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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (57 page)

BOOK: Criadas y señoras
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—Vete a tu casa —digo, casi sin creerme lo que estoy haciendo—. Ya no hay lugar para ti en mi interior.

—No me lo creo.

—Es demasiado tarde, Stuart.

—¿Puedo pasarme el sábado y hablamos?

Me encojo de hombros, con los ojos llenos de lágrimas. No quiero que vuelva a dejarme tirada como un trapo. Ya me ha pasado muchas veces, con él, con mis amigas... Sería estúpida si permitiera que volviese a suceder.

—Me da igual lo que hagas.

Me levanto a las cinco de la mañana y empiezo a trabajar en las historias. Sólo quedan diecisiete días para la fecha de entrega, así que trabajo día y noche con una velocidad y una eficiencia desconocidas en mí. Termino el capítulo de Louvenia en la mitad del tiempo que me costó escribir los demás. Con un intenso dolor de cabeza, apago la luz cuando los primeros rayos de sol empiezan a asomar por la ventana. Si Aibileen me entrega la historia de Constantine para el próximo miércoles, podremos acabar a tiempo.

Justo entonces me doy cuenta de que no me quedan diecisiete días. ¡Qué idiota soy! Sólo son diez días, porque no he tenido en cuenta lo que tarda en llegar el correo hasta Nueva York.

Me echaría a llorar si tuviera tiempo para ello.

Unas horas después, me levanto y regreso al trabajo. A las cinco de la tarde, oigo el ruido de un motor que entra en nuestra propiedad y a través de la ventana veo a Stuart que baja de su camioneta. Me levanto de la máquina de escribir y salgo al porche.

—Hola —le digo desde la puerta.

—Hola, Skeeter —me saluda con un gesto, tímido, comparado con cómo se comportó hace dos noches—. Buenas tardes, Mister Phelan.

—¿Qué tal, jovencito? —Padre se levanta de la mecedora y añade—: Os dejo para que habléis tranquilos.

—No te levantes, papá. Lo siento, Stuart, pero hoy estoy muy ocupada. Si quieres, puedes quedarte con mi padre.

Regreso al interior de la casa y veo que Madre, en la cocina, se toma un vaso de leche caliente.

—¿Es Stuart el que está ahí fuera?

Me voy al comedor y me aparto de las ventanas para que Stuart no pueda verme. Le observo escondida hasta que se marcha y me quedo un buen rato contemplando la carretera.

Esa noche, como de costumbre, voy a casa de Aibileen. Le entrego, para que lo revise, el capítulo de Louvenia, el que he escrito a la velocidad del rayo. Minny está en la mesa de la cocina; se toma un refresco y mira por la ventana. No sabía que iba a estar con nosotras hoy, y preferiría que nos dejara trabajar.

Aibileen termina de leer y hace un gesto afirmativo con la cabeza.

—Creo que este capítulo ha
quedao mu
bien. Se lee igual que los que escribimos con más calma.

Suspiro, me reclino en la silla y pienso en lo que nos falta aún.

—Tenemos que decidir el título —digo, mientras me froto las sienes—. He estado pensando en algunos. Creo que deberíamos llamarlo
Empleadas del hogar de color trabajando para familias sureñas.

—Pero ¿qué dice? —pregunta Minny, mirándome por primera vez en toda la noche.

—Es la mejor forma de describir el contenido, ¿no os parece? —digo.

—Sí, pero suena como si te estuvieran metiendo una mazorca de maíz por el culo.

—No es una obra de ficción, Minny, es sociológica. El título tiene que ser preciso.

—Pero no por eso
tié
que ser
aburrío
—replica Minny.

—Aibileen —suspiro, confiando en que podamos resolver el tema esa noche—, ¿tú qué opinas?

Aibileen se encoge de hombros y puedo ver que ya está preparando su sonrisa pacificadora. Parece que siempre tiene que calmar los ánimos cuando Minny y yo estamos en la misma habitación.

—Es un buen título, pero se va a
cansá
de
escribí
una frase tan larga en
toas
las páginas —contesta.

Ya le había explicado antes cómo se deben presentar los textos.

—Bueno, podemos acortarlo un poco... —digo, sacando mi lápiz.

Aibileen se rasca la nariz y propone:

—¿Qué os parece si lo llamamos
na
más:
Criadas y señoras?


Criadas y señoras
—repite Minny, como si nunca hubiera escuchado la palabra.


Criadas y señoras
—murmuro.

Aibileen se encoge de hombros y baja los ojos con timidez, como si estuviera un poco avergonzada de su ocurrencia.

—No quiero quitarle su idea... Sólo intento
busca
algo más sencillo.


Criadas y señoras
me suena bien —dice Minny, cruzándose de brazos.

—Me gusta...
Criadas y señoras
—comento, porque de verdad me gusta, y añado—: Aunque creo que deberíamos poner debajo una descripción para que quede claro de qué trata. Pero me parece un buen título.


