Read Criadas y señoras Online

Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (40 page)

BOOK: Criadas y señoras
7.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Entrecierra los ojos y supongo que va a decirme que deje a su prima en paz.

—Esto... cambiamos los nombres. ¿Te lo dijo? No quiero meter a nadie en problemas.

—El sábado me dijo que iba a
participá.
Ha
intentao llamá
a Aibileen pero no ha
podío
encontrarla. Tenía que habérselo dicho antes, pero... —añade, y vuelve a mirar hacia la puerta.

Estoy estupefacta.

—¿En serio? ¿Va a colaborar?

Me pongo en pie. Sin pensar mucho en lo que digo, le pregunto:

—Pascagoula... ¿Te gustaría ayudarnos con tus historias?

Me mira fijamente y dice:

—¿Quiere que le cuente cómo es
trabajá pa... pa
su mamita de
usté?

Nos miramos, seguramente pensando en lo mismo: lo incómodo que resultaría para ella contarlo y para mí escucharla.

—No tienen por qué ser historias de mi madre —respondo con rapidez—. Podrías hablarme de otros trabajos que hayas tenido antes.

—Éste es mi
primé
empleo en el servicio doméstico. Antes trabajaba en el
comedó
de la Residencia de Ancianos, hasta que la trasladaron a Flowood.

—¿Quieres decir que a mi madre no le importó que éste fuera tu primer trabajo en una casa?

Pascagoula mira al suelo de linóleo rojo, tímida otra vez.

—Nadie más quería
trabajá pa
su mamita —dice—. No después de lo que pasó con Constantine.

Poso las manos en la mesa muy despacio.

—¿Y a ti qué te parece... lo que pasó?

El rostro de Pascagoula palidece. Parpadea unas cuantas veces y se me hace evidente que va a mentirme.

—Yo no sé
na
de lo que pasó, señorita. Sólo quería contarle lo que me dijo Yule May.

Se dirige al frigorífico, lo abre y rebusca algo en su interior.

Suelto un largo y profundo suspiro. Cada cosa a su tiempo.

En esta ocasión ir de compras con Madre no resulta tan insoportable como de costumbre, seguramente porque estoy de muy buen humor después de enterarme de la decisión de Yule May. Madre se sienta en una silla frente al cambiador, mientras me decido por el primer traje que me pruebo, uno de popelina azul claro con chaqueta a juego de cuello redondo. Lo dejamos en la tienda para que le saquen el dobladillo. Me extraña que Madre no se pruebe nada. Al cabo de sólo media hora, me dice que está cansada, así que volvemos a Longleaf y, al llegar, sube directamente a su dormitorio a echarse una siesta.

Pienso en Aibileen y llamo a casa de Elizabeth con el corazón en un puño, pero es Elizabeth la que responde. No tengo las agallas de preguntar por Aibileen. Después del susto que nos dimos con el tema de la mochila, me prometí ser más prudente.

Así que espero a la noche, con la esperanza de que Aibileen esté en casa. Me siento sobre la lata de harina, con los dedos metidos en una bolsa de arroz seco. Al primer tono de llamada, contesta.

—¡Aibileen, Yule May va a colaborar! Ha dicho que sí.

—¿Qué? ¿Cuándo se ha
enterao?

—Esta tarde. Pascagoula me lo dijo. Yule May no pudo localizarte.

—¡Leches! Me cortaron el teléfono porque iba mal de dinero y no pagué la factura. ¿Ha
hablao
con Yule May?

—No. Pensé que sería mejor que lo hicieras tú primero.

—Mire, llamé a casa de Miss Hilly esta tarde desde donde Miss Leefolt, pero me dijeron que Yule May ya no trabajaba allí y me colgaron. He
preguntao
a la gente, pero nadie sabe
na.

—¿Hilly la ha despedido?

—No lo sé. Espero que haya
sío
ella la que dejó el trabajo.

—Llamaré a Hilly para enterarme. Ay, Señor, espero que esté bien.

—Ahora que me han devuelto la línea, voy a
seguí
intentando
llamá
a Yule May.

Llamo cuatro veces a casa de Hilly, pero nadie contesta. Por último, telefoneo a Elizabeth y me dice que Hilly se ha ido a Port Gibson porque el padre de William está enfermo.

—¿Sabes si le ha pasado algo... con su criada? —dejo caer del modo más natural posible.

—Pues mira, ahora que lo dices, mencionó algo sobre Yule May, pero tenía mucha prisa y me colgó porque iba a hacer las maletas.

Me paso el resto de la noche en el porche trasero, practicando las preguntas, ansiosa por saber qué historias va a contarme Yule May sobre Hilly. A pesar de nuestras diferencias, Hilly sigue siendo una de mis mejores amigas. Pero el libro, ahora que parece que está en marcha, es más importante que nada.

A medianoche, me tumbo en el catre. Los grillos cantan detrás de la mosquitera. Dejo que mi cuerpo se hunda contra los muelles del fino colchón. Los pies me sobresalen de la cama. Los muevo nerviosa, disfrutando de una sensación de alivio por primera vez en meses. Todavía no he llegado a la docena, claro, pero ya he conseguido una criada más.

