Leroy no para de dar vueltas, menearse y sacudir la cama, sin preocuparle que su esposa embarazada intente dormir. Cuando el muy tonto por fin se acomoda, me susurra:
—¿Qué secreto os traéis entre manos, Minny?
Siento cómo me observa. Puedo notar su aliento a alcohol en mi nuca. No me atrevo a moverme.
—Sabes que terminaré por enterarme —amenaza—, como siempre.
Pasados diez segundos, su respiración se ralentiza y me pasa un brazo por encima. «Dios, gracias por haberme dado este bebé», pienso. Es la única cosa que me ha salvado de otra paliza, el bebé que llevo en mi vientre. Es la triste realidad.
Sigo sin poder dormir, apretando los dientes, preocupada, preguntándome qué va a sucedernos. Leroy sospecha algo, y sólo Dios sabe qué pasará si se entera. Seguro que está al corriente de la existencia del libro, todo el mundo lo sabe. Pero no creo que se imagine que su mujer sale en él. La gente, probablemente, piensa que no me importa que mi marido lo descubra. Sí, sé muy bien lo que piensa la gente. Se creen que Minny, la grande, la fuerte, sabe defenderse. No saben lo patética que me vuelvo cuando Leroy me pega. Me da miedo devolverle los golpes. Me da miedo que me abandone si le planto cara. Sé que no tiene sentido y me cabreo conmigo misma por ser tan débil. ¿Cómo puedo querer a un hombre que me muele a palos? ¿Por qué amo a un maldito borracho? Una vez le pregunté: «¿Por qué? ¿Por qué me pegas?». Se agachó, y con su cara frente a la mía, me dijo: «Si no te pegara, quién sabe de lo que serías capaz».
Yo estaba arrinconada en una esquina del dormitorio, encogida como un perro mientras él me zurraba con el cinturón. Fue la primera vez que reflexioné sobre ello.
¡Ay, Señor Jesús! ¿Quién sabe de lo que sería capaz si Leroy dejara de pegarme de una puñetera vez?
Al día siguiente por la noche mando a todo el mundo a la cama temprano, yo incluida. Leroy no vuelve de la fábrica hasta las cuatro. Me siento muy hinchada para el mes en el que estoy. Ay, Dios, que igual tengo gemelos. No voy al doctor para que no me dé esta mala noticia. Lo único que sé es que este bebé es ya más grande que los otros que he tenido cuando nacieron, y sólo estoy de seis meses.
Caigo en un sueño profundo. Sueño que estoy ante una gran mesa de madera y que voy a darme un festín. Devoro un enorme muslo de pavo asado.
De repente, me incorporo de golpe en la cama con la respiración acelerada.
—¿Quién anda ahí?
El corazón me golpea en el pecho a gran velocidad. Miro a mi alrededor, en la oscuridad. Son las doce y media de la noche. Leroy todavía no ha vuelto, gracias a Dios. Pero algo me ha despertado.
Entonces, me doy cuenta de lo que sucede. Acabo de escuchar eso que llevaba tanto tiempo esperando. Lo que todas estábamos esperando.
Acabo de escuchar el grito de Miss Hilly.
Miss Skeeter
Abro los ojos sobresaltada, con el corazón acelerado y empapada en sudor. Desde la cama, contemplo las hojas de parra del papel de la pared de mi cuarto que trepan serpenteantes hacia el techo. ¿Qué me ha despertado? ¿Qué ha sido eso? Me levanto de la cama y escucho. No puede ser una llamada de Madre, era un sonido demasiado agudo. Ha sido un chillido, como si estuvieran partiendo a alguien por la mitad.
