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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (35 page)

BOOK: Criadas y señoras
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—Ya lo he pensado. Le diré a Johnny que voy a contratar una criada para el día de la partida, para dar buena imagen delante de las otras mujeres y todo eso.

—Ajá.

—Después le diré que me has caído muy bien y que quiero contratarte a tiempo completo. A ver, se lo diré... dentro de unos meses.

En ese momento empecé a sudar.

—¿Cuándo se supone que van a
vení
esas mujeres
pa
la
partía
de bridge?

—Estoy esperando a que Hilly me llame. Johnny le dijo a su marido que yo iba a telefonear. Le he dejado un par de mensajes, así que seguro que me contesta dentro de poco.

Me quedo pensando en una forma de evitar que eso suceda. Miro al teléfono, rezando para que nunca suene.

A la mañana siguiente, cuando entro a trabajar, Miss Celia sale de su dormitorio. Supongo que va a meterse en las habitaciones de arriba, algo que últimamente ha vuelto a hacer, pero entonces oigo que descuelga el teléfono, marca un número y pregunta por Miss Hilly. Me pongo mala, muy mala.

—Sólo llamaba para ver cuándo podíamos organizar una partida de bridge —dice muy alegre.

No me muevo hasta que no estoy segura de que está hablando con la criada, Yule May, en lugar de con Miss Hilly. Miss Celia da su número como si tarareara la melodía de un anuncio de fregonas:

—¡Emerson, dos, sesenta y seis, cero, nueve!

Medio minuto después, marca otro número de los que tiene apuntados en ese estúpido periodicucho. Le ha dado por llamar a las mujeres un día sí y otro no. Sé lo que es ese diario, es el boletín de noticias de la Liga de Damas, y por el aspecto que tiene parece que lo encontró tirado en una papelera del aparcamiento del club donde se reúnen las señoritas. Está tieso como una lija y amarillento, como si se hubiese caído del bolso de alguien y le hubiera pasado una tormenta por encima.

Hasta ahora ninguna de las mujeres la ha llamado, aunque cada vez que suena el teléfono salta hacia él como un perro de la policía sobre un negro; pero siempre es Mister Johnny.

—Bueno... pues... dígale que he llamado otra vez —dice Miss Celia al teléfono.

Escucho cómo cuelga muy despacito. Si me importara, que no es el caso, le diría que esas mujeres no merecen la pena.

—Esas mujeres no merecen la pena, Miss Celia —termino diciendo, para mi propia sorpresa.

Pero ella hace como que no me ha oído y se encierra en su dormitorio. Pienso en llamar a la puerta para ver si necesita algo, pero tengo cosas más importantes por las que preocuparme que por saber si a Miss Celia le van a dar el premio a la más popular del pueblo. Por ejemplo, que le hayan pegado un tiro a Medgar Evers en la puerta de su casa, o que Felicia ande pidiendo que le dejemos sacarse el carnet de conducir ahora que va a cumplir quince años. Es una buena chica, pero yo me quedé preñada de Leroy Júnior a los quince y parte de la culpa la tuvo el asiento trasero de un Buick. Aunque, lo más importante de todo: bastante tengo con esa Miss Skeeter y sus historias.

A finales de junio llega una ola de calor que pone los termómetros a cuarenta grados y no parece dispuesta a dejarnos por una buena temporada. Es como si hubieran colocado una botella de agua caliente sobre el barrio negro para que haya diez grados más que en el resto de Jackson. Hace tanto calor que, un día, el gallo del señor Dunn se coló en mi casa y plantó su culo colorado delante del ventilador de mi cocina. Cuando lo descubrí, me miró con unos ojos que decían: «Señora, no me pienso mover de aquí». Parecía preferir que le pegara con la escoba antes que salir al sindiós de ahí fuera.

En el campo, el calor convierte oficialmente a Miss Celia en la persona más vaga de los Estados Unidos de América. Ya ni siquiera sale a recoger el correo del buzón, tengo que hacerlo yo por ella. Hace demasiado calor hasta para que salga a tumbarse a la piscina, lo cual supone un problema para mí.

Entendámonos. Si Dios hubiera querido que una blanca y una negra pasaran tanto tiempo juntas, no habría inventado las razas. Miss Celia sigue con sus sonrisitas, sus «¡Buenos días!» y sus «¡Cómo me alegro de verte!», mientras yo me pregunto cómo ha podido llegar tan lejos en la vida sin saber que hay unas barreras que no se deben saltar. A ver, que intente ser aceptada en el círculo de damas de esta ciudad cuando todas la consideran una furcia, ya es suficiente. Pero es que, además, desde que empecé a trabajar aquí, se empeña en que comamos juntas todos los días. Y no en la misma habitación, no. ¡Compartiendo mesa! Esa mesita que tienen junto a la ventana de la cocina. Todas las blancas para las que he servido comían lo más lejos que podían de la criada, en sus comedores. Y me parecía bien.

—Pero ¿por qué? No quiero comer ahí fuera yo sola, cuando puedo hacerlo aquí contigo —me dijo Miss Celia.

Ni siquiera intenté explicárselo. Hay demasiadas cosas que esta mujer ignora por completo.

