El miércoles por la mañana, Miss Celia sigue entre las sábanas. Hago mi trabajo en la cocina, intentando disfrutar del hecho de que no ande rondando a mi alrededor. Pero no puedo, porque el teléfono no para de sonar y, por primera vez desde que llegué a esta casa, Miss Celia no sale corriendo a contestar. A la décima llamada, no lo soporto más y contesto.
Voy al dormitorio de Miss Celia a avisarla.
—Mister Johnny al teléfono.
—¿Qué? ¡Pero si se supone que no sabe que... que trabajas aquí!
Suelto un profundo suspiro para dejarle claro que a estas alturas me importan un pimiento sus mentiras.
—Su
marío
me llamó el otro día a mi casa, Miss Celia. Se acabó la farsa.
—Dile que estoy dormida —contesta, cerrando los ojos.
Levanto el teléfono del dormitorio y, sin apartar la vista de Miss Celia, le digo a su marido que está en la ducha.
—Sí,
señó,
está
mejó
—miento, mientras la miro enfadada.
Cuelgo el aparato y le digo a Miss Celia:
—Quería
sabe
qué tal está
usté.
—Ya lo he oído.
—He
mentío
por
usté,
¿sabe?
Otra vez se tapa la cara con la almohada.
Al día siguiente por la tarde ya no puedo aguantar más. Miss Celia sigue en el mismo sitio en el que se ha pasado toda la semana. Su rostro está más delgado y su cabello, con el tinte dorado, se ha vuelto muy grasiento. La habitación empieza a oler a rancio. Estoy segura de que no se ha duchado desde el viernes.
—Miss Celia —le digo.
Me mira, pero no sonríe ni abre la boca.
—Mister Johnny va a
volvé
esta noche y le prometí que iba a
cuidá
de
usté.
¿Qué va a
pensá
de mí si la encuentra
tirá
en la cama con ese apestoso camisón que lleva?
Miss Celia empieza a gimotear, le entra hipo y luego rompe a llorar como una niña.
—Nada de esto habría pasado si me hubiera quedado en el lugar al que pertenezco. Él tendría que haberse casado con alguna más apropiada. Debería haberse casado con... Hilly.
—Vamos, Miss Celia, no es
pa...
—¿Viste cómo me miró Hilly? Como si yo no fuera nadie. Una basura que Johnny encontró tirada en la cuneta.
—Lo que piense Miss Hilly no importa. No debe
tené
en cuenta la opinión de esa
mujé.
—No estoy preparada para este estilo de vida. ¿Para qué quiero una mesa para doce personas en el comedor? Aunque se lo suplique de rodillas a la ciudad entera, nunca conseguiré traer a doce personas a cenar a esta casa.
Muevo la cabeza. Ya está otra vez quejándose de lo mucho que tiene.
—¿Por qué me odia así? Si ni siquiera me conoce —solloza Miss Celia—. Además, no sólo es por lo de Johnny. Me llamó mentirosa y me acusó de haberle regalado esa... tarta. —Se golpea con los puños en las rodillas y continúa llorando—. No habría vomitado de no ser por cómo me trató.
—¿Qué tarta? ¿De qué está hablando?
—Hi... Hi... Hilly ganó tu tarta, y me acusó de haber pujado por ella en su nombre, para gastarle no sé qué broma —dice entre gemidos y sollozos—. ¿Por qué iba a hacer yo eso? ¿Por qué iba a pujar por ella?
De repente, empiezo a darme cuenta de lo que está pasando. No sé quién pujó para que Hilly se llevara esa tarta, pero sé perfectamente que esa mujer se comería viva al que lo hiciera.
Contemplo la puerta. Una voz en mi interior me dice: «Minny, márchate. Déjalo estar y sal de aquí». Pero miro a Miss Celia, que se limpia los mocos en su viejo camisón, y me siento culpable.
—No puedo seguir haciéndole esto a Johnny. Ya he tomado una decisión, Minny. Me vuelvo a mi pueblo —solloza—. Me vuelvo a Sugar Ditch.
—¿Va a
dejá
a su
marío
sólo porque ha
vomitao
en una fiesta?
«¡Espera un momento!», me digo, abriendo los ojos todo lo que puedo. Miss Celia no puede abandonar a Mister Johnny... ¿Dónde demonios voy a trabajar yo?
Al recordarle lo del vómito, Miss Celia se hunde de nuevo en una crisis de llanto. Suspiro, la miro, y me pregunto qué puedo hacer.
¡Ay, Señor! Creo que ha llegado el momento. Ya es hora de que le cuente lo único que no le he dicho a nadie en toda mi vida. De cualquier modo, voy a perder mi empleo, así que, por probar, nada se pierde.
—Miss Celia... —le digo, sentándome en el sillón amarillo de la esquina.
Nunca me he sentado en esta casa más que en la cocina y aquel desgraciado día que lo hice en el suelo del cuarto de baño. Pero hoy las circunstancias son excepcionales.
—Sé por qué Miss Hilly se enfadó tanto... —le explico—. Con lo de la tarta, me refiero.
