—May Mobley, tu padre te ha hecho una pregunta. ¿Quién te ha enseñado esas cosas?
Mister Leefolt se agacha y se pone a la altura de su hija. No puedo ver su rostro, pero sé que está sonriendo porque Mae Mobley pone cara de niña tímida que quiere mucho a su papá. Entonces, Chiquitina dice fuerte y claro:
—¡La señorita Taylor!
Mister Leefolt se pone de pie. Se dirige directamente a la cocina y yo le sigo. Agarra a su esposa del hombro y le dice:
—¡Mañana mismo quiero que vayas a la escuela y cambies de clase a Mae Mobley! No quiero volver a verla con la señorita Taylor.
—¿Qué? ¡No puedo cambiarla de profesora así, de repente!
Contengo la respiración, pensando «Sí puedes, por favor».
—Haz lo que te digo.
Y, como suelen hacer los hombres, Mister Raleigh Leefolt se marcha de casa para no tener que dar explicaciones a nadie.
Me paso todo el domingo dando gracias a Dios por haber alejado a Chiquitina de la señorita Taylor. La frase «Gracias, Dios; gracias, Dios; gracias, Dios», no para de resonar en mi cabeza como un salmo. El lunes por la mañana, Miss Leefolt se arregla para ir a la escuela. Cuando sale de casa, no puedo evitar sonreír porque sé lo que va a hacer.
Mientras Miss Leefolt está fuera, me pongo a trabajar con la cubertería de Miss Hilly. Miss Leefolt la ha dejado en la mesa de la cocina después de la merienda de ayer. La lavo y me paso una hora entera sacándole brillo, preguntándome cómo lo hará Ernestine la Manca. Sacar brillo a una cubertería Grand Baroque, con todas sus curvas y pequeños detalles, es un trabajo para dos manos.
Cuando Miss Leefolt regresa, deja el bolso en la mesa y chasquea la lengua.
—¡Vaya! Quería devolver la cubertería a Hilly esta mañana, pero no me va a dar tiempo. He tenido que ir a la escuela de Mae Mobley, que resulta que se está resfriando, porque no para de estornudar. ¡Y ya son casi las diez!
—¿Mae Mobley está malita?
—Parece que sí —contesta Miss Leefolt con gesto de disgusto—. ¡Y encima llego tarde a la peluquería! Mira, Aibileen, cuando termines de sacarles brillo, lleva tú misma los cubiertos a casa de Hilly. Yo volveré después de comer.
Cuando acabo, envuelvo todos los cubiertos de Miss Hilly en un paño azul. Levanto a Hombrecito de la cama, que se acaba de despertar de la siesta y me sonríe.
—Venga, Hombrecito, vamos a cambiarte el pañal.
Lo tumbo en el cambiador y le quito el pañal mojado. ¡Santo Dios! Ahí dentro tiene tres piezas del mecano y una horquilla de su madre. Gracias al cielo, en el pañal sólo había pipí y no otra cosa.
—Chico —digo riendo—, eres como el cofre del tesoro.
El bebé hace muecas y sonríe. Señala la cuna, me acerco a ella y, rebuscando entre las sábanas, encuentro un rulo del pelo, una cucharilla y una servilleta. ¡Leches! Va a haber que hacer algo con este crío. Pero no ahora. Primero tengo que ir a casa de Miss Hilly.
Meto a Hombrecito en su cochecito y lo empujo por la calle en dirección a casa de Miss Hilly. Hace mucho calor, es un día soleado y tranquilo. Cuando llegamos al jardín, Ernestine abre la puerta. Un menudo y oscuro muñón asoma por la manga izquierda de su uniforme. No la conozco mucho, sólo sé que le encanta hablar y que va a la Iglesia Metodista.
—
Güenos
días, Aibileen —me saluda.
—Hola, Ernestine. ¿Nos has visto
llegá?
Asiente con la cabeza y mira a Hombrecito, que observa asustado el muñón, como si fuera a saltarle encima.
