En ese mismo instante, Miss Leefolt llega a casa. Lleva su vestido de las reuniones de la Liga de Damas y esos ruidosos zapatos de tacón. Se dirige directamente al salón.
—¡Cómo me alegro de que haya terminado la ola de calor! Estoy que no quepo en mí de gozo.
Mister Dennis charla sobre un libro titulado
Pequeño gran hombre.
Intento contestar a Miss Leefolt pero estoy demasiado tensa.
—Ahora... Ahora mismo apago la tele, señora.
—¡Espera, déjala! —exclama Miss Leefolt—. ¡Esa es Joline French, nuestra amiga! Voy a llamar a Hilly para decírselo.
Sale corriendo a la cocina y llama por teléfono. Le responde Ernestine, la tercera sirvienta que ha tenido Miss Hilly en un mes.
Ernestine sólo tiene un brazo. A Miss Hilly cada vez le quedan menos criadas para elegir.
—Ernestine, soy Miss Elizabeth... ¡Vaya! ¿No está en casa? Bueno, en cuanto vuelva, dígale que una compañera de nuestra hermandad está saliendo en la tele... Eso es. Gracias.
Miss Leefolt regresa al salón y se sienta en el sofá justo cuando empiezan los anuncios. Se me acelera la respiración. ¿Qué está haciendo esta mujer? Nunca antes habíamos visto la tele juntas, y justo hoy se tiene que plantar delante del aparato como si estuviera ella misma saliendo en la pantalla.
De repente, se termina el anuncio de jabón Dial y aparece Mister Dennis con el libro en la mano. La portada es la más bonita del mundo. Muestra el libro a las cámaras y señala con el dedo la palabra «Anónimo». Durante un par de segundos, siento más orgullo que miedo. Me gustaría gritar: «¡Ése es mi libro! ¡Mi libro sale en la tele!». Pero tengo que guardar las apariencias y hacer como si estuviera viendo un aburrido programa de literatura, aunque me cuesta respirar de la emoción.
—... titulado
Criadas
y
señoras,
con testimonios reales de asistentas del hogar, de Misisipi...
—¡Oh, qué pena que Hilly no esté en casa! ¿A quién podría llamar? Mira qué zapatos tan bonitos lleva Joline. Seguro que los ha comprado en la zapatería Papagallo.
«¡Cállese, por Dios!», pienso para mis adentros. Me acerco a la televisión y subo un poco el volumen, pero luego me arrepiento. ¿Y si hablan de mi capítulo? ¿Qué pasará si Miss Leefolt reconoce su propia historia?
—... lo leí anoche y ahora se lo está leyendo mi mujer... —Mister Dennis habla como un corredor de subastas, sonríe y sube y baja las cejas mientras señala nuestro libro— ...es realmente conmovedor. Instructivo, me atrevería a decir. Los autores lo ubican en la ciudad ficticia de Niceville, Misisipi. Pero ¿quién sabe? —Hace amago de taparse la boca y exclama en voz alta—: ¡Podría tratarse de Jackson!
¿Qué dice este hombre?
—La verdad es que las historias de este libro podrían suceder en cualquier ciudad del Estado. Por si acaso, cómprelo para asegurarse de que no hablan de usted. ¡Ja, ja, ja!
Me quedo helada, sintiendo un hormigueo en el cuello. Nada en el libro hace suponer que tenga que ser Jackson. Por favor, Mister Dennis, repita otra vez eso de que podría tratarse de cualquier otra ciudad.
Observo cómo Miss Leefolt sonríe al ver a su amiga en la tele. Parece como si la muy tonta pensara que puede verla. Mister Dennis sigue riendo y hablando, pero esa compañera de fraternidad, Miss Joline, tiene la cara roja como una señal de stop.
—¡Es una desgracia para los Estados del Sur! Una vergüenza para todas las buenas amas de casa sureñas que siempre se han preocupado por el servicio. Yo, personalmente, trato a mi criada como si fuera de la familia, y sé que todas mis amistades hacen lo mismo.