Al día siguiente, estoy frente al televisor viendo las noticias de las doce. El reportero de guerra Charles Warring cuenta que sesenta soldados americanos han fallecido en Vietnam. Me parece tan triste que sesenta hombres tengan que morir en un lugar tan alejado de sus seres más queridos... Supongo que me preocupo tanto a causa de Stuart, pero Charles Warring parece exultante mientras da la noticia.

Saco un cigarrillo y luego lo devuelvo al paquete. Estoy intentando dejar de fumar, pero la cena de esta noche me tiene de los nervios. Madre me ha estado regañando por fumar y sé que debería dejarlo, pero tampoco creo que me vaya a morir por el tabaco. Me gustaría poder pedirle a Pascagoula que me contara más cosas sobre lo que le dijo Yule May, pero nuestra criada llamó esta mañana para decir que tenía un problema y que no podría venir hasta la tarde.

Oigo a Madre en el porche trasero, ayudando a Jameso a hacer helado. Incluso desde la otra punta de la casa se oye el estruendo del hielo machacado y el crujido de la sal. El sonido es delicioso y me entran ganas de tomarme un helado fresquito, pero tardará horas en estar listo. Por supuesto, en un día caluroso nadie prepara helado a mediodía, es una tarea nocturna, pero a Madre se le ha metido en la cabeza que tiene que hacer helado de melocotón, así que al diablo con el calor.

Salgo al porche trasero a echar un vistazo. La enorme máquina plateada de triturar hielo está fría y suda. El suelo del porche tiembla. Jameso está sentado sobre un cubo dado la vuelta, con las rodillas a ambos lados del aparato, girando la manivela de madera con las manos cubiertas por guantes. Sale vapor del montón de hielo que se derrite.

—¿Todavía no ha venido Pascagoula? —pregunta Madre, echando más crema a la máquina.

—No —contesto.

Madre está sudando. Se recoge un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Ya añado yo la crema, mamá. Pareces acalorada.

—No lo harás bien. Déjame hacerlo a mí —contesta, y me manda meterme en casa.

En las noticias ahora tenemos a Roger Sticker retransmitiendo desde la oficina postal de Jackson con la misma sonrisa estúpida que el reportero de guerra.

—... este moderno sistema de direcciones de correo se llama «Código postal». Sí, han oído bien: «Código postal». A partir de ahora tendrán que escribir cinco números en la parte inferior del sobre...

Muestra un sobre a los telespectadores y nos enseña exactamente dónde tenemos que escribir los números. Un hombre vestido con un mono de obrero y sin dientes comenta a la cámara:

—Nadie va a usar esos números. ¡Si todavía no sabemos utilizar bien el teléfono!

Oigo que se cierra la puerta principal. Pasado un minuto, Pascagoula aparece en la sala de estar.

—Madre está fuera, en el porche de atrás —le digo, pero Pascagoula no sonríe ni me mira.

Me entrega un pequeño sobre y dice:

—Se lo iba a
enviá
por correo, pero le dije que
mejó
se lo traía yo.

En el sobre está escrita mi dirección y no tiene remitente. Por supuesto, tampoco aparece el código postal. Pascagoula sale hacia el porche.

Abro la carta. Está escrita a mano con bolígrafo negro, sobre las líneas azules de una página de cuaderno escolar.

Querida Miss Skeeter:

Quería decirle que siento mucho no poder ayudarle con sus historias. Ahora me resulta imposible y me gustaría poder contárselo en persona. Como usted sabe, yo trabajaba para una de sus amigas. No estaba contenta en esa casa y muchas veces pensé en dejar el trabajo, pero me daba miedo hacerlo. Me daba miedo no volver a encontrar otro empleo si ella hablaba mal de mí.

Probablemente no sepa que, al terminar el instituto, entré en la universidad. Habría terminado la carrera de no ser porque me casé. Es una de las pocas cosas que lamento en mi vida, no haber terminado los estudios. Sin embargo, tuve unos gemelos que me ayudaron a llevarlo mejor. Mi marido y yo llevamos diez años ahorrando para poder enviarlos a la Universidad de Tougaloo, pero por mucho que trabajamos, todavía no hemos reunido dinero suficiente para los dos. Mis chicos son los dos muy listos y se merecen una buena educación, pero sólo tenemos dinero para uno. ¿Usted se imagina lo que supone tener que decidir cuál de tus hijos irá a la universidad y cuál tendrá que dedicarse a asfaltar carreteras? ¿Cómo se puede decir a un hijo que le quieres lo mismo que a su hermano, pero que no tendrá la oportunidad de salir adelante en la vida? No se puede. Se busca un modo de solucionarlo, el que sea.

Supongo que esta carta se puede considerar una confesión. Le robé a esa mujer un horrible anillo con un rubí, con la esperanza de poder pagar el resto de la educación de mis hijos. Un anillo que nunca se puso y que sentía que me lo merecía por todo lo que he tenido que aguantar trabajando para ella. Ahora, por supuesto, ninguno de mis hijos irá a la universidad. La fianza que piden por mi libertad es casi todo el dinero que hemos ahorrado.

