Me dispongo a retirarme, pero Miss Celia me dice con voz muy suave:
—Quédate un poquito con nosotros, Minny, por favor.
Me apoyo en el aparador porque cada vez me pesa más la tripa. Me pregunto por qué a unas Dios nos da tanto y a otras tan poco. Mister Johnny llora, Miss Celia llora... Al final, los tres acabamos llorando como tontos en el comedor.
—¡Te digo que sí! —le cuento a Leroy en la cocina un par de días más tarde—. No
tiés
más que
apretá
un botón
pa cambiá
de canal sin levantarte del sofá.
—
Mujé,
eso es imposible —dice Leroy sin apartar la vista del periódico.
—Miss Celia
tié
uno. Se llama «mando a distancia». Es como una cajita del tamaño de media
tostá
de pan.
—¡Serán vagos los blancos! —exclama Leroy, moviendo la cabeza—. No son capaces de levantarse
pa apretá
un botón.
—Dentro de
na,
la gente volará a la Luna, ya verás —comento.
Pero no le presto atención a las palabras que salen de mi boca. Mis oídos sólo están pendientes del grito. ¿Cuándo va a terminar el libro esa mujer?
—¿Qué hay
pa cená?
—pregunta Leroy.
—Sí, mamá, ¿cuándo vamos a
comé?
—dice Kindra.
Un coche se detiene delante de nuestra casa. Escucho con atención y el cucharón se me resbala de las manos y cae en el cazo de las judías.
—Gachas —contesto.
—¡No pienso
comé
gachas
pa cená!
—protesta Leroy.
—¡Ya hemos
comío
gachas en el desayuno! —grita Kindra.
—Perdón, quería
decí...
Jamón con judías.
Voy a cerrar el pestillo de la puerta trasera. Miro por la ventana y veo que el coche se aleja. Sólo estaba dando la vuelta.
Leroy se levanta y abre la puerta otra vez.
—¿Por qué cierras? ¡Hace un
caló
de mil demonios en casa! —Se acerca a la cocina y me pregunta, pegando su rostro a un centímetro del mío—: ¿Qué te pasa hoy?
—
Na
—contesto, retrocediendo un par de pasos.
Por lo general, no se mete conmigo cuando estoy preñada. Pero se acerca otra vez y me agarra con fuerza del brazo.
—¿Qué has hecho ahora?
—
Na...
No he hecho
na
—respondo—. Sólo estoy
cansá.
Me aprieta con más fuerza el brazo, que me empieza a arder entre sus dedos.
—Nunca te cansas hasta el décimo mes.
—No he hecho
na,
Leroy. Siéntate y déjame
prepará
la cena tranquila.
Me deja, pero no aparta los ojos de mí. No soy capaz de sostenerle la mirada.
Aibileen
Cada vez que Miss Leefolt sale a comprar, o cuando está en el jardín, o incluso cuando entra al baño, compruebo la mesita de noche en la que tiene el libro. Hago como que estoy limpiando el polvo, cuando en realidad compruebo cuántas páginas ha avanzado su marcapáginas con el dibujo de la Primera Biblia Presbiteriana. Lleva cinco días leyendo el libro, y al abrirlo hoy he descubierto que sigue en el primer capítulo, en la página catorce. Aún le quedan doscientas treinta y cinco por delante. ¡Madre mía, qué despacio lee esta mujer!
Me gustaría decirle: «Está leyendo la historia de Miss Skeeter, ¿sabe? Donde cuenta su infancia con Constantine». Y, aunque me da mucho miedo, añadiría: «Pero siga, siga leyendo, guapa, porque en el segundo capítulo hablo de usted».
Me pongo como un flan cada vez que veo ese libro en su casa. Llevo toda la semana andando de puntillas. Un día, Hombrecito apareció por detrás y me tocó la pierna. Pegué un respingo que casi me caigo de espaldas. Pero el peor día fue el jueves, cuando Miss Hilly vino de visita. Las señoritas se sentaron en la mesa del salón y charlaron sobre sus campañas benéficas. De vez en cuando, me miraban y, con una sonrisa, me pedían que les sirviera un sandwich de mayonesa o un té helado.
En un par de ocasiones, Miss Hilly entró en la cocina y telefoneó a Ernestine, su criada.
—¿Has puesto en remojo el vestido de Heather como te dije? ¡Bien! ¿Y le has quitado el polvo al baldaquino de la cama? ¿No? ¡Pues ya lo estás haciendo ahora mismo!
Cuando salí a recoger sus platos, escuché a Miss Hilly comentar:
—Pues yo ya he llegado al capítulo siete.
Me quedé helada. Los platos me temblaban en la mano. Miss Leefolt alzó la mirada y me reprendió con un gesto.
Miss Hilly, levantando el dedo índice ante Miss Leefolt, añadió:
—Creo que tienes razón. Me da la sensación de que podría ser Jackson.
—¿Tú crees?
Miss Hilly se inclinó sobre la mesa y susurró:
—Es más, apuesto a que conocemos a algunas de esas negras.