—He
salío
antes de que se diera cuenta la jefa. —Ernestine baja la voz y añade—: ¿Ya
t'has enterao?
—¿De qué?
Ernestine mira tras ella, y luego se acerca a mí.
—¿No lo sabes? ¡Lo que le ha
pasao
esta mañana a Flora Lou con su jefa, Miss Hester!
—¿La ha
despedío?
Las historias de Flora Lou eran bastante fuertes. Estaba muy enfadada con Miss Hester. Todo el mundo cree que su jefa es una persona muy dulce, pero esa vieja blanca obligaba a Flora a lavarse las manos todas las mañanas con un «jabón especial para negros», que resulta que era lejía concentrada. Yo misma vi las quemaduras en las manos de Flora.
Ernestine niega con la cabeza y me cuenta lo que ha pasado:
—Miss Hester le vino con el libro esta mañana y empezó a gritarle: «¿Ésta soy yo? ¿Has escrito sobre mí?». Flora Lou le dijo: «No, señora. ¿Cómo voy a escribir yo un libro, si ni tan siquiera terminé la escuela?». Pero Miss Hester estaba
atacá
y le gritó: «¡Yo no sabía que la lejía quemaba la piel! ¡Tampoco me dijo nadie que el salario mínimo era un dólar veinticinco! Si no fuera porque Hilly está convenciendo a todo el mundo de que el libro no habla sobre Jackson, te pondría de patitas en la calle ahora mismo de una patada». Entonces, Flora Lou le preguntó: «¿Quiere decir que no me está despidiendo?», y Miss Hester le chilló: «¿Despedirte? No puedo despedirte porque la gente se enteraría de que soy la protagonista del capítulo diez. ¡Vas a quedarte a trabajar en esta casa el resto de tu vida!». Y Miss Hester le ordenó que terminara de
fregá
mientras murmuraba maldiciones en el salón.
—¡Leches! —exclamo un poco aturdida—. Espero... espero que con las demás salga
to
igual de bien.
Miss Hilly llama a gritos a Ernestine desde el interior de la casa.
—Yo no las tendría
toas
conmigo —susurra Ernestine.
Le entrego los cubiertos envueltos en el trapo. Estira el brazo bueno para recogerlos y, supongo que por costumbre, también el muñón.
Esa noche estalla una horrible tormenta. Yo no paro de sudar en la cocina mientras los truenos retumban fuera. Temblorosa, intento escribir mis oraciones. Flora Lou ha tenido suerte, pero ¿qué pasará con las demás? El no saber la respuesta me preocupa muchísimo y además...
Toc, toc, toc. Llaman a la puerta de casa.
«¿Quién será?», pienso mientras me levanto. El reloj de la cocina indica que son las nueve menos veinticinco. Fuera, llueve a cántaros. Cualquiera que me conozca bien, entraría por la puerta trasera.
Me acerco de puntillas a la puerta. Llaman otra vez, y del susto doy un respingo que casi me caigo de espaldas.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí? —pregunto, comprobando que el pestillo está echado.
—Soy yo.
¡Cristo! Respiro aliviada y abro la puerta. Es Miss Skeeter, completamente mojada y tiritando, con su mochila roja bajo el chubasquero.
—¡Santo Dios! Me ha
asustao,
Miss Skeeter.
—Lo siento. No pude llegar a la puerta trasera. Hay tanto barro en el jardín que no he sido capaz de pasar.
Está descalza y lleva en la mano sus zapatos embarrados. La dejo pasar y cierro la puerta con pestillo.
—¿La ha visto alguien?
—No se ve nada ahí fuera. Quería llamarte, pero con la tormenta no hay línea.
Algo debe de haber pasado para que venga a visitarme, pero me alegro de verla antes de que se marche a Nueva York. Hace seis meses que no la veía.
—¡A ver! Déjeme
ve
su pelo.
