La habitación permanece en silencio. Fuera, reina la oscuridad. La oficina postal está ya cerrada, así que decidí pasarme por aquí para enseñárselo todo a Aibileen y Minny antes de enviarlo. Normalmente, sólo les traigo capítulos sueltos.
—¿Qué pasa si lo descubren? —pregunta Aibileen muy tranquila. Minny levanta la vista de su café—. ¿Qué pasará si la gente se entera de que Niceville es en
realidá
Jackson y empiezan a
adiviná
quién es quién?
—No lo descubrirán —dice Minny—. Jackson es una
ciudá
como otra cualquiera, hay un montón de sitios iguales.
Hace mucho que no hablábamos de esto. Además del comentario de Winnie sobre las lenguas cortadas, no hemos vuelto a pensar en las consecuencias que el libro podría tener, más allá de que las criadas perdieran su trabajo. Durante los últimos ocho meses, en lo único que pensábamos era en lograr terminarlo a tiempo.
—Minny,
tiés
que
pensá
en tus críos —dice Aibileen—. Y en Leroy... si tu
marío
se entera...
Los ojos de Minny, habitualmente confiados, parecen de repente esquivos, inquietos.
—Leroy se va a
cabreá,
eso está claro —comenta Minny, bajándose otra vez la manga del vestido—. Se cabreará y se quedará
mu
triste si los blancos se me llevan.
—¿No crees que deberíamos
buscá
un
lugá pa escapá,
en caso de que las cosas se pongan feas? —pregunta Aibileen.
Las dos se quedan reflexionando sobre el tema y mueven la cabeza.
—No sé
ande
podríamos ir —resume Minny.
—
Usté
también debería
pensá
en un sitio
pa
ocultarse, Miss Skeeter —me dice Aibileen.
—No puedo abandonar a mi madre ahora. —Me siento en una silla y añado—: Aibileen, ¿crees que... nos harán daño? Quiero decir, como lo que sale en los periódicos.
Aibileen ladea la cabeza, confusa por mis palabras. Frunce el ceño, como si hubiera un malentendido.
—A nosotras nos atizarán. Vendrán al barrio con sus bates de béisbol. Igual no nos matan, pero...
—Pero... ¿quiénes hacen eso? ¿Las mujeres blancas sobre las que escribimos? No creo que ellas vayan a hacernos daño, ¿no? —pregunto.
—¿Acaso no sabe que a los hombres blancos les encanta
protegé
a las mujeres de su
ciudá?
Se me pone la piel de gallina. Más que por lo que pueda pasarme a mí, me preocupa el daño que podrían causarles a Aibileen, a Minny, a Louvenia, a Faye Belle y a otras ocho mujeres. El libro sigue sobre la mesa. Siento deseos de meterlo en la mochila y esconderlo.
Sin embargo, miro a Minny porque, por alguna extraña razón, creo que es la única de nosotras que realmente comprende lo que nos puede pasar. No me devuelve la mirada, está perdida en sus pensamientos, pasándose la uña del pulgar por el labio.
—Minny, ¿tú qué piensas? —le pregunto.
Ella sigue con la vista fija en la ventana, moviendo la cabeza al ritmo de sus propias elucubraciones.
—Creo que necesitamos algún tipo de seguro.
—No hay seguros
pa
nosotras —dice Aibileen.
—¿Y si ponemos en el libro la terrible trastada que le hice a Miss Hilly? —inquiere Minny.
—No podemos, Minny —le responde Aibileen—. Nos delataría.
—Pero si lo ponemos, a Miss Hilly no le haría
grasia
que la gente descubra que el libro habla de Jackson. No querrá que nadie se entere de que ella es la protagonista de esa historia. Y si alguien se acerca a la
verdá,
ella misma se encargará de
desviá
la atención.
—¡Leches, Minny! Me parece
demasiao arriesgao.
Nadie sabe de lo que es capaz esa
mujé.
—Las únicas personas que conocen esa historia son Miss Hilly y su mamá —dice Minny—. Bueno, y Miss Celia, pero ésa no
tié
amigas
pa
contárselo.
—¿Qué pasó? —pregunto—. ¿De verdad es algo tan terrible?
Aibileen me mira y enarco las cejas sin entender.
—¿Quién sería capaz de
reconocé
algo así? —le dice Minny a Aibileen—. Además, Aibileen, tampoco
pué permití
que la gente te relacione a ti o a Miss Leefolt con el libro, porque entonces podrían
descubrí
lo que le hice. Hazme caso, Miss Hilly es la
mejó
protección que tenemos.
Aibileen asiente con la cabeza. Luego repite ambos gestos mientras la miramos expectantes.
—Si ponemos la terrible trastada en el libro y la gente descubre que las protagonistas sois tú y Miss Hilly, estarás
metía
en un buen lío —Aibileen se estremece—. Creo que no se ha
inventao
un castigo
pa
lo que hiciste.
—Es un riesgo que estoy dispuesta a
corré.
Ya lo he
decidío.
Si no lo incluís, quitáis mi capítulo entero.
