—¿Cómo pueden
hacé
eso? —dice Felicia, señalando la foto—. ¿Quedarse ahí
sentaos
sin
respondé
a esos provocadores?
—Se supone que es lo que tienen que
hacé,
por eso se llama sentada pacífica —responde Leroy.
—Me entran ganas de
escupí
sólo de ver esa foto —mascullo.
—Ya hablaremos de esto más tarde —dice Leroy, mientras dobla el periódico y se lo guarda bajo el trasero.
Felicia le dice a Benny en voz no tan baja como debiera:
—Menos mal que mamá no estaba en esa
sentá,
porque si no a esos blanquitos ya no les quedarían dientes.
—Y mamá entonces estaría en la cárcel de Parchman —contesta Benny en voz alta para que lo oigamos todos.
Kindra se cruza de brazos y protesta:
—¡Nooo! Nadie va a
meté
a mi mamita en la cárcel. Les pegaré a esos blancos con un palo hasta que les salga sangre.
Leroy apunta a todos los niños con el dedo y grita:
—¡No quiero que repitáis nada de lo que estáis diciendo fuera de esta casa! Es muy peligroso. ¿Me oyes, Benny? ¿Felicia? —dirige el dedo hacia Kindra—. Y tú, ¿me has oído?
Benny y Felicia afirman con la cabeza y bajan la mirada a sus platos. Siento haber empezado todo esto. Miro a Kindra para que se calle, pero la pequeña tira su tenedor sobre la mesa y se baja de la silla:
—¡Odio a los blancos! Se lo voy a
decí
a
tol
mundo si me da la gana.
La persigo por el salón. Cuando la alcanzo, la arrastro de nuevo a la mesa.
—Lo siento, papi —dice Felicia, porque es de las que siempre asumen la culpa por los demás—. Yo me encargo de Kindra, no sabe lo que dice.
Leroy arroja con furia su tenedor.
—¡No quiero que nadie en esta casa se meta en líos! ¿Entendido? —vocifera, mirando a nuestros hijos.
Me doy la vuelta y miro al horno para que no pueda verme la cara. Que el Señor me pille confesada si mi marido se entera de lo que estoy haciendo con Miss Skeeter.
Durante toda la semana siguiente escucho cómo Miss Celia, desde el teléfono de su dormitorio, deja mensajes para Miss Hilly, para Elizabeth Leefolt, para Miss Parker, para las hermanas Caldwell y para otras diez damas de la Liga. Incluso para Miss Skeeter, lo cual no me gusta un pelo. Ya se lo he advertido a Miss Skeeter: «No se le ocurra
respondé
a esta mujer. No líe la madeja más de lo que ya está».
Una cosa que me irrita un montón es que cuando Miss Celia termina sus estúpidas llamadas y cuelga el teléfono, vuelve a levantar el auricular para ver si hay línea, no vaya a ser que esté mal colgado. —El teléfono funciona perfectamente —le digo. Ella me sonríe como lleva haciéndolo todo este mes, que parece como si le hubiera tocado la lotería.
—¿Por qué está de tan buen
humó?
—le pregunto un día—. ¿Mister Johnny la trata bien últimamente o qué?
Preparo mi próximo «¿Cuándo va a decírselo?», pero se me adelanta.
—Pues sí, está bastante cariñoso últimamente —me confiesa—. Dentro de poco le hablaré de ti.
—¡Bien! —digo de todo corazón.
Ya estoy harta de todas estas mentiras. Me imagino la sonrisa que pone esta mujer cuando le sirve a Mister Johnny mis chuletas de cerdo, y cómo ese buen hombre tendrá que fingir que está orgulloso de su esposa sabiendo que soy yo la que cocina. Está quedando como una idiota, pone en un compromiso a su amable marido y me convierte en una mentirosa.
—Minny, ¿podrías salir a recoger el correo, por favor? —me pide, aunque está vestida y sentada sin hacer nada, y yo tengo las manos pringosas de mantequilla, una lavadora que recoger y la licuadora en marcha.
Parece que tenga contados los pasos que da al cabo de la jornada. Es más vaga que un filisteo en domingo; sólo que, para ella, todos los días son domingo.
Me limpio las manos y salgo al buzón, sudando a mares. No es para menos, estamos a treinta y ocho grados en la calle. Hay un paquete de medio metro de alto sobre la hierba, junto al buzón. Ya he visto antes estas grandes cajas marrones, supongo que será otra crema cosmética que habrá encargado esta mujer. Pero cuando lo levanto, noto que es muy pesada y que algo tintinea en su interior, como si fueran botellas de coca-cola.
—Hay algo
pa usté,
Miss Celia —anuncio, dejando caer el paquete en el suelo de la cocina.
Nunca la había visto saltar de la silla con tanta prisa. De hecho, la única cosa que hace rápido esta mujer es vestirse.
—Es mi... —comienza, y murmura una palabra incomprensible.
Carga la caja hasta su dormitorio y cierra la puerta.