Me siento y me llevo la mano al corazón, que sigue latiendo con fuerza. Nada está saliendo según lo planeado. La gente ha descubierto que la ciudad del libro es Jackson. No puedo creer que me olvidara de lo lenta que es Hilly leyendo. Seguro que anda mintiéndole a todo el mundo, diciéndoles que va más avanzada con la lectura de lo que en realidad está. Las cosas se empiezan a escapar de nuestro control. Han despedido a una criada llamada Annabelle y las mujeres blancas de la ciudad han comenzado a murmurar sobre Aibileen, Louvenia y Dios sabe quién más. Lo más irónico de todo esto es que espero impaciente a que Hilly se pronuncie sobre el libro, cuando debo de ser la única persona en esta ciudad a la que le importa un pimiento lo que piense esa mujer.
¿Terminará el libro convirtiéndose en un terrible error?
Inspiro e intento pensar en el futuro, no en el presente. Hace un mes, envié quince curriculum a Dallas, Memphis, Birmingham y otras cinco ciudades, entre las que se encontraba también Nueva York. Miss Stein me dijo que la podía incluir como referencia, lo cual constituye, con toda seguridad, el único dato relevante del curriculum: una recomendación de una editora. Además detallé los trabajos que realicé el año pasado:
Columnista de la sección del hogar del periódico
The Jackson Journal.
Editora del boletín de la Liga de Damas de Jackson.
Autora de Criadas y señoras, un controvertido libro sobre las relaciones entre las empleadas del hogar de color y sus jefas blancas. Publicado por Harper & Row.
Por supuesto quité lo del libro, aunque lo puse al principio sólo por el placer de verlo escrito en mi curriculum. De todos modos, aunque me ofrezcan trabajo en una gran ciudad, no puedo abandonar a Aibileen en medio de este embrollo, ahora que las cosas se están poniendo feas.
Pero, ¡Dios!, necesito salir de Misisipi. Quitando a mis padres, no me queda nada aquí. No tengo amigas, ni un trabajo interesante, ni tengo a Stuart. Sin embargo, no estoy dispuesta a escapar a cualquier sitio. Cuando envié mi curriculum a los periódicos
The New York Post, The New York Times, Harper's Magazine
y
The New Yorker Magazine,
volví a sentir esa ilusión de mi época universitaria por vivir en Nueva York. Ni Dallas, ni Memphis... ¡Toda escritora que se precie tiene que vivir en la Gran Manzana! Pero, de momento, nadie me ha contestado. ¿Y si nunca salgo de aquí? ¿Y si me quedo atrapada para siempre en esta ciudad?
Me tumbo y contemplo los primeros rayos de sol que asoman por la ventana. Me entra un escalofrío al darme cuenta de que ese grito de terror que me despertó era mío.
Busco, por los pasillos de la farmacia Brent, la crema hidratante Lustre y el jabón Vinolia que me ha encargado Madre mientras el farmacéutico, el señor Roberts, prepara su medicina. Madre dice que ya no necesita tomar el medicamento y que el mejor remedio contra el cáncer es tener una hija como yo, que no pisa la peluquería y que se pone vestidos que enseñan la rodilla hasta en domingo. Afirma que no se puede morir, porque, de lo contrario, sólo Dios sabe lo mal que iba a acabar yo.
Me alegra que Madre esté mejor. Si mi compromiso de quince segundos con Stuart despertó sus ganas de vivir, el hecho de que vuelva a estar soltera le ha dado más energías si cabe. Se disgustó mucho a raíz de nuestra ruptura, pero se ha recuperado magníficamente. Llegó incluso a concertarme una cita con un apuesto primo lejano de treinta y cinco años, guapo y, a todas luces, homosexual. No entiendo cómo Madre no lo notó. Cuando, terminada la cena, él se marchó, comenté: «Madre, este chico es... —me contuve y añadí, palmeándole el hombro—: ...muy simpático, pero me ha dicho que no soy su tipo».
Tengo prisa por salir de la farmacia antes de que entre alguien. Debería estar ya acostumbrada al aislamiento al que me somete la gente, pero no lo consigo. Echo de menos a mis amigas. No a Hilly, por supuesto, pero a veces sí que añoro un poco a Elizabeth, la dulce Elizabeth de los tiempos del instituto. La soledad se me hizo más dura cuando terminamos el libro y tuve que dejar de visitar a Aibileen. Decidimos que era un riesgo innecesario. Nuestras charlas en su casa son de las cosas que más extraño.