Aibileen y Minny se miran fijamente. No podemos quitar el capítulo de Minny, es el que cierra el libro, en el que se explica cómo es posible que a una mujer la despidan diecinueve veces en la misma ciudad y se relata su lucha infructuosa por contener la rabia que lleva dentro. Comienza con las reglas de su madre sobre lo que hay que hacer para trabajar en casa de una mujer blanca y termina cuando Hilly envía a Miss Walter al asilo. Me gustaría intervenir, pero creo que es mejor seguir en silencio.
Por fin, Aibileen suspira y mueve la cabeza.
—Está bien. Supongo que lo
mejó
será que se lo cuentes a Miss Skeeter.
Minny me mira con el ceño fruncido. Saco papel y bolígrafo y me preparo para escribir.
—Sepa que sólo se lo cuento por el libro. Yo no soy de esas que van contando secretos por ahí.
—Voy a
prepará
más café —se ofrece Aibileen.
De regreso a Longleaf siento escalofríos pensando en la historia de la tarta de Minny. No sé qué será más seguro, si incluirla en el libro o no. Además, si la escribo entre esta noche y mañana, perderemos un día y tendremos menos posibilidades de entregarlo a tiempo. Me puedo imaginar el rostro de Hilly rojo de rabia. Todavía odia a Minny, conozco bien a mi amiga. Si nos descubren, se convertirá en nuestra más feroz enemiga. Incluso si no nos descubren, publicar la historia de la tarta cabreará a Hilly más de lo que pueda imaginar. Pero Minny tiene razón, es nuestra mejor garantía de seguridad.
Cada doscientos metros miro por el retrovisor. Conduzco al límite de velocidad y voy por carreteras secundarias. En mi mente resuena el «Nos atizarán».
Me paso toda la noche y el día siguiente escribiendo, con cara de asco ante los detalles de la historia de Minny. A las cuatro de la tarde, meto el manuscrito en un sobre de cartón y lo envuelvo en papel de celofán marrón. Normalmente tarda siete u ocho días en llegar, pero tiene que estar en Nueva York en seis días.
A pesar del miedo que tengo a la policía, conduzco a toda velocidad hasta la oficina postal, consciente de que cierra a las cuatro y media. Al llegar, me dirijo corriendo a la ventanilla. No duermo desde anteayer. Tengo el pelo revuelto por el viento. El empleado de correos me mira sorprendido.
—¿Sopla mucho aire en la calle?
—Por favor, ¿podrían enviar esto hoy? Es para Nueva York.
Observa la dirección en el sobre y me dice:
—La furgoneta para los envíos fuera de la ciudad ya ha salido. Tendrá que esperar a la de mañana.
Pone los sellos al paquete y me vuelvo a casa.
Nada más llegar, me meto directamente en la despensa y llamo al despacho de Elaine Stein. Su secretaria me pone con ella y le cuento con voz ronca y agotada que acabo de enviarle el manuscrito.
—La última reunión editorial es dentro de seis días, Eugenia. No sólo tiene que llegar el manuscrito, también tiene que darme tiempo a leerlo. Siento decirle que lo veo poco probable.
No tengo mucho más que decir, así que sólo susurro:
—Lo comprendo. Gracias de todos modos —y añado—: Feliz Navidad, Miss Stein.
—Nosotros lo llamamos
hanukkah,
pero gracias de todos modos, Miss Phelan.
Después de colgar el teléfono, salgo al porche y me quedo contemplando los gélidos campos. Estoy tan agotada que ni me he dado cuenta de que el coche del doctor Neal está aparcado delante de casa. Debe de haber venido mientras yo estaba en la oficina postal. Me apoyo en la barandilla y espero a que salga del cuarto de Madre. A través de la puerta abierta, puedo ver que su dormitorio permanece cerrado.
Un poco más tarde, el doctor Neal cierra muy despacito la puerta tras él y sale al porche. Se detiene a mi lado y me dice:
—Le he dado algo para que aguante mejor el dolor.
—¿Dolor? ¿Mamá ha vuelto a vomitar esta mañana?
El anciano doctor Neal me contempla con sus nublados ojos azules durante un buen rato. Parece estar sopesando si decirme algo o no.
—Eugenia, tu madre tiene un cáncer de estómago.
Me apoyo en la fachada de la casa. Estoy aturdida, aunque, ¿acaso no me imaginaba algo así?
—No quiere contártelo, pero como se niega a que la ingresen en el hospital, es mejor que lo sepas. Los próximos meses van a ser... un poco duros. —Enarca las cejas y añade—: Duros para ella y para ti.
—¿Próximos meses? ¿Eso es todo... lo que queda?
Me tapo la boca con la mano y me da una arcada.
—Un poco más o un poco menos, querida. Pero conociendo a tu madre... —Mira al interior de la casa—. Estoy seguro de que peleará contra la enfermedad como un demonio.
Me quedo aturdida, incapaz de hablar.
—Llámame cuando lo necesites, Eugenia. A la consulta o a mi casa.
Entro en casa y me dirijo a la habitación de Madre. Padre está en el sofá junto a la cama con la mirada perdida. Madre tiene la espalda apoyada en el cabecero de la cama y pone los ojos en blanco al verme.