—¿Por qué tiene Joline esa cara de mala leche? ¡Que estás saliendo en la tele, mujer! —le grita Miss Leefolt al aparato. Se acerca a la pantalla y da unos golpecitos en la frente de su amiga—. ¡Joline! Sonríe un poco, hija. Estás muy fea con esa cara.
—Joline, ¿has leído el final, lo de la tarta? —tercia Mister Dennis—. Bessie Mae, si me estás viendo, desde que leí tu historia en la novela, respeto más tu trabajo. Y no volveré a probar la tarta de chocolate. ¡Ja, ja, ja!
Pero Miss Joline sostiene el libro entre las manos con gesto de asco, como si quisiera quemarlo, y de repente estalla:
—¡No compren este libro! ¡Mujeres de Jackson, no apoyen esta calumnia con el dinero ganado por sus maridos...!
—¿Qué? —parece que le pregunta Miss Leefolt a Mister Dennis.
De repente, se corta la emisión y ponen un anuncio del detergente Tide.
—¿De qué estaban hablando? —me pregunta Miss Leefolt.
No respondo. El corazón me late a cien por hora.
—Mi amiga Joline tenía un libro en la mano.
—Sí, señora.
—¿Cómo han dicho que se llamaba?
¿Criadas y señoras
o algo parecido?
Aprieto con fuerza la plancha contra el cuello de una camisa de Mister Raleigh. Tengo que llamar a Minny y a Miss Skeeter para ver si se han enterado. Miss Leefolt sigue esperando que le responda, y sé que no va a dejarlo estar. Nunca lo hace.
—¿Dijeron que era un libro sobre Jackson? —pregunta.
Mantengo la vista fija en la tabla de planchar y no contesto.
—Sí, creo que dijeron que el libro hablaba de Jackson —reflexiona en voz alta—. Pero ¿por qué no quiere Joline que lo compremos?
Me tiemblan las manos. ¿Cómo puede estar pasando esto? Sigo planchando, intentando alisar algo que está más que arrugado.
Unos segundos más tarde, se termina el anuncio del detergente Tide y vuelve a aparecer Dennis James con el libro. Miss Joline sigue con la cara roja de ira.
—Esto es todo por hoy —dice el presentador—. No se olviden de comprar
Pequeño gran hombre
y
Criadas y señoras
en la tienda de nuestro patrocinador, la librería de State Street. Así podrán comprobar ustedes mismos si se trata o no de Jackson.
La música suena en el plato y Dennis James exclama: «¡Que tengan un buen día, Misisipi».
Miss Leefolt me mira y dice:
—¿Lo ves? ¡Te dije que estaban hablando de un libro sobre Jackson!
Cinco minutos más tarde, sale a la librería para comprar un ejemplar donde leerá lo que he escrito sobre ella.
Minny
En cuanto termina el programa
People Will Talk,
agarro el mando a distancia y aprieto el botón de apagado. Está a punto de empezar mi telenovela favorita, pero no me importa. El doctor Strong y Miss Julia tendrán que aguantarse sin mí hoy.
Se me ocurre llamar a ese tal Dennis James y decirle: «¿Quién te crees que eres, blanquito de las narices, para ir contando esas mentiras? ¡No puedes andar soltando por todo el Estado que nuestro libro habla de Jackson! No sabes a qué ciudad nos referimos».
Sé muy bien lo que le pasa a ese idiota. Le encantaría que el libro fuera sobre nuestra ciudad. Desearía que Jackson, Misisipi, fuese lo suficientemente interesante como para que alguien escriba un libro sobre ella. Pero, aunque el libro habla de Jackson... él no tiene que saberlo.