Una hora más tarde, entro en su cuarto para pasar el aspirador a las alfombras. Miss Celia no está tumbada en la cama ni en el baño. No la he visto en la cocina, en el salón ni en la piscina, y acabo de limpiar el polvo de las dos salas de estar y del cuarto del oso. Esto significa que sólo puede estar arriba, en las habitaciones del terror.
Antes de que me despidieran por acusar al blanquito del encargado de llevar peluca, limpiaba las salas de fiestas del hotel Robert E. Lee. Esas enormes habitaciones vacías, sin un alma, con servilletas llenas de carmín y restos de olor a perfume, me daban escalofríos, igual que la planta de arriba de la casa de Miss Celia. Incluso hay una vieja cuna con el gorrito de bebé de Mister Johnny y un sonajero de plata que, puedo jurarlo, a veces oigo que se menea solo. Al pensar en ese sonido, me pregunto si esos paquetes que recibe no tendrán algo que ver con que se meta en los cuartos del piso superior casi todos los días.
Decido que ya ha llegado la hora de subir ahí arriba y echar un vistazo a ver qué está pasando.
Al día siguiente vigilo a Miss Celia, esperando el momento en el que se escabulla a los cuartos de arriba para ver qué demonios hace. A eso de las dos, asoma la cabeza por la puerta de la cocina y me dirige una sonrisa traviesa. Un minuto más tarde, oigo crujidos de pasos sobre mi cabeza.
Me dirijo a las escaleras sin hacer ruido. Aunque voy de puntillas, los platos del aparador tintinean y las tablas del suelo crujen. Subo los peldaños muy despacito; escucho mi propia respiración. Una vez arriba, atravieso el largo pasillo y dejo atrás las puertas abiertas de los dormitorios: una, dos, tres... La cuarta puerta, al final del corredor, está abierta sólo unos centímetros. Me acerco un poco y observo por la rendija.
La veo sentada en la cama amarilla junto a la ventana, con la cara muy seria. En el suelo está abierto el paquete que recogí ayer del buzón y sobre el colchón hay una docena de botellas llenas de un líquido marrón. Una llama me sube lentamente por el pecho y la garganta hasta quemarme la boca. Reconozco esas delgadas botellas, estuve cuidando durante doce años a un bebedor sin remedio... Cuando, por fin, el zángano destrozavidas de mi padre murió, juré por Dios, con lágrimas en los ojos, que nunca volvería a cargar con un alcohólico... ¡Y poco después me casé con uno!
Y ahora, aquí estoy, sirviendo a otra maldita borracha. Ni tan siquiera son botellas de licorería, las que bebe tienen un tapón rojo como el que ponía mi tío Toad al aguardiente que destilaba en casa. Mamá siempre me dijo que los auténticos alcohólicos, como mi padre, prefieren los licores caseros porque son más fuertes que los que se venden en las tiendas. Ahora ya sé que esta mujer es tan idiota como mi padre o como Leroy cuando se pasa la tarde en el Old Crow, sólo que ésta por lo menos no me persigue luego con la sartén en la mano.
Miss Celia toma una botella y la mira como si fuera Cristo Redentor, muriéndose de ganas por que la salve. La abre, echa un sorbito y suspira. Luego, da tres grandes tragos y se tumba entre las almohadas.
Empiezo a temblar contemplando la cara de satisfacción que se le dibuja en el rostro. Estaba tan ansiosa por tomarse su bebida que se olvidó de cerrar bien la puerta. Tengo que morderme la lengua para no gritarle. Por fin, bajo las escaleras muy cabreada.
Miss Celia regresa a la cocina diez minutos más tarde, se sienta en la mesa y me pregunta si no quiero comer.
—Tiene chuletas de cerdo en el frigorífico. Hoy no voy a
comé
—le digo, y salgo de allí.
Esa tarde, Miss Celia está en el cuarto de baño, sentada en el retrete. Tiene el secador sobre la cisterna y el pelo recién decolorado cubierto con una capucha. Con ese trasto en la cabeza no oiría ni la explosión de una bomba atómica.
Subo las escaleras secándome la mano con un trapo, entro en el cuarto y abro el armario. Encuentro dos docenas de botellas de whisky escondidas detrás de unas sábanas harapientas que Miss Celia debe de haberse traído desde su pueblo. Las botellas no tienen etiqueta, sólo el sello «OLD KENTUCKY» en el cristal. Doce de ellas están llenas, esperando que se las beba. La otra docena está tan vacía como estos malditos dormitorios del piso de arriba. No me extraña que la muy tonta no tenga hijos.
El primer jueves de julio, a las doce del mediodía, Miss Celia se levanta de la cama para su lección de cocina. Lleva una blusa blanca tan ajustada que, a su lado, una furcia parecería una santa. ¡La ropa cada vez le queda más ajustada!
Nos ponemos en nuestros puestos, yo junto a los fuegos de la cocina y ella en un taburete. Desde que hace una semana encontré esas botellas, casi no he cruzado una palabra con ella. No estoy loca, sólo furiosa. Durante los últimos seis días, he jurado que seguiría la Regla Número Uno de mi madre. Hablar con ella significaría que me importa esta mujer, y no es así. No es de mi incumbencia si es una estúpida alcohólica y quisquillosa.