—¡Vaya! Supongo que ya te lo ha contado...
Las lágrimas me gotean por la barbilla. Le tomo las manos.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
—Un par de meses.
—Oh, mamá.
—Ya vale, Eugenia. Es algo inevitable.
—Pero ¿qué puedo...? ¿Quedarme aquí sentada viendo cómo te...? —me interrumpo porque no puedo pronunciar la palabra. La frase entera me resulta insoportable.
—Pues claro que no te vas a quedar ahí sentada. Carlton va a hacerse abogado y en cuanto a ti —añade, y me apunta con el dedo—, no pienses que voy a permitir que descuides tu apariencia cuando ya no esté aquí. En cuanto pueda levantarme de esta cama, llamaré a la peluquería y te concertaré hora hasta el año 1975.
Me hundo en el sofá y Padre me rodea entre sus brazos. Apoyo la cabeza en su pecho y me echo a llorar.
El árbol de Navidad que Jameso puso hace una semana se ha secado y se le caen las agujas cada vez que alguien entra en el salón. Quedan sólo seis días para Navidad y nadie se ha preocupado de regarlo. Bajo el árbol se encuentran los pocos regalos que Madre compró y envolvió en julio. Uno para Padre, evidentemente una corbata de domingo, algo pequeño y cuadrado para Carlton y una pesada caja para mí que sospecho que es una nueva Biblia. Ahora que todo el mundo sabe lo del cáncer de Madre, es como si fuera una marioneta a la que han cortado los hilos que la mantenían en pie. Hasta su cabeza se mantiene inestable sobre los hombros. Lo máximo que puede hacer es levantarse para ir al baño o sentarse unos minutos al día en el porche.
Por la tarde, le llevo a Madre su correo:
La Revista de la Buena Ama de Casa,
boletines de la iglesia y de la Asociación de Hijas de la Revolución Americana...
—¿Qué tal estás?
Le aparto el pelo de la cara y cierra los ojos como si disfrutara con el sentimiento. Ahora ella es la niña y yo la madre.
—Bien.
Pascagoula entra en la habitación y deja una bandeja con caldo en la mesa. Cuando se marcha, Madre mueve ligeramente la cabeza mirando hacia la puerta.
—¡Ay, no! —dice con cara de asco—. No puedo comer.
—No tienes que comer ahora, mamá. Ya lo harás más tarde.
—Constantine hacía las cosas más ricas, ¿verdad?
—Sí —respondo—, la verdad es que sí.
Es la primera vez que menciona a Constantine desde aquella terrible discusión que tuvimos.
—Dicen que una buena sirvienta es como el verdadero amor, sólo se encuentra una en la vida.
Asiento, y se me ocurre que debería anotar este comentario e incluirlo en el libro. Pero ya es demasiado tarde, el libro ya está enviado. No hay nada que yo ni nadie pueda hacer, excepto esperar a ver qué pasa.
El día de Nochebuena es deprimente, lluvioso y cálido. Cada media hora, Padre sale del dormitorio de Madre, mira por la ventana y pregunta si ya ha llegado, aunque nadie le escuche. Mi hermano Carlton salió esta tarde de la facultad de Derecho de la Universidad de Luisiana rumbo a casa y a los dos nos alegra tenerlo aquí. Madre lleva todo el día vomitando y con arcadas. Apenas es capaz de abrir los ojos, pero no puede dormir.
—Charlotte, deberías estar en un hospital —le dijo el doctor Neal esta tarde. He perdido la cuenta de las veces que se lo ha propuesto la última semana—. O por lo menos, déjame que traiga una enfermera para que te atienda aquí.
—Charles Neal —replicó Madre sin levantar la cabeza de la almohada—, no pienso pasar mis últimos días en una habitación de hospital ni convertir mi casa en una clínica.
El doctor Neal suspiró, le dio un nuevo preparado a Padre y le explicó cómo administrárselo.
—Pero ¿esto la ayudará? —oí a Padre susurrarle al médico en el salón—. ¿Se pondrá mejor?
—No, Carlton —contestó el doctor Neal posando una mano en el hombro de Padre.
A las seis de la tarde, por fin oímos el coche de mi hermano, quien entra en casa y exclama:
—¡Jesús! ¿Has vuelto a crecer, hermanita?
Me abraza con fuerza. Tiene la ropa arrugada del viaje, pero está guapo con su jersey tricotado de la universidad. Huele a aire fresco. Resulta agradable tener a alguien más en casa.
—¡Demonios! ¿Por qué hace tanto calor en esta casa?
—Madre siempre tiene frío —le digo en voz baja.
Lo acompaño al dormitorio. Madre se incorpora al verlo y extiende sus raquíticos brazos.
—¡Carlton! Por fin has llegado.
Carlton se queda inmóvil un segundo, luego se agacha y la abraza con delicadeza. Mi hermano gira la cabeza para mirarme y puedo ver reflejada la conmoción en su rostro. Me doy la vuelta y me tapo la boca para no echarme a llorar, porque si empiezo no seré capaz de parar. El gesto de Carlton dice mucho más de lo que quiero saber.