Cada cierto tiempo hablo con Aibileen por teléfono, pero no es lo mismo que estar con ella en persona. «Por favor —pienso mientras me cuenta lo que está pasando en la ciudad—, por favor, que esto termine bien.» Pero, hasta ahora, no sabemos nada. Sólo que las mujeres de Jackson chismorrean y se toman nuestro libro como si fuera un juego, intentando descubrir quién es quién, mientras Hilly acusa a las personas equivocadas. Yo prometí a las criadas que no las descubrirían, y me siento responsable de lo que está pasando.
Suena la campanilla de encima de la puerta de la farmacia. Levanto los ojos y veo a Elizabeth y a Lou Anne Templeton. Les doy la espalda y me oculto en el pasillo de las cremas, esperando que no se percaten de mi presencia. Las observo a través de las estanterías y veo que se acercan al pasillo de alimentación agarradas del brazo como colegialas. Lou Anne, como siempre, viste manga larga a pesar del calor del verano y luce su sempiterna sonrisa. Me pregunto si sabrá que sale en el libro.
Elizabeth lleva el flequillo abombado y el resto del cabello cubierto con el pañuelo amarillo que le regalé cuando cumplió veinticinco años. Me quedo un minuto inmóvil, mientras digiero este extraño sentimiento de observarlas sabiendo todo lo que sé sobre ellas. Elizabeth ha llegado al capítulo diez, me dijo Aibileen anoche, y todavía no tiene ni la menor idea de que el libro que está leyendo trata sobre ella y sus amigas.
—¿Miss Skeeter? —me llama el señor Roberts desde la rebotica, detrás de la caja registradora—. La medicina de su madre ya está lista.
Me dirijo al mostrador y tengo que pasar por la sección de alimentación, justo delante de Elizabeth y Lou Anne. Las dos me dan la espalda, pero por el espejo de la pared puedo comprobar que me siguen con la mirada. Al cruzarse sus ojos con los míos, bajan la vista al suelo.
Pago el medicamento y los potingues de Madre y me dirijo a la salida. Intento escapar por el otro lado de la tienda, pero Lou Anne Templeton aparece por detrás del pasillo de los peines.
—Skeeter —me dice—, ¿tienes un minuto?
Parpadeo sorprendida. Hace ocho meses que nadie me pide ni un minuto ni un segundo de mi tiempo.
—Esto... Pues claro —respondo con cautela.
Lou Anne mira a la calle y veo que Elizabeth entra en su coche con un batido en la mano. Lou Anne se acerca a mí, entre los champúes y los acondicionadores para el pelo.
—¿Qué tal está tu madre? Espero que siga bien.
Su sonrisa no es tan radiante como de costumbre. Se estira las largas mangas de su vestido, aunque el sudor resbala por su frente.
—Está algo mejor, parece que remite un poco...
—Me alegro.
Nos quedamos como dos tontas, mirándonos a los ojos sin saber qué decir. Lou Anne aspira profundamente y por fin dice:
—Sé que hace mucho que no hablamos... —comenta, y, bajando la voz, añade—: Pero creo que deberías saber lo que anda contando Hilly por ahí. Dice que tú escribiste ese libro... el de las criadas.
—Pues yo he oído que es anónimo... —respondo con prontitud.
No estoy segura de si quiero fingir que lo he leído, aunque todo el mundo en la ciudad lo está haciendo. En las tres librerías del centro se ha agotado y en la biblioteca tiene una lista de espera de dos meses.
Levanta la palma de la mano, haciéndome un gesto para que no diga más.
—Mira, no quiero saber si es cierto o no lo que dice Hilly. No me importa en absoluto. Lo que ocurre es que Hilly... —Se acerca más a mí y susurra—: Hilly Holbrook me llamó ayer y me pidió que despidiera a Louvenia, mi criada.