Además, todas las blancas para las que he trabajado sabían que hay unos días al mes en los que no conviene hablar con Minny. Incluso la vieja Miss Walter aprendió a leer el «Minnyómetro» y a darse cuenta de cuándo estaba alto. En esos días, la mujer sólo se acercaba a la cocina para oler la tarta de caramelo y luego se mantenía lejos de mi vista. Incluso no dejaba que Miss Hilly se pasara por su casa.

La semana pasada, el olor a azúcar y mantequilla daba un ambiente navideño a la casa de Miss Celia, a pesar de que estábamos a mediados de junio. Como de costumbre, yo andaba con los nervios de hacer el caramelo. Le pedí tres veces, muy amablemente, que me dejara sola en la cocina, pero ella se empeñó en acompañarme. Decía que se sentía muy sola, todo el día tirada en su dormitorio.

Intenté ignorarla, pero el problema es que cuando hago una tarta de caramelo tengo que hablar en voz alta, porque de lo contrario me pongo muy nerviosa.

—El día más caluroso que hemos visto en junio. Ahí fuera
hase
cuarenta y dos grados —comenté.

—¿Tienes aire acondicionado en casa? —me preguntó—. Gracias a Dios, aquí tenemos uno. Yo crecí sin él y también sé lo que es pasar calor.

—No me
pueo permití
un aire
acondisionao.
Esos trastos chupan corriente igual que una plaga de gorgojos comiéndose el algodón.

Me puse a darle vueltas con fuerza al azúcar porque estaba empezando a formarse la capa marrón en la superficie, el momento en el que más atenta hay que estar para que no se queme.

—Además, este mes nos hemos
retrasao
en el pago de la factura —dije, porque estaba aturullada y no era capaz de pensar con claridad.

¿Y te puedes creer qué respondió esta mujer?

—¡Ay, Minny! Me encantaría prestarte dinero para que pagues tu factura, pero Johnny me ha estado haciendo muchas preguntas últimamente.

Me volví para informarle de que cuando una negra se queja porque la vida está cara no significa que esté pidiendo dinero, pero antes de que pudiera abrir la boca, ya se me había quemado el puñetero caramelo.

El domingo, en misa, Shirley Boon se planta delante de la congregación. Con los labios aleteando como una bandera, nos recuerda que el miércoles tenemos una reunión para tratar problemas de la comunidad, en la que se va a discutir si hacemos una sentada ante la cafetería para blancos Woolworth, en Amite Street. La charlatana de Shirley nos señala a todos con el dedo y dice:

—La reunión será a las siete, así que no faltéis. ¡No quiero excusas!

La tal Shirley me recuerda a una profesora blanca, muy gorda y fea, que tuve en la escuela. Es de ese tipo de mujeres con las que nadie se quiere casar.

—¿Irás el miércoles? —me pregunta Aibileen mientras volvemos a casa bajo el calor de las tres de la tarde.

Llevo el abanico en la mano, y lo muevo tan rápido que parece que tenga motor.

—No tengo tiempo —respondo.

—¿Me vas a
dejá
sola otra vez? ¡Venga! Llevaré unas galletas de jengibre y...

—Te he dicho que no
pueo
ir, ¡leches!

—Está bien, está bien —acepta Aibileen, moviendo la cabeza.

Seguimos caminando en silencio. Al poco rato, le pido perdón y digo:

—Mira, a Benny... le podría
volvé
a dar el asma. No me gusta dejarlo solo.

—Ajá... Ya me dirás cuál es el verdadero motivo, eso sí, cuando te apetezca.

Giramos en Gessum Avenue y pasamos junto a un coche que ha muerto de insolación en medio de la carretera.

—¡Ah! Antes de que se me olvide, Miss Skeeter quiere pasarse el martes por la noche —comenta Aibileen—. A eso de las siete. ¿Te va bien?

—¡Ay,
Señó!
—digo, volviendo a ponerme de los nervios—. ¿Qué demonios estoy haciendo? Tengo que
está
loca
pa
contarle los secretos más ocultos de la raza negra a esa blanca.

—Miss Skeeter no es como las otras, y lo sabes.

—Siento que estoy chismorreando sobre mí misma —digo.

Ya he quedado con Miss Skeeter cinco veces, y las cosas no mejoran.

—¿Quieres
dejá
de
vení?
—me pregunta Aibileen—. No me gustaría que te sintieras
obligá
a ello.

No contesto.

—¿Estás conmigo, Minny?

—Sólo... quiero que las cosas sean mejores
pa
los críos —digo—, pero es lamentable que tenga que
se
una blanca quien se encargue de esto.

—Ven a la reunión de la parroquia conmigo el miércoles y seguimos hablando del tema —dice Aibileen, sonriente.

Sabía que Aibileen no iba a dejarlo pasar. Suspiro y pregunto:

—Te ha dicho algo, ¿verdad?

—¿Quién?