—¿En serio? —preguntó Miss Leefolt. Sentí un frío helador que me recorría todo el cuerpo. Apenas podía avanzar hacia la cocina—. Yo he leído muy poquito...
—Estoy casi segura. Y, ¿sabes? —Miss Hilly sonrió como una serpiente—. Pienso desenmascararlas a todas.
A la mañana siguiente espero en la parada del autobús con la respiración acelerada, pensando en lo que hará Miss Hilly cuando llegue a su parte, y preguntándome si Miss Leefolt habrá leído por fin el capítulo dos. Cuando entro en su casa, me la encuentro leyendo el libro en la mesa de la cocina. Me pasa a Hombrecito, que se ha quedado dormido en su regazo, sin apenas levantar los ojos del libro. Luego, se dirige a su cuarto leyendo mientras camina. Ahora que sabe que Miss Hilly está interesada en el libro, no puede dejar de leerlo.
Unos minutos más tarde, entro en su dormitorio para recoger la ropa sucia. Miss Leefolt está en el baño, así que aprovecho para abrir el libro por el marcapáginas. Está en el capítulo seis, el de Winnie, justo donde cuenta que la anciana para la que servía empieza a chochear y llama todas las mañanas a la policía para decirles que una mujer negra ha entrado en su casa. Esto significa que Miss Leefolt ha leído su parte y ha seguido adelante como si nada.
Estoy asustada, pero no puedo evitar entornar los ojos. Estoy segura de que a Miss Leefolt ni se le pasó por la cabeza que ella era la protagonista de la historia. Sé que debería dar gracias a Dios, pero aun así... Seguro que, mientras leía el capítulo por la noche, movía la cabeza contrariada con la historia de esa horrible mujer que no es capaz de dar a su propia hija el cariño que la pequeña necesita.
En cuanto Miss Leefolt sale de casa, llamo a Minny. Últimamente, nos pasamos el día subiendo las facturas de teléfono de nuestras jefas.
—
¿T'has enterao d'algo
nuevo? —pregunto.
—
Na.
¿Miss Leefolt ya se lo ha
acabao?
—No, pero anoche llegó al capítulo de Winnie. ¿Miss Celia todavía no se lo ha
comprao?
—Esta boba sólo lee basura... ¡Ya voy! —grita Minny—. La muy idiota se ha vuelto a
enredá
el pelo en el
secadó.
¡Mira que le tengo dicho que no meta la cabeza en ese trasto con los rulos puestos!
—Llámame si hay alguna
novedá.
—Algo va a
pasá
pronto, Aibileen. Lo presiento.
Esa tarde me acerco al supermercado Jitney para comprar algo de fruta y queso para Mae Mobley. Su profesora, la señorita Taylor, otra vez ha hecho de las suyas. Chiquitina bajó del autobús hoy y se fue directa a su habitación a tirarse en la cama.
—¿Qué pasa, pequeña? ¿Algún problema?
—¡Me he pintado de negro! —solloza.
—¿Qué quieres
decí?.
—le pregunto—. ¿Te has
manchao
con los rotuladores?
Le miro las manos, pero no tiene restos de tinta.
—La señorita Taylor nos dijo que pintáramos lo que más nos gusta de nosotros mismos.
Entonces veo un triste papel arrugado en su mano. Lo despliego y entiendo qué quería decir Chiquitina con eso de que se había pintado de negro.
—La señorita me dijo que el negro significa que tengo una cara sucia y mala.
Hunde la cabeza en la almohada y se pone a berrear palabrotas.
¡Maldita señorita Taylor! ¡Después de todo el tiempo que empleo en enseñar a Mae Mobley a querer a todo el mundo por igual y a no juzgar a las personas por su color! Siento un puño que oprime mi corazón. ¿Quién no se acuerda de su primera maestra? Igual uno no recuerda lo que aprendió, pero de una cosa estoy segura: he criado suficientes niños para saber que los profesores les influyen.
Por lo menos, en el supermercado hace fresquito. Me siento mal por haberme olvidado de comprar la merienda de Mae Mobley esta mañana. Me doy prisa para no dejarla demasiado tiempo a solas con su madre. Ha escondido su dibujo debajo de la cama, para que Miss Leefolt no lo encuentre.
En la sección de alimentos envasados, me hago con dos latas de atún. Me dirijo a buscar gelatina en polvo de la verde y me encuentro a la buena de Louvenia, con su uniforme blanco, junto a los tarros de mantequilla de cacahuete. Siempre que pienso en ella, me acuerdo del capítulo siete.
—
¡Güenas!
¿Qué tal está Robert? —le pregunto, palmeándole el hombro.
Louvenia trabaja todo el día para Miss Lou Anne y luego vuelve a casa por la tarde y acompaña a Robert a la escuela para ciegos, a sus clases de leer con los dedos. Nunca la he oído quejarse.
—Aprendiendo a desenvolverse. ¿Y tú qué tal, Aibileen? ¿
To
bien?
—Un poco nerviosa.
¿T'has enterao
de algo?
—
Na,
pero mi jefa se lo está leyendo.
Miss Lou Anne juega al bridge con Miss Leefolt. Esta mujer se portó muy bien con Louvenia cuando Robert tuvo el accidente.