Miss Celia se suena estruendosamente la nariz en un pañuelo y me mira.
—Una vez le hice algo... terrible, horrible.
Se me acelera el corazón sólo de pensar en ello. Me doy cuenta de que no voy a poder explicarle la historia sentada en este sillón. Me levanto y me acerco al borde de la cama.
—¿El qué? —pregunta, sorbiéndose las lágrimas—. ¿Qué pasó, Minny?
—El año
pasao,
Miss Hilly me hizo
vení
a su casa un día, cuando yo todavía trabajaba pa su madre. Me dijo que iban a
mandá
a Miss Walter a una residencia de ancianos. Me asusté, porque tengo cinco hijos que
alimentá
y mi
marío
Leroy ya trabaja dos turnos en la fábrica. —Siento que me arde el pecho—. Sé que lo que hice no es muy cristiano, pero ¿qué tipo de persona es capaz de
enviá
a su propia madre a una residencia
pa
que la cuiden extraños? Me pareció que había algo malo en lo que hacía esa
mujé
que justificaba mi comportamiento.
Miss Celia se sienta en la cama y se limpia la nariz. Ahora parece estar prestando atención.
—Durante tres semanas, estuve buscando trabajo. Cada día, cuando terminaba en casa de Miss Walter, empezaba mi ruta. Fui a ver a Miss Childs y me mandó a paseo. Después pasé por casa de la familia Rawley, y tampoco me aceptaron. Ni ellos, ni los Rich, ni Patrick Smith, ni los Walker... Ni tan siquiera esos católicos que tienen siete hijos, los Thibodeaux. Nadie me quería.
—Oh, Minny, pobrecita... —dice Miss Celia—. ¡Qué mal lo debiste de pasar!
Tenso la mandíbula antes de continuar:
—Desde que era pequeña, mi
mamita
me decía que vigilara mi lengua, pero nunca le hice caso. Tengo fama de respondona en
toa
la
ciudá,
y me imaginaba que ésa sería la razón por la que nadie quería contratarme. Cuando sólo me quedaban dos días de trabajo en casa de Miss Walter, todavía no había
encontrao
otro empleo y empecé a asustarme de
verdá.
Con el asma de Benny, los gastos del colegio de Sugar, los de la pequeña Kindra... Ya las estábamos pasando canutas, y encima yo me iba a
quedá
sin trabajo. Entonces fue cuando Miss Hilly se pasó por casa de su madre
pa hablá
conmigo. Me dijo: «Ven a trabajar a mi casa, Minny. Te pagaré veinticinco centavos más que mi madre al día». Me estaba tentando con una zanahoria, como si yo fuera un caballo percherón. —Se me cierran los puños de la rabia al recordarlo—. Se pensaba que iba a
aceptá
quitarle el trabajo a mi amiga Yule May Crookle. Miss Hilly se cree que
tol
mundo es tan
retorcío
como ella.
Me paso la mano por la frente para secarme el sudor. Miss Celia me escucha sorprendida, con la boca abierta.
—Le contesté: «No,
grasias,
Miss Hilly». Me dijo que me pagaría cincuenta centavos más al día y le repetí: «Muchas
grasias,
señorita, pero no». Entonces me hundió en la miseria, Miss Celia. Me dijo que sabía que había
estao
en casa de los Childs, de los Rawley y de
toas
las otras familias que me rechazaron. Me dijo que les había contado a
tos
que yo era una ladrona. Nunca he
robao na
en mi vida, pero esa
mujé
contó ese embuste por
toa
la
ciudá.
Nadie va a
contratá
de criada a una negra mangante y con la lengua larga, así que no me quedaba más remedio que
trabajá pa
ella gratis... Por eso hice lo que hice.
Miss Celia pestañea y me pregunta:
—¿El qué, Minny?
—Le dije que se podía ir a
comé
mierda.
Miss Celia me mira alucinada.
—Después me fui a casa y me puse a
prepará
una de mis tartas. Eché el azúcar, chocolate de pastelería y vainilla de la buena que me había
traío
de México mi primo. Al día siguiente, la llevé a casa de Miss Walter. Sabía que Miss Hilly estaría allí porque ese día iban a
vení
los del asilo a
recogé
a su madre y así ella podría
vendé
la casa,
arramblá
con la cubertería de plata y
rapiñá to
lo que pudiera. En cuanto puse la tarta en la encimera, Miss Hilly sonrió pensando que estaba intentando
hacé
las paces con ella. Creyó que era mi forma de pedirle perdón por lo que le había dicho el día
anterió.
Me quedé allí mirando con mis propios ojos cómo se la comía. Se tragó dos trozos enteros, metiéndoselos en la boca como si nunca hubiera probao
na
tan rico. Cuando terminó, dijo: «Sabía que cambiarías de idea, Minny. Sabía que ibas a terminar aceptando mi oferta», y soltó una carcajada de niña
engreía,
como si
to
esto le hiciera mucha
grasia.
