! Esto... No sabía... Intentamos llamarte...
—Hola, Elizabeth.
—Así que... ¿jugando al tenis? —pregunta Miss Leefolt, moviendo la cabeza como los muñecos que pone la gente en el salpicadero del coche—. ¿Con quién estás?
—Pues estaba dando pelotazos al frontón yo sola —responde Miss Skeeter, soplándose un mechón que le cae por la frente, aunque está pegado por el sudor. Sin refugiarse en la sombra, pregunta—: Hilly, ¿te dijo Yule May que te he llamado?
—Hoy tiene el día libre —responde Hilly con una sonrisa forzada.
—También te llamé ayer.
—Mira, Skeeter, he estado muy ocupada. Llevo desde el miércoles en la sede de la campaña enviando sobres a casi todas las familias blancas de Jackson.
—Me parece muy bien —afirma Miss Skeeter y añade, entrecerrando los ojos—: Hilly, a ver, ¿estás... estás enfadada conmigo por algo?
Siento que mis dedos empiezan a dar vueltas de nuevo a ese lápiz invisible.
Miss Hilly cierra la revista y la deja sobre el cemento para que no se pringue con el aceite que tiene por todo el cuerpo.
—No es el momento de hablar de eso, Skeeter.
Miss Leefolt se sienta rápidamente, se hace con la revista que acaba de dejar Miss Hilly,
La buena ama de casa,
y se pone a leerla como si nunca hubiera visto algo tan interesante.
—Está bien —acepta Miss Skeeter encogiéndose de hombros—. Pensaba que podríamos hablar sobre lo que sucede antes de que te fueras de vacaciones.
Miss Hilly se dispone a protestar, pero se contiene y suelta un largo suspiro.
—¿Por qué no me dices la verdad, Skeeter?
—¿La verdad sobre qué?
—Mira, encontré esa propaganda tuya.
Trago saliva. Miss Hilly hace esfuerzos por no levantar la voz, pero no lo consigue.
Miss Skeeter tiene los ojos fijos en Hilly y está muy tranquila. No me mira ni un instante.
—¿A qué te refieres con eso de propaganda?
—¡A lo que encontré en tu mochila cuando buscaba las actas! Mira, Skeeter... —dirige la vista al cielo y luego la baja otra vez—. No sé, la verdad es que ya no sé qué pensar.
—Hilly, ¿de qué estás hablando? ¿Qué encontraste en mi mochila?
Miro a los niños. ¡Canastos! Me había olvidado de ellos. Estoy a punto de desmayarme con esta conversación.
—¿Por qué tenías ese libro de leyes? Ése sobre lo que los... —Miss Hilly se gira y me mira. Sigo con los ojos fijos en la piscina—, lo que esa gente puede y no puede hacer. Sinceramente, creo que eres demasiado cabezota. ¿Piensas que sabes más que el gobierno sobre lo que nos conviene? ¿Más que Ross Barnett?
—Pero ¿acaso he dicho algo sobre Ross Barnett? —protesta Miss Skeeter.
Miss Hilly apunta con el dedo a Miss Skeeter. Miss Leefolt sigue con la vista clavada en la misma página, la misma línea, la misma palabra. Yo observo la escena con el rabillo del ojo.
—No eres una política, Skeeter Phelan.
—Tú tampoco, Hilly.
Miss Hilly se pone en pie y apunta al suelo con el dedo.
—Voy a convertirme en la esposa de un político, a no ser que te metas de por medio. ¿Cómo va a salir William elegido para Washington si se descubre que hay integracionistas en nuestro círculo de amistades?
—¿Washington? —Miss Skeeter parpadea burlona—. Hilly, que yo sepa, William se presenta para el senado de Misisipi, y no es seguro que vaya a ganar.
¡Ay, Dios mío! Por primera vez contemplo a Miss Skeeter. ¿Por qué está haciendo esto? ¿Por qué la está provocando de esa manera?
Miss Hilly enloquece. Mueve la cabeza enfurecida y grita:
—¡Sabes tan bien como yo que en esta ciudad hay ciudadanos blancos honrados que pagan sus impuestos y que se opondrán a tus ideas hasta la muerte! ¿Quieres permitir que se bañen en nuestras piscinas? ¿Que puedan manosear los productos de nuestros supermercados?
Miss Skeeter sigue con los ojos clavados en Miss Hilly. Luego, por una fracción de segundo, me mira y ve mis ojos suplicantes. Se relaja un poco.
—Vamos, Hilly, no es más que un librito que encontré en la maldita biblioteca. No pienso cambiar ninguna ley, sólo lo saqué para leerlo.
Miss Hilly reflexiona un momento sobre esto.
—Si estás leyendo esas leyes —decide Miss Hilly mientras se ajusta la braga de su bañador, que se le ha bajado por detrás—, ¿quién sabe en qué otros asuntos andarás metida?
Miss Skeeter aparta la vista y se humedece los labios.
—Hilly, eres la persona que mejor me conoce en este mundo. Si estuviera metida en algo, lo descubrirías con sólo mirarme.
Su interlocutora la observa. De repente, Miss Skeeter agarra la mano de Miss Hilly y la aprieta.
—Estoy preocupada por ti. Llevas una semana entera desaparecida. Te estás matando a trabajar con esto de la campaña. Fíjate —Miss Skeeter gira la palma de la mano de su amiga—, ¡si hasta te ha salido una ampolla de cerrar tantos sobres!
Muy despacio, observo cómo el cuerpo de Miss Hilly se desploma, cediendo poco a poco. Echa un vistazo para asegurarse de que Miss Leefolt no la escucha.
—Tengo tanto miedo... —susurra entre dientes. No puedo oír bien el resto de lo que dice— ...puesto tanto dinero en esta campaña que si William no gana... trabajando día y...
Miss Skeeter posa una mano en el hombro de Miss Hilly y le dice algo al oído. Ésta asiente con la cabeza y le dirige una sonrisa cansada.