—Shirley Boon —respondo—. En la última reunión estaban
tos cogíos
de la mano rezando
pa
que dejen a los negros
usá
los lavabos de los blancos. Luego se pusieron a
hablá
sobre
hacé
una sentada pacífica en el Woolworth, esa cafetería
pa
blancos.
Tol
mundo estaba feliz y sonriente pensando que iban a
conseguí hacé
de este mundo un sitio mejor y yo... reventé. Le dije a Shirley Boon que seguro que en esa cafetería no tenían una silla lo bastante grande
pa meté
su culo gordo.

—¿Y qué contestó Shirley?

Pongo voz de maestro de escuela e imito a Shirley:

—«Si no eres capaz de decir nada agradable, lo mejor es que te calles.»

Cuando llegamos a su casa, miro a Aibileen. Se le ha puesto la cara morada de aguantarse la risa.

—No fue
divertío
—digo.

—¡No sabes lo contenta que estoy de ser tu amiga, Minny Jackson! —exclama, y me abraza hasta que cierro los ojos y le digo que me tengo que marchar.

Sigo andando y doy la vuelta a la esquina. No quería que Aibileen lo supiera. No quiero que nadie sepa lo mucho que necesito las historias de Miss Skeeter. Ahora que ya no puedo volver a las reuniones de Shirley Boon, es lo único que tengo. No es que las citas con Miss Skeeter sean divertidas. Cada vez que nos vemos, termino quejándome y protestando. Siempre me pongo de los nervios y acabo por largarme con un buen cabreo. Pero, a pesar de todo, tienen su punto. Me gusta contar mis historias. Siento que lo que hago merece la pena. Cuando terminamos nuestras entrevistas, el cemento que ahoga mi pecho se ha disuelto un poco y durante unos días puedo volver a respirar.

Sé que hay otras «acciones de color» que podría hacer además de contar mis historias y asistir a las reuniones de Shirley Boon: las asambleas en la ciudad, las manifestaciones de Birmingham, los mítines que hacen al norte del Estado... Pero lo cierto es que no me preocupa mucho la cuestión del derecho al voto, ni el hecho de no poder comer en el mismo restaurante que los blancos. Lo que de verdad me importa es que, algún día, dentro de diez años, una blanca llame sucias a mis hijas y las acuse de robarle la cubertería de plata.

Esa noche, en casa, las alubias se están terminando de cocer y tengo el jamón ya frito en la sartén.

—Kindra, diles a
tos
que vengan —le ordeno a mi hija de seis años—. La
comía
está lista.

—¡A cenaaar! —grita Kindra sin moverse de su sitio.

—¡Niña! ¡Ve a
avisá
a tu padre como te he
enseñao!
—le grito—. ¿Qué te he dicho sobre eso de
gritá
en casa?

Kindra me mira como si le acabara de pedir la cosa más tonta del mundo. Se dirige a la sala dando pisotones en el suelo mientras chilla:

—¡A cenaaar!

—¡¡Kindra!!

La cocina es la única habitación de la casa en la que cabemos todos. El resto son dormitorios: al fondo está en el que dormimos Leroy y yo; al lado, un cuarto pequeñito para Leroy Júnior y Benny; y el salón lo hemos convertido en el dormitorio de Felicia, Sugar y Kindra. Lo único que nos queda libre es la cocina. A no ser que haga mucho frío, siempre tenemos la puerta de atrás abierta, con la mosquitera bajada para que no entren insectos, y por eso se oye el barullo de niños, coches, vecinos y perros en la calle.

Leroy viene y se sienta junto a Benny, que ya tiene siete añitos. Felicia llena los vasos con leche o agua. Kindra sirve un plato de alubias y jamón a su padre y vuelve a la olla por más. Le paso otro plato.

—Éste
pa
Benny —digo.

—Benny, levántate y ayuda a tu madre —ordena Leroy.

—Benny tiene asma, es
mejó
que no se canse —protesto, pero mi pequeño se levanta y le quita el plato a Kindra. Mis chicos saben ayudar.

Todos se sientan a la mesa menos yo. Hoy sólo hay tres niños en casa. Leroy Júnior, que está a punto de terminar el bachillerato en el Instituto Lenier, tiene trabajo. Hace de chico de los recados en el Jitney 14, el supermercado para blancos del barrio de Miss Hilly. Sugar, la mayor, que ya ha llegado al último curso de secundaria, tampoco está. Hoy le toca hacer de canguro para nuestra vecina Tallulah, que trabaja hasta tarde. Cuando termina, regresa a casa, lleva a su padre en coche al turno de noche de la fábrica de tuberías y luego recoge a Leroy Júnior del supermercado. A las cuatro de la madrugada, cuando salen del trabajo, el marido de Tallulah acerca a Leroy a casa. Todo funciona con precisión.

Leroy come, pero tiene los ojos fijos en el
Jackson Journal
abierto junto a su plato. Cuando se despierta, mi marido no es que esté especialmente de buen humor. Lo observo desde mi sitio junto a la cocina y veo las fotos de la sentada delante de la cafetería Brown en la portada. No es el grupo de Shirley Boon, es gente de Greenwood. Detrás de los cinco activistas, que están sentados en torno a una mesa del local, se ve a una panda de adolescentes blancos burlándose de ellos. Les hacen gestos obscenos y les tiran
ketchup,
mostaza y sal.

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