Ponemos el pollo rebozado en la sartén. Después, por millonésima vez, tengo que recordarle a esta lerda que se lave las manos si no quiere matarnos a todos con sus microbios.
Observo cómo el pollo chisporrotea en el aceite e intento olvidarme de su presencia. Freír pollo siempre me ha ayudado a sentirme un poco mejor. Casi me olvido de que trabajo para una borracha. Cuando terminamos de freír, guardo la mayor parte en el frigorífico para la cena. El resto lo sirvo en un plato. Miss Celia se sienta frente a mí, como de costumbre.
—Toma la pechuga —dice, mirándome con sus ojos azules—. Vamos...
—Prefiero muslo —digo, sirviéndome.
Ojeo el
Jackson Journal,
desde la primera página hasta la agenda local. Abro el periódico delante de mi cara para no tener que mirarla.
—Pero mujer, si el muslo casi no tiene carne.
—Está rico, es más jugoso que la pechuga —respondo, y sigo leyendo, intentando ignorarla.
—Como quieras —dice, y se sirve la pechuga—. Supongo que esto nos hace perfectas compañeras de pollo.
Pasado un minuto, añade:
—¿Sabes? Tengo suerte de que seas mi amiga, Minny.
Siento un malestar espeso y ardiente que me sube por el pecho. Bajo el periódico y la contemplo.
—No se confunda, señorita.
Usté
y yo no somos amigas.
—¡Cómo...! Sí lo somos —sonríe, como si me estuviera haciendo un gran favor.
—No, Miss Celia, no lo somos.
Parpadea con sus pestañas postizas. «Para ya, Minny», me dice una voz en mi interior, pero soy consciente de que ya no hay modo de detenerme. Por la forma en que se cierran mis puños, sé que no puedo aguantar esto ni un minuto más.
—¿Es... —musita, y baja los ojos a su pollo— porque eres de color? ¿O es porque... no quieres ser mi amiga?
—Hay muchos motivos. Que
usté
sea blanca y yo negra sólo es uno más.
—Pero ¿por qué? —inquiere, ya sin su típica sonrisa en la cara.
—Porque cuando le digo que me he
retrasao
en el pago de la factura de la
electricidá
no significa que le esté pidiendo dinero —digo.
—Oh, Minny...
—Porque no tiene la delicadeza de decirle a su
marío
que trabajo aquí. Porque me pone enferma verla las veinticuatro horas del día
encerrá
en esta casa.
—No lo entiendes. No puedo... No puedo salir.
—Pero
tos
esos motivos no son
na comparao
con lo que ahora sé.
Su cara palidece debajo de todo su maquillaje.
—
To
este tiempo me pensaba que
usté
se estaba muriendo de cáncer o que tenía alguna
enfermedá
mental... ¡Pobrecita Miss Celia,
tol
día en casa!
—Sé que ha sido difícil...
—Pero ahora sé que
usté
no está enferma. ¡No,
señó!
He visto las botellas que esconde ahí arriba. Ya no me engañará más.
—¿Botellas? Ay, Dios mío, Minny. Yo...
—Me entran ganas de vaciarlas en el fregadero y contárselo a Mister Johnny ahora mismo.
Se pone de pie, tirando su silla al suelo.
—No te atreverás a...
—Finge que quiere
tené
hijos, pero bebe como
pa tumbá
a un elefante.
—¡Minny! ¡Si se lo cuentas, te despido! —grita, con los ojos llenos de lágrimas—. Y si se te ocurre tocar esas botellas, te echo ahora mismo.
La sangre corre demasiado rápido en mi cabeza para detenerme.
—¿Despedirme? ¿Quién va a
queré vení
hasta aquí a
trabajá
en secreto mientras
usté
se pasa
tol
día borracha por la casa?
—¿Crees que no soy capaz de despedirte? ¡Se acabó tu trabajo por hoy, Minny! —solloza y me apunta con el dedo—. ¡Termínate el pollo y vete a tu casa!
Toma su plato lleno de pechuga y sale dando un empellón a la puerta. Oigo ruidos en la enorme mesa del comedor, las patas de las sillas arañando el suelo. Me hundo en la silla porque me tiemblan las rodillas, y me quedo mirando mi pollo.
Acabo de perder otro maldito trabajo.
El sábado me despierto a las siete de la mañana con un horrible dolor de cabeza y la lengua en carne viva. Seguro que me he pasado toda la noche mordiéndomela.
Leroy abre un ojo y me mira, consciente de que algo pasa. Lo adivinó anoche durante la cena y se lo olió cuando llegó a casa a las cinco de la madrugada.
—¿A qué le andas dando vueltas,
mujé?
Espero que no sean problemas en el trabajo —me pregunta por tercera vez.
—El único problema que tengo son mis cinco hijos y mi
marío.
Me sacáis de mis casillas entre
tos.
Lo único que me faltaba es que se enterara de que he puesto a parir a otra blanca y que he perdido mi empleo. Me pongo el camisón morado de andar por casa, voy a la cocina y la limpio como nunca antes había hecho. Luego, me arreglo para salir.