Corro a la cocina y llamo a Aibileen, pero después de intentarlo dos veces y encontrar la línea ocupada, cuelgo y lo dejo para más tarde. En el salón, enchufo la plancha y saco una de las camisas blancas de Mister Johnny del cesto de la ropa. Me pregunto por millonésima vez qué va a pasar cuando Miss Hilly lea el último capítulo. Más le vale que empiece a preocuparse por convencer a la gente de que no se trata de nuestra ciudad. De todos modos, aunque se pase toda la tarde pidiéndole a Miss Celia que me despida, no conseguirá convencerla. Lo único que tenemos en común esa loca para la que trabajo y yo es el odio que sentimos por Miss Hilly. Qué hará Hilly después, eso ya no lo sé. Será nuestra propia guerra, entre ella y yo, pero no afectará a las demás.
Estoy de muy mala leche. Desde la tabla de planchar, puedo ver a Miss Celia en el patio trasero. Tiene unas pintas de furcia tremendas con esos pantalones ajustados de satén rosa. Lleva las manos cubiertas por unos guantes de plástico y está pringada de tierra hasta las rodillas. Le he pedido un montón de veces que no vuelva a trabajar en el jardín con su ropa de vestir, pero esta mujer nunca me escucha.
Por el césped, junto a la piscina, hay desperdigados rastrillos y herramientas de jardinería. Miss Celia ahora sólo se dedica a escarbar en el jardín y a plantar florecitas. No importa que Mister Johnny haya contratado, hace ya unos meses, a un jardinero llamado John Willis. Pensaba que de este modo la casa estaría un poco más protegida en caso de que volviese a aparecer el exhibicionista, pero el jardinero es un viejo que camina doblado como las ramas de un sauce y está tan delgado como un junco. Tengo la impresión de que debería salir de vez en cuando al jardín a comprobar que no le haya dado un ataque al vejestorio y esté muerto entre los arbustos. Supongo que Mister Johnny no se atreve a sustituirlo por uno más joven.
Echo más almidón en el cuello de la camisa de Mister Johnny mientras escucho a Miss Celia gritando instrucciones al jardinero sobre cómo plantar un arbolito.
—Necesitamos más hierro en la tierra para esas hortensias, ¿entendido, John Willis?
—Sí, señora —responde el otro.
—Baja la voz, estúpida —digo por lo bajo.
Por el modo en que le grita, el anciano se debe de pensar que la mujer es sorda.
Suena el teléfono y me lanzo sobre él.
—¡Ay, Minny! —dice Aibileen al aparato—. Han descubierto la
ciudá,
dentro de
na
adivinarán quiénes son los personajes.
—Maldito
presentadó
imbécil.
—¿Cómo sabemos que Miss Hilly se lo va a
leé?
—pregunta Aibileen, alzando la voz nerviosa. Espero que Miss Leefolt no la oiga—. ¡Leches! Teníamos que
habé pensao
en eso, Minny.
Nunca había visto a Aibileen así. Se comporta como suelo hacerlo yo..., y viceversa.
—Escucha —digo, porque algo empieza a encajar en todo esto—, como Mister James le ha
dao
tanto bombo al libro, seguro que Miss Hilly acaba leyéndolo.
Tol
mundo en la
ciudá
está como loco por comprárselo. —Mientras pronuncio estas palabras, me doy cuenta de todo lo que implican—. No nos pongamos nerviosas —añado—, porque
pué
que las cosas salgan como esperamos.
Cinco minutos después de colgar, el teléfono vuelve a sonar.
—Residencia de Miss Celia, ¿di...?
—Acabo de
hablá
con Louvenia —susurra de nuevo Aibileen—. Miss Lou Anne acaba de
volvé
a casa con un
ejemplá pa
ella y otro
pa regalá
a su
mejó
amiga, Hilly Holbrook.
¡Agárrate, que allá vamos!