Entonces, Miss Walter dijo que tenía un poco de hambre y me pidió un trozo de tarta. Le contesté: «No, señora. Esta tarta es especial, sólo
pa
Miss Hilly». Pero Miss Hilly dijo: «Deja que mi madre la pruebe si quiere, pero sólo un trocito. Minny, ¿qué le pones para que te salga tan buena?». «Vainilla de la buena, de México», contesté, y ya no me pude aguantar más y le conté lo que había puesto en esa tarta.
Miss Celia me contempla petrificada. No me atrevo a mirarla a los ojos.
—Miss Walter se quedó boquiabierta. Nadie en esa cocina se atrevió a
pronunciá
palabra durante unos segundos. De lo sorprendidas que estaban, podría haberme
escapao
sin que se dieran cuenta. Pero entonces Miss Walter se empezó a reír con unas carcajadas tan fuertes que casi se cae de la silla. Todavía entre risas, dijo: «Vaya, Hilly, parece que esta vez te llevas tu merecido. Yo, en tu lugar, no volvería a andar contando mentiras sobre Minny, si no quieres que toda la ciudad se entere de que te has comido dos trozos de su mierda».
Miro avergonzada a Miss Celia, que me observa con los ojos como platos y una expresión de asco. Me empiezo a arrepentir de habérselo contado. Nunca volverá a confiar en mí. Regreso al sillón amarillo y me vuelvo a sentar.
—Lo siento, Miss Celia. Supongo que Miss Hilly pensó que
usté
conocía esa historia y que se estaba burlando de ella. No se habría puesto así con
usté
si yo no hubiera hecho lo que hice.
Miss Celia sigue mirándome embobada.
—Sólo quiero que sepa que, si se marcha y deja a Mister Johnny, entonces Miss Hilly habrá
ganao
la partida. Nos habrá
hundío
a mí y a
usté.
—Muevo la cabeza, y pienso en Yule May, que está en la cárcel, y en Miss Skeeter, que ha perdido a todas sus amigas—. Quedan pocas personas en esta
ciudá
a las que esa
mujé
no haya
arruinao
la vida.
Miss Celia permanece un rato en silencio. Después, me mira y se dispone a decir algo, pero cierra otra vez la boca. Por fin, me dice:
—Gracias... por... contármelo.
Y se vuelve a tumbar. Creo que ha llegado el momento de retirarme. Al cerrar la puerta de su habitación, puedo ver que sus ojos siguen abiertos como platos.
A la mañana siguiente descubro que Miss Celia por fin se ha levantado de la cama, se ha lavado el pelo y ya lleva otra vez la cara llena de maquillaje. Hace mucho frío en la calle, así que se ha vuelto a embutir en uno de sus ajustados jerséis.
—¿Contenta de
tené
a Mister Johnny en casa? —le pregunto.
No es que me importe mucho, lo que quiero saber es si todavía sigue con su idea de marcharse. Pero Miss Celia no está muy habladora hoy. Sus ojos parecen cansados y no se presta a sonreír por cualquier tontería como de costumbre. Señala hacia el jardín desde la ventana de la cocina y dice:
—Creo que voy a plantar unos rosales en la parte de atrás.
—¿Cuándo florecerán?
—Deberían hacerlo para la próxima primavera.
Me tomo como una buena señal que esté haciendo planes para el futuro. Imagino que alguien que tiene pensado escapar de casa de su marido no pierde el tiempo plantando unos arbustos que no florecerán hasta el año próximo.
Durante las siguientes semanas, Miss Celia se pasa las tardes trabajando en el jardín antes de que se oculte el sol de invierno. Una lluviosa y fría mañana llego a la casa y me la encuentro en la mesa de la cocina. Tiene el periódico delante de ella, pero su vista está fija en el árbol de mimosa.
—
Güenos
días, Miss Celia.
—Hola, Minny.
Miss Celia permanece sentada, mira el árbol y juguetea con un bolígrafo en la mano. Está empezando a llover con fuerza. Las rosadas hojas de mimosa caen de las ramas y se acumulan en húmedos montones sobre la hierba.
—¿Qué quiere hoy
pa comé?
Nos queda rosbif y algo de pastel de pollo... —le pregunto, mirando en el frigorífico.
Tengo que tomar una determinación con Leroy, decirle cómo son las cosas. «O dejas de pegarme, o me voy. Y no pienso llevarme a los críos.» Lo de los niños no es verdad, pero espero que le asuste más que otra cosa.
—No quiero nada.
Miss Celia se levanta y se quita un zapato de tacón y luego el otro. Se estira, con la mirada todavía fija en el árbol. Hace crujir los nudillos y sale por la puerta del jardín.
Desde la ventana, la veo agarrar el hacha. Me da un pequeño escalofrío, porque a nadie le hace gracia ver a una mujer loca con un hacha en la mano. La balancea en el aire, como si fuera un bate de béisbol en un golpe de prueba.
—¡Esta vez se acabó, preciosidad!
Se está empapando por la lluvia, pero no parece importarle. Empieza a dar hachazos al árbol. Ramas y hojas rosas salen despedidas en todas las direcciones.