¡Pos
ya está!
¡Criadas y señoras!
—exclama Minny—. Si lo publican, bien sabe Dios que vamos a
necesitá
de Sus servicios.

El domingo por la tarde, a falta de ocho días para la fecha de entrega, bajo las escaleras mareada y mis ojos parpadean por haberme pasado todo el día con la vista fija en la máquina de escribir. Casi me he alegrado al escuchar el ruido del coche de Stuart al acercarse a casa. Me froto los ojos. Puede que hoy me quede un poco con él para despejarme la cabeza y luego seguir trabajando por la noche.

Stuart baja de su camioneta llena de barro. Todavía lleva la corbata de los domingos. Intento no fijarme en lo guapo que está. Me desperezo al salir al porche. Hace un calor totalmente incongruente teniendo en cuenta que sólo faltan doce días para Navidad. Madre está sentada en una mecedora, cubierta con mantas.

—Hola, Miss Phelan. ¿Qué tal se encuentra hoy? —pregunta Stuart.

Madre le hace un gesto regio con la cabeza.

—Bien; gracias por preguntar.

Me sorprende la frialdad de su tono de voz. Después, vuelve a concentrarse en su periódico y no puedo evitar sonreír. Madre sabe que Stuart ha estado viniendo a verme, pero no me lo ha mencionado más que una vez. Me pregunto cuándo saltará sobre mí.

—Hola —me dice Stuart muy tranquilo.

Nos sentamos en las escaleras del porche. En silencio, contemplamos a
Sherman,
nuestro viejo gato, que trepa por un árbol meneando la cola detrás de algún bicho que no podemos ver desde aquí.

Stuart me posa la mano en el hombro.

—No puedo quedarme mucho hoy. Me voy a Dallas para una reunión de la empresa, estaré fuera tres días. Sólo he venido a decírtelo.

—Muy bien —respondo, y me encojo de hombros como si no me importara.

—Vale —dice, y regresa a su camioneta.

Cuando se ha marchado, Madre se aclara la garganta. Sigo de espaldas a ella, porque no quiero que vea la decepción en mi rostro.

—Venga, Madre —le susurro por fin—. Suéltalo ya.

—No dejes que se aproveche de ti.

Me vuelvo y la miro con sospecha. Por muy frágil que parezca bajo sus mantas de lana, ¡ay de aquel que se atreva a minusvalorar a Madre!

—Si ese Stuart no se da cuenta de lo inteligente y atenta que eres y de lo bien que te he educado, que se vuelva a State Street. —Mira frunciendo el ceño al perro, tumbado obscenamente al sol patas arriba—. Sinceramente, no me gusta mucho ese Stuart. No sabe la suerte que tuvo por haber salido contigo.

Dejo que las palabras de Madre se posen como un dulce caramelo en mi lengua. Muy a mi pesar, me levanto de las escaleras y me dirijo hacia la puerta. Todavía me queda mucho trabajo por hacer y no dispongo de demasiado tiempo.

—Gracias, Madre.

La beso en la mejilla y entro en casa.

Estoy agotada e irritable. Llevo cuarenta y ocho horas tecleando sin parar. Me encuentro atontada con tantos datos en la cabeza sobre la vida de otras personas. Me escuecen los ojos por la tinta y tengo los dedos llenos de cortes que me he hecho con el borde de los folios. Quién iba a decir que el papel y la tinta pudieran ser tan nocivos...

Sólo me quedan seis días. Me paso por casa de Aibileen, que se ha tomado un día libre en el trabajo a pesar del enfado de Elizabeth. Supongo que sabe de lo que tenemos que hablar antes incluso de que yo abra la boca. Me deja en la cocina y vuelve con un sobre en la mano.

—Antes de darle esto... creo que tengo que contarle unas cosas
pa
que pueda
entendé
bien.

Asiento y me remuevo nerviosa en la silla. Me gustaría abrir el sobre cuanto antes y acabar con esto.

Aibileen ordena el cuaderno que tiene en la mesa de la cocina y la observo mientras alinea sus dos lápices amarillos.

—¿Recuerda que le conté que Constantine tenía una hija? Se llamaba Lulabelle. Ay,
Señó,
le salió pálida como la nieve. Cuando le creció el pelo, lo tenía del
coló
del heno, y
mu
liso, no
rizao
como el suyo.

—¿Tan blanca era?

Siempre me había preguntado esto desde que Aibileen me contó hace ya tiempo en la cocina de Elizabeth lo de la hija de Constantine. Pienso en lo extraño que le resultaría tener un bebé blanco entre los brazos sabiendo que esta vez era suyo.

Aibileen asiente.

—Cuando Lulabelle tenía cuatro años, Constantine... —Aibileen cambia de postura en la silla—. Bueno, la llevó a un orfanato en Chicago.

—¿Un orfanato? ¿Estás diciendo que... abandonó a su hija?