Durante toda la noche, juraría que puedo sentir a Miss Hilly leyendo nuestro libro. En mi cabeza resuenan las palabras que ella está leyendo con su voz de blanca prepotente. A las dos de la madrugada, me levanto de la cama y abro mi ejemplar, intentando adivinar a qué capítulo habrá llegado. ¿Al primero, al segundo o al décimo? Por último, me quedo mirando el color pastel de la portada. Nunca había visto un libro de un color tan bonito. Limpio una mancha de grasa de la cubierta y luego lo vuelvo a esconder en el bolsillo de ese abrigo de invierno que nunca me pongo. Tomo estas precauciones porque, desde que me casé, no he leído ningún libro y no quiero que Leroy sospeche al verme con uno. Regreso a la cama, pensando que no hay forma de saber hasta dónde habrá llegado Miss Hilly con su lectura. Seguro que todavía no ha alcanzado su parte porque está al final. Además, lo sé porque aún no he oído sus gritos.
Por la mañana, me alegro de ir al trabajo. Hoy toca fregar los suelos, justo lo que necesito para no pensar en lo del libro. Me subo en el coche y conduzco hasta el condado de Madison. Ayer, Miss Celia fue a ver a otro médico para consultarle sus problemas a la hora de quedarse embarazada. Estuve por decirle que se quedara con uno de mis hijos si tanto le apetece tener críos. Seguro que hoy me contará hasta el más mínimo detalle de la consulta. Por lo menos, la tonta de ella tuvo la feliz idea de dejar de ver al estúpido del doctor Tate.
Me detengo ante la casa. Ahora que Miss Celia ha desvelado su secreto contándole a su marido lo que él ya sabía, por fin puedo aparcar frente al porche. Veo que el coche de Mister Johnny todavía está aquí. Espero un rato sin salir de mi auto. Nunca lo he visto en casa cuando llego al trabajo. Al fin, decido entrar por la puerta trasera. Me quedo en medio de la cocina, mirando a mi alrededor. Alguien ha preparado café. Oigo una voz masculina en el comedor. Aquí está pasando algo.
Me acerco a la puerta y oigo la voz de Mister Johnny. ¿Qué hace este hombre en casa a las ocho y media, un día de entre semana? Algo me dice que debería salir corriendo y volverme por donde he venido. Igual Miss Hilly le ha llamado y le ha contado que soy una ladrona, o se ha enterado de lo de la tarta y lo del libro.
—¿Minny? —me llama Miss Celia.
Muy despacito, abro la puerta y asomo la cabeza al comedor. Miss Celia está sentada a la mesa con su marido a su lado. Los dos me miran.
Mister Johnny está más pálido que ese viejo albino que vivía detrás de casa de Miss Walter.
—Minny, tráeme un vaso de agua, por favor —me dice ella, y siento que algo va muy mal.
Le llevo lo que me ha pedido. Cuando poso el vaso en la servilleta, Mister Johnny se pone en pie y me mira con mala cara. ¡Ay, Señor! Ya sé lo que viene ahora.
—Le conté lo del aborto —susurra Miss Celia, y con ello rompe mis esquemas—. Bueno, lo de los abortos.
—Minny, habría perdido a mi mujer de no haber sido por ti —dice Mister Jonnny y me agarra las manos—. Gracias a Dios que estabas aquí.
Miro a Miss Celia, que tiene los ojos muertos. Me imagino lo que le habrá dicho el doctor. Puedo ver en su mirada que no podrá tener hijos. Mister Johnny me da un apretón cariñoso en la mano y luego se acerca a su mujer. Se pone de rodillas junto a ella y descansa la cabeza en su regazo.
—No te marches, Celia. No me abandones nunca —gimotea mientras su esposa le acaricia el pelo.
—Cuéntaselo, Johnny. Cuéntale a Minny lo que me dijiste.
Mister Johnny levanta la cabeza. Con el pelo revuelto, me dice:
—Minny, siempre tendrás trabajo en esta casa. Si lo deseas, puedes quedarte con nosotros toda la vida.
—
Grasias, señó
—digo de todo corazón.
Es lo mejor que podía escuchar un día como hoy.