Su mandíbula se tensa y mueve la cabeza. Contengo la respiración mientras pienso: «Por favor, no me digas que la has echado».
—Skeeter, Louvenia... —prosigue Lou Anne, y me mira fijamente a los ojos—, ...Louvenia es la única razón por la que me levanto de la cama muchos días.
Permanezco en silencio. Puede que sea una trampa urdida por Hilly.
—Supongo que debes de pensar que no soy más que una tontita, una mujer corta de entendederas que siempre está de acuerdo con todo lo que dice Hilly. —Asoman lágrimas a sus ojos y le tiemblan los labios—. Los médicos me quieren enviar a Memphis para... un tratamiento de choque. —Se cubre el rostro con la mano, pero una lágrima se cuela entre sus dedos—. Por... por lo de la depresión y por... por lo de los intentos...
Miro sus brazos y me pregunto si será eso lo que pretende ocultar con la manga larga. Espero no estar en lo cierto, pero me estremezco sólo de pensarlo.
—Henry me dice que o mejoro o adiós, muy buenas.
Alza la mano en un gesto de despedida e intenta sonreír, pero no tarda en volver a derrumbarse y la tristeza se apodera de nuevo de su rostro.
—Skeeter, Louvenia es la persona más valiente que conozco. A pesar de todos los problemas que tiene, siempre encuentra tiempo para sentarse a mi lado a escuchar los míos. Me ayuda a soportar mis penas. Cuando leí las cosas tan bonitas que escribió sobre mí porque la ayudé cuando lo del accidente de su nieto... Nunca me he sentido tan agradecida en la vida. Hacía meses que no me sentía tan bien.
No sé qué decir. Es el único comentario bueno que he oído del libro, y me gustaría que me dijera más cosas así. Pero estoy preocupada, porque resulta evidente que lo sabe todo.
—No sé si fuiste tú la que escribió ese libro, pero si los rumores que anda contando Hilly son ciertos, sólo quiero que sepas que no pienso despedir nunca a Louvenia. Le dije que me lo pensaría, pero si Hilly Holbrook vuelve a mencionar este tema, le diré a la cara que se merece la tarta que se comió y más.
—¿Qué te hace pensar que... la de la tarta es Hilly?
Nuestra protección, nuestro seguro de vida, se perderá si se descubre el secreto de la tarta.
—Puede que sea ella, o puede que no, pero es lo que comenta la gente —murmura Lou Anne, moviendo la cabeza—. Esta mañana, Hilly me llamó para decirme que piensa que la ciudad del libro no es Jackson. Quién sabe por qué.
Contengo el aliento y pienso: «Gracias a Dios».
—Bueno, Henry no tardará en volver a casa. Tengo que irme.
Se sube el asa del bolso al hombro y endereza la espalda. Como quien se pone una máscara, esboza su habitual sonrisa.
Se dirige a la puerta, pero antes de salir se vuelve para mirarme y me dice:
—Ah, otra cosa. No pienso votar a Hilly Holbrook para presidenta de la Liga de Damas en las elecciones de enero. Y, ya puestos, en ninguna otra votación.
Dicho esto, sale por la puerta y hace tintinear la campanilla.
Me quedo un buen rato mirando a la calle. Ha empezado a caer una fina lluvia que empaña los cristales de los coches y hace brillar el asfalto. Observo cómo Lou Anne se aleja por el aparcamiento, y pienso que son tantas las cosas que ignoramos de las personas... Me pregunto si habría podido hacer un poco más fácil la vida de esta mujer si lo hubiera intentado. Podría haberla tratado un poco mejor. ¿Acaso no es ése el objetivo del libro?, ¿que las mujeres nos demos cuenta de que somos personas y que hay pocas cosas que nos diferencien las unas de las otras? Al menos, no tantas como pensamos.