Con lo que me quería Constantine, me puedo imaginar lo mucho que querría a su propia hija.

Aibileen me mira a los ojos. Veo algo en ellos que nunca antes había visto: frustración y una cierta antipatía.

—Un montón de mujeres de
coló
tienen que
abandoná
a sus hijos, Miss Skeeter. No pueden atenderlos porque se tienen que
ocupá
de una familia blanca. —Bajo la mirada, preguntándome si Constantine no pudo ocuparse de su hija por atender a mi familia—. Aunque lo normal es que los envíen con parientes. Meterlos en un orfanato es algo... un poco distinto.

—¿Y por qué no envió a la niña con su hermana o con otro familiar?

—Su hermana no podía ocuparse de ella. Ser un negro con la piel blanca en Misisipi significa no
pertenecé
a ninguna de las dos razas. Pero no sólo fue duro
pa
la niña, también lo fue
pa
Constantine. La gente... se quedaba mirándola
tol
rato. Los blancos la abordaban
pa sabé
qué hacía ella con una niña blanca por la calle. En State Street, la policía la paraba y le preguntaba por qué no llevaba su uniforme de trabajo. Incluso la gente de
coló
la trataba distinto. Desconfiaban de ella, como si hubiera hecho algo malo. Le costaba mucho
encontrá
a alguien dispuesto a
cuidá
a Lulabelle cuando tenía que ir a
trabajá.
Constantine terminó haciendo lo que no quería
hacé...

—¿En aquel entonces ya trabajaba para mi familia?


Pos
sí, llevaba ya unos años con su mamita de
usté.
Ahí fue donde
conosío
al padre de la criatura, Connor. Trabajaba en su plantación y vivía en Hotstack. —Aibileen mueve la cabeza—. A
toas
nos sorprendió que Constantine se... relacionara con él así, sin
pasá
por el
altá.
A mucha gente en la parroquia no le hizo ninguna
grasia,
sobre todo cuando la niña salió blanca, aunque su padre era tan negro como yo.

—Seguro que a mi madre tampoco le hizo mucha gracia.

No me cabe ninguna duda de que Madre lo supo. Siempre está al corriente de las circunstancias del servicio (dónde viven, si están casadas, cuántos hijos tienen). Es más una forma de control que un verdadero interés. Le gusta saber quién anda por sus propiedades.

—¿La dejó en un orfanato para niños de color o en uno de blancos? —pregunto, porque se me ocurre (o espero) que igual lo que pasó es que Constantine quería una vida mejor para su hija; quizá pensó que si la adoptaba una familia blanca no se sentiría tan diferente.

—En uno de
coló.
Los de blancos no la admitieron, nos contó. Supongo que sabían... Igual habían
tenío
el mismo caso antes. Cuando Constantine fue a la estación de tren con Lulabelle
pa
llevarla a Chicago, dicen que los blancos la miraban
sorprendíos
en el andén, preguntándose qué hacía una niña blanca
subía
en el vagón de los negros. Cuando Constantine la dejó en aquel
lugá...
la pequeña tenía ya cuatro años... era
demasiao mayó pa
que la abandonaran. Lulabelle se puso a
llorá
y
gritá
como una loca. Eso es lo que le contó Constantine a alguien de nuestra parroquia. Le dijo que Lula chillaba y se revolvía pidiéndole a su madre que no la dejara. Pero Constantine, incluso escuchando sus gritos, la dejó allá.

Mientras escucho, empiezo a comprender lo que Aibileen me está contando. Si no hubiera tenido una madre como la que tengo, igual no habría sido capaz de entenderlo tan bien.

—¿Abandonó a su hija... porque le daba vergüenza que fuera blanca?

Aibileen abre la boca para protestar, pero de repente la cierra y baja la mirada.

—Unos años más tarde, Constantine escribió al orfanato y les dijo que había
cometío
un
erró,
que quería que le devolvieran a su hija. Pero Lula había sido
adoptá.
¡La había
perdío pa
siempre! Constantine decía que
abandoná
a su hija fue el peor
erró
que cometió en su vida. —Aibileen se reclina en la silla—. Y también decía que si algún día conseguía
recuperá
a Lulabelle, no la dejaría
marchá
nunca.

Me quedo en silencio, con el corazón dolido por Constantine. Empiezo a temer que esto tenga algo que ver con Madre.

—Hace un par de años, Constantine recibió una carta de Lulabelle —continúa relatando Aibileen—. Creo que tenía ya
veintisinco
años. Parece que sus padres adoptivos le habían
dao
la dirección. Empezaron a escribirse y un día Lulabelle le dijo que quería acercarse a Misisipi y quedarse una
temporá
con su madre.
¡Señó!
Constantine estaba tan nerviosa que no era capaz de
andá
recta. No podía
comé
ni
bebé
agua, no paraba de
vomitá.
La tuve que
meté
en mi lista de oraciones.

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