Miss Skeeter se quita la capucha y sacude una larga melena que le llega ya a los hombros.
—¡Qué bonito! —comento con toda sinceridad.
Ella sonríe un poco avergonzada mientras deja su mochila en el suelo.
—Mi madre lo odia.
Me río y contengo la respiración, preparándome para recibir las malas noticias que seguro ha venido a darme.
—Aibileen, las librerías están pidiendo más ejemplares del libro. Miss Stein me llamó esta tarde —dice, y me agarra las manos—. Van a lanzar otra edición. ¡Otros cinco mil libros!
—¡Vaya! No... no sabía que pudieran
hacé
eso —digo, tapándome la boca con la mano.
Nuestro libro va a entrar en otros cinco mil hogares, estará en sus estanterías, en las mesitas de noche, en los cuartos de baño...
—Por supuesto, nos darán más dinero. Por lo menos, cien dólares para cada una. Y, ¿quién sabe? Igual habrá más ediciones.
Me llevo la mano al corazón. Todavía no me he gastado ni un centavo de los primeros sesenta y un dólares que ganamos, ¡y ahora me dice que va a haber más dinero!
Miss Skeeter baja la mirada a su mochila y añade:
—Y hay algo más. El viernes, me pasé por el periódico y dejé el trabajo de la columna de Miss Myrna. —Toma aire y continúa—: Le dije al señor Golden que la nueva Miss Myrna deberías ser tú.
—¿Yo?
—Le conté que tú me habías estado ayudando a escribir las respuestas todo el tiempo. Dijo que se lo pensaría y hoy me ha llamado y dice que le parece bien, siempre que no se lo cuentes a nadie y que escribas los consejos como Miss Myrna.
Miss Skeeter posa sus zapatos llenos de barro en el felpudo, saca un cuaderno azul de su mochila y me lo entrega.
—Dijo que te pagaría lo mismo que a mí, diez dólares semanales.
¿Yo? ¿Yo trabajando para un periódico de blancos? Me siento en el sofá, abro el cuaderno y veo todas las cartas y los artículos de los últimos meses. Miss Skeeter se sienta a mi lado.
—
Grasias,
Miss Skeeter. Por esto y por
to
lo demás.
Sonríe y aspira profundamente, como si estuviera intentando contener las lágrimas.
—No
pueo creé
que mañana se vaya a Nueva
Yó.
—Bueno, en realidad primero voy a ir a Chicago, sólo por una noche. Quiero visitar la tumba de Constantine.
—Me alegro de oírlo.
—Madre me enseñó la esquela. Está en las afueras de la ciudad. Al día siguiente, iré a Nueva York.
—Déle recuerdos a Constantine de mi parte.
Se ríe y comenta:
—Estoy muy nerviosa. Nunca he estado en Chicago, ni en Nueva York. Es la primera vez que vuelo en avión.
Permanecemos unos instantes en silencio, escuchando la tormenta. Recuerdo la primera vez que Miss Skeeter vino a mi casa y lo incómodas que nos sentimos en aquel entonces. Ahora, parece que sea de mi familia.
—Aibileen —me pregunta—, ¿tienes miedo de lo que pueda pasar?
—
Na,
estoy tranquila —contesto, girando la cabeza para que no pueda ver mis ojos.
—A veces, no sé si ha merecido la pena. Si te pasara algo... No podría vivir sabiendo que yo tuve la culpa.
Se tapa los ojos con la mano, como si no quisiera ver lo que puede ocurrir.
Voy un momento a mi cuarto y le traigo el paquete del reverendo Johnson. Lo desenvuelve y ojea el ejemplar del libro con las firmas de toda la gente.
—Iba a enviárselo a Nueva
Yó,
pero creo que es
mejó
que se lo lleve
usté
misma.
—No... no lo entiendo —dice—. ¿Esto es para mí?
—Sí, señorita —contesto, y le cuento lo que dijo el reverendo, que ella formaba parte de nuestra familia—. Y no se olvide de una cosa: cada firma que hay en ese libro significa que ha
merecío
la pena escribirlo.