Recorremos el pasillo juntas con nuestras cestas de la compra. Junto al pan tostado, hay un par de mujeres blancas. Me resultan familiares, pero no sé cómo se llaman. Al pasar a su lado, se quedan en silencio y nos miran muy serias.
—Disculpen —digo para que me dejen pasar.
Cuando las hemos dejado atrás, oigo que una comenta:
—Ésa es la negra que sirve en casa de Elizabeth...
En ese momento pasa un carrito por el pasillo y su traqueteo no nos deja oír el final de la frase.
—Creo que tienes razón —dice la otra—. Puede ser la del segundo capítulo.
Louvenia y yo seguimos andando muy despacito, con la vista fija al frente. Siento pinchazos en mi cuello al escuchar el sonido de los tacones de las mujeres alejándose. Sé que Louvenia las ha oído mejor que yo, pues sus orejas son diez años más jóvenes que las mías. Al llegar al final del pasillo nos separamos, pero giramos la cabeza para cruzar una última mirada.
«¿He oído bien?», le preguntan mis ojos.
«Has oído bien», me responden los suyos.
Por favor, Miss Hilly lea. Termine el libro a la velocidad del rayo.
Minny
Pasa otro día y sigo escuchando la voz de Miss Hilly leyendo las palabras, devorando las líneas. No he oído el grito, todavía no. Pero presiento que se acerca el momento.
Aibileen me ha contado lo que escuchó decir ayer a ese par de blanquitas en el supermercado, pero, aparte de eso, no hemos tenido más novedades. De lo tensa que estoy, se me caen las cosas al suelo todo el rato. Anoche rompí la última taza de medir que me quedaba en casa. Leroy me mira como si supiera lo que pasa. Ahora mismo, mi marido se está tomando el café en la mesa mientras los críos andan tirados en la cocina por donde pueden, haciendo sus deberes.
Doy un respingo al ver que Aibileen asoma la cabeza por la puerta trasera. Se lleva un dedo a los labios para indicarme que me calle, me hace un gesto para que salga a hablar con ella y desaparece.
—Kindra, pon la mesa. Sugar, vigila las judías. Felicia, dale a tu padre las notas
pa
que te las firme. Voy a
salí
un momento, mamá necesita
tomá
un poco el aire.
Salgo de casa corriendo. Aibileen me espera en el callejón, con el uniforme puesto.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
Dentro de casa, oigo tronar a Leroy: «¡Un suspenso!». Pero sé que no se atreverá a pegar a los críos. Sólo voceará, como se supone que debe hacer un padre.
—Ernestine la Manca me llamó
pa
decirme que Miss Hilly anda contando por
toa
la
ciudá
quién es quién en el libro. Está pidiendo a las blancas que despidan a sus criadas, aunque ni siquiera ha
acertao
con sus suposiciones.
Aibileen está tan enfadada que tiembla. No para de hacer nudos en un pedazo de tela. Seguro que ni se ha dado cuenta de que se ha llevado una servilleta de casa de Miss Leefolt.
—¿A quién se lo ha
contao?
—Le dijo a Miss Sinclair que despidiera a Annabelle. Miss Sinclair la echó y le quitó las llaves de su coche porque le había
prestao
la
mitá
del dinero
pa
comprarlo. Annabelle casi se lo había devuelto
to,
pero se ha
quedao
sin el coche.
—¡Maldita bruja! —gruño entre dientes.
—Eso no es
to,
Minny.
Oigo pasos de botas en la cocina.
—Rápido, antes de que Leroy nos pille.
—Miss Hilly le dijo a Miss Lou Anne: «Esa Louvenia que trabaja para ti sale en el libro, la he reconocido. Tienes que despedirla. Deberías denunciar a esa negra para que la metan en la cárcel».
—¡Pero si Louvenia no dijo
na
malo de Miss Lou Anne! —protesto—. Además, tiene que
cuidá
de Robert. ¿Qué dijo Miss Lou Anne?
Aibileen se muerde el labio y mueve la cabeza mientras le resbalan las lágrimas por las mejillas.
—Dijo... que iba a pensárselo.
—¿El qué? ¿Lo de despedirla o lo de denunciarla?
—Las dos cosas, supongo —contesta Aibileen, estremeciéndose.
—¡Ay,
Señó
Jesús! —digo.
Tengo ganas de partirle la cara a alguien. A quien sea.
—Minny, ¿y si Miss Hilly no termina de
leé
el libro?
—No sé, Aibileen. No sé.
Aibileen mira hacia la puerta. Leroy nos observa desde detrás de la mosquitera. Se queda ahí, en silencio, hasta que me despido de Aibileen y regreso a casa.
Esa noche, Leroy llega a casa a las cinco y media de la madrugada y se derrumba en la cama a mi lado. El sonido del golpe en el somier y su pestazo a alcohol me despiertan. Aprieto los dientes, rezando para que no empiece una pelea. Estoy demasiado cansada para defenderme. No he dormido nada, preocupada por lo que me ha contado Aibileen. Para Miss Hilly, Louvenia será una cabeza más en su galería de trofeos de caza.