Atentamente,

Yule May Crookle

Pabellón de Mujeres número 9

Penitenciaría del Estado de Misisipi

¡La penitenciaría! Siento un escalofrío. Miro a mi alrededor buscando a Pascagoula, pero ha salido de la habitación. Quiero preguntarle cuándo ha sucedido, cómo demonios ha podido pasar todo tan rápido, qué podemos hacer. Pero Pascagoula está fuera ayudando a Madre; imposible hablar con ella ahora. Siento náuseas y apago la televisión.

Pienso en Yule May, sentada en una celda escribiendo esta carta. Apuesto a que sé de qué anillo habla, uno que le regaló su madre cuando cumplió dieciocho años. Hilly lo llevó a tasar hace tiempo y descubrió que ni tan siquiera era un rubí, sino un granate sin apenas valor. Nunca volvió a ponérselo. Aprieto los puños.

El sonido de la trituradora de hielo en el porche me suena como si estuvieran machacando huesos. Me dirijo a la cocina y espero a Pascagoula. Quiero respuestas. Se lo diré a Padre a ver si puede hacer algo, si conoce a algún abogado que acepte ayudarla.

Esa misma tarde, a las ocho, subo las escaleras del porche de Aibileen. Se supone que hoy teníamos nuestra primera entrevista con Yule May y, aunque sé que no va a tener lugar, he decidido pasarme de todos modos. Llueve y sopla un viento enfurecido. Tengo que ajustarme bien el chubasquero y tapar con él la mochila. Sigo pensando que debería haber llamado a Aibileen para hablar de lo que ha pasado, pero no he sido capaz de hacerlo. En su lugar, me he llevado a Pascagoula al piso de arriba para que Madre no pudiera oírnos y le he preguntado por todo.

—Yule May consiguió un buen
abogao
—me contó Pascagoula—, pero dicen que la
mujé
del juez es una buena amiga de Miss Holbrook. Lo normal habría sido una condena de seis meses por robo
cometío,
pero Miss Holbrook consiguió que se la subieran a cuatro años. La sentencia estaba escrita antes de
empezá
el juicio.

—Puedo pedirle ayuda a mi padre. Podría intentar conseguirle un abogado... blanco.

Pascagoula me ha contestado, moviendo la cabeza:

—El
abogao
que tenía era blanco.

Llamo a la puerta de Aibileen sintiendo mucha vergüenza. No debería estar pensando en mis problemas cuando Yule May está en prisión, pero soy consciente de lo que esto va a suponer para el libro. Si a las criadas ya les daba miedo ayudarnos, ahora tendrán pánico.

La puerta se abre y aparece un hombre negro con alzacuellos que se queda observándome extrañado. Desde el interior, Aibileen dice:

—No pasa
na,
reverendo, déjela
entrá.

El hombre duda un poco, pero al fin se aparta y me deja pasar.

Entro y me encuentro a unas veinte personas apretujadas entre la pequeña sala de estar y el pasillo. No cabe un alfiler en la casa. Aibileen ha sacado todas las sillas de la cocina, pero la mayoría de la gente está de pie. Diviso a Minny en un rincón, todavía con el uniforme. También reconozco a Louvenia, la criada de Lou Anne Templeton, a su lado. Pero a las demás no las conozco.

Aibileen se acerca a mí. También lleva el uniforme blanco y los zapatos ortopédicos del trabajo.


Güenas,
Miss Skeeter —me susurra.

—Igual... —digo en voz baja, señalando hacia la puerta—. ¿Me paso un poco más tarde?

Aibileen mueve la cabeza y me dice:

— A Yule May le ha
sucedío
algo horrible.

—Lo sé.

La habitación se queda en completo silencio, sólo roto por algunas toses y el crujido de una silla. En la mesita de madera se apilan libros de salmos.

—Me acabo de
enterá
—dice Aibileen—. La arrestaron el martes y el miércoles ya estaba en la cárcel. Dicen que el juicio apenas duró quince minutos.

—Me ha enviado una carta —le comento—. Me habla de sus hijos. Pascagoula me la entregó.

—¿Le contó que sólo le faltaban setenta y cinco dólares
pa podé pagá
los estudios de sus hijos? Le pidió un adelanto a Miss Hilly, ¿sabe? Le aseguró que se lo devolvería en unas semanas, pero la
mujé
no aceptó y le dijo que un buen cristiano no da limosna a alguien sano y capaz, que es
mejó enseñá
a
pescá
a un pobre que darle un pescado.

Dios, me puedo imaginar a Hilly soltando ese maldito discurso. Casi no me atrevo a mirar a Aibileen a los ojos.


Toas
las parroquias nos hemos
unío.
Vamos a
juntá
dinero
pa enviá
a los dos muchachos a la
universidá.

BOOK: Criadas y señoras
7.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Price of Candy by Rod Hoisington
The White Mists of Power by Kristine Kathryn Rusch
A Masterly Murder by Susanna Gregory
Wild Embrace by Nalini Singh
His Desire by Ana Fawkes
The Collective by Don Lee
The Daykeeper's Grimoire by Christy Raedeke
The Ordinary by Jim Grimsley