Lee los agradecimientos y las pequeñas frases que ha escrito la gente, posando los dedos sobre las líneas con los ojos llenos de lágrimas.
—Estoy segura de que Constantine habría
estao mu
orgullosa de
usté.
Miss Skeeter sonríe y me doy cuenta de lo joven que es. Después de todas las horas que hemos pasado escribiendo, del agotamiento y las preocupaciones, hacía mucho tiempo que no me fijaba en que todavía es una muchachita.
—¿Estás segura de que todo está bien? Si me marcho ahora, tal como están las...
—Váyase a Nueva
Yó,
Miss Skeeter, y viva su vida.
Sonríe, se seca las lágrimas, y dice:
—Gracias.
Esa noche me tumbo en la cama y empiezo a pensar. Estoy muy feliz por Miss Skeeter. Va a empezar una nueva vida. Las lágrimas resbalan por mis sienes hasta llegar a las orejas mientras me la imagino, con ese pelo largo y suelto que lleva, recorriendo las avenidas de la gran ciudad que he visto en la tele. Una parte de mí desearía poder comenzar también de nuevo. Esto de la columna de Miss Myrna es una novedad en mi vida, pero ya no soy joven, mi tiempo ya pasó.
Cuanto más intento dormir, más me doy cuenta de que me voy a pasar casi toda la noche despierta. Parece como si pudiera sentir el murmullo de toda la ciudad chismorreando sobre el libro. ¿Cómo puede dormir la gente con tanto alboroto? Pienso en Flora Lou, que estaría despedida de no ser porque Miss Hilly está convenciendo a todo el mundo de que la ciudad del libro no es Jackson. ¡Ay, Minny! ¡Qué buena eres! Nos has salvado el trasero a todas, menos a ti misma. Ojalá pudiera encontrar un modo de protegerte.
Miss Hilly las está pasando canutas. Todos los días aparece otra persona diciendo que cree que fue Hilly la que se comió la tarta, y ella tiene que volver a defenderse como gato panza arriba. Por primera vez en mi vida, me pregunto quién va a ganar esta batalla. Hasta ahora, es que Minny esté lejos de Leroy. Nunca antes le había oído decir que iba a dejar a Leroy, y Minny no es de las que habla por hablar. Cuando dice algo, lo cumple.
Preparo un biberón para Hombrecito y respiro aliviada. Siento que para mí ya se ha acabado el día, aunque apenas son las ocho de la mañana. Pero no estoy cansada, no sé muy bien por qué.
Abro la puerta del comedor y me encuentro a Miss Leefolt y a Miss Hilly sentadas a la mesa, una al lado de la otra, contemplándome. Durante un segundo, me quedo quieta como una tonta con el biberón en la mano. Miss Leefolt todavía lleva los rulos y su albornoz azul puestos. Miss Hilly, por el contrario, está arreglada y viste un traje pantalón de cuadros azules. Aún tiene ese desagradable herpes en la comisura del labio.
—
Güenos
días —saludo, y empiezo a andar hacia el cuarto de los niños.
—Ross está durmiendo todavía —me dice Miss Hilly—. No hace falta que vayas a verle.
Me detengo y miro a Miss Leefolt, que observa en silencio la raja en forma de ele en la mesa de su comedor.
—Aibileen —dice Miss Hilly después de humedecerse los labios—, faltan tres cubiertos en el paquete que me devolviste ayer. Concretamente, un tenedor y dos cucharas de plata.
Me quedo sin respiración.
—Esto... deje... deje que mire a
ve
en la cocina, igual me olvidé algo.
Miro a Miss Leefolt para ver si está de acuerdo conmigo, pero sigue con la vista clavada en la raja. Siento que un picor helado me asciende por la garganta.
—Sabes muy bien que esos cubiertos no están en la cocina, Aibileen —dice Miss Hilly.