Cuando Stuart se pasa a visitarnos el día de Navidad, no le detengo cuando intenta besarme, pero le digo:
—Te lo permito sólo porque mi madre se está muriendo.
—¡Eugenia! —me llama Madre.
Estamos en Nochevieja y preparo té en la cocina. El día de Navidad ya pasó y Jameso se llevó el árbol esta mañana. El suelo del salón todavía está lleno de agujas, pero me las he arreglado para quitar la decoración navideña y guardarla en el armario. Ha sido una tarea agotadora y frustrante, envolver todos los adornos tal como le gusta a Madre para que estén listos para el año que viene. Intento no pensar en la futilidad de este acto.
No he tenido noticias de Miss Stein y no sé si el paquete llegó a tiempo. Anoche me derrumbé y llamé a Aibileen para decirle que todavía no sabía nada, sólo por sentir el alivio de contárselo a alguien.
—
Pos
a mí se me siguen ocurriendo cosas
pa poné
en el libro —me confiesa Aibileen—. Me olvido de que ya lo hemos
enviao.
—A mí también me pasa. Te llamaré en cuanto sepa algo.
Me dirijo al cuarto de Madre y la encuentro sostenida por almohadas. Hemos descubierto que con la espalda recta vomita menos. La palangana blanca sigue a su lado.
—¡Hola, mamá! —la saludo—. ¿Quieres que te traiga algo?
—Eugenia, no puedes llevar esos pantalones deportivos a la fiesta de Año Nuevo de los Holbrook.
Cuando parpadea, sus ojos permanecen cerrados más de lo normal. Está agotada, parece un esqueleto metido en ese camisón blanco con absurdos lazos y tiras de adorno. Su cuello asoma por el escote como el de un cisne de cuarenta kilos. Ya no puede comer más que con pajita. Ha perdido por completo el sentido del olfato, pero todavía puede reconocer desde la otra punta de la habitación si no voy bien vestida.
—Han cancelado la fiesta, mamá.
Quizá se refiera a la fiesta de Hilly del año pasado. Según me contó Stuart, se han suspendido todas las celebraciones de Año Nuevo por la muerte de Kennedy. De todos modos, no me habían invitado. Esta noche se pasará Stuart y veremos el programa especial de Dick Clark en la tele.
Madre posa su mano delgada y angulosa en la mía. Parece tan frágil, con los nudillos asomando por debajo de la piel... Ahora mismo, usaría la talla de vestido que llevaba yo a los once años.
—Creo que deberíamos poner ahora mismo esos pantalones en la lista —me dice con mucha calma.
—Pero son muy cómodos y me dan calor.
Mueve la cabeza y cierra los ojos.
—Lo siento, Skeeter.
No hay discusión. Ya no.
—Está bien —acepto con un suspiro.
Madre saca el cuaderno del bolso secreto que se ha hecho coser debajo de todas sus sábanas para guardar pastillas antivómitos, pañuelos y sus pequeñas listas de dictadora. A pesar de lo débil que está, me sorprende la firmeza de su puño al escribir, en la lista de «Cosas que no se pueden vestir», los pantalones deportivos grises de corte masculino. Cuando termina, sonríe satisfecha.
Puede sonar macabro, pero cuando Madre se dio cuenta de que tras su muerte nadie iba a decirme lo que tengo que ponerme, se le ocurrió este ingenioso sistema post mortem. Supone que yo sola nunca me compraré ropa nueva y apropiada. Puede que tenga razón.
—¿No has vomitado hoy? —pregunto.
Son las cuatro de la tarde y se ha tomado dos tazas de caldo sin ponerse mala. Normalmente, habría vomitado ya tres veces.
—Ni una vez —dice, pero de repente cierra los ojos y en cuestión de segundos se queda dormida.
El día de Año Nuevo bajo de mi habitación para preparar las judías de la buena suerte. Pascagoula las dejó anoche en remojo y me explicó cómo ponerlas al fuego con el codillo de cerdo. Es una receta bastante sencilla, aunque mi familia parece un poco nerviosa ante la idea de verme trajinar en la cocina. Recuerdo que Constantine siempre se pasaba por casa la mañana del primero de enero para prepararnos las judías de la buena suerte, aunque era su día de vacaciones. Hacía una cazuela entera y luego servía una sola judía en un plato para cada miembro de la familia y esperaba para cerciorarse de que nos la comíamos. Podía llegar a ser muy supersticiosa. Luego, fregaba los platos y se iba a casa. Pascagoula, en cambio, no se ofrece a venir en su día de descanso y, como supongo que estará con su familia, no me atrevo a pedírselo.
Estamos todos un poco tristes porque Carlton ha tenido que marcharse esta mañana temprano. Ha sido agradable tenerlo por aquí y hablar con él. Sus últimas palabras, antes de abrazarme y salir para la universidad, fueron:
—¡No quemes la casa con las judías! Mañana llamaré a ver qué tal está Madre.
Después de apagar el fuego de la cocina, salgo al porche. Padre está apoyado en la barandilla, jugueteando con unas semillas de algodón entre los dedos. Contempla los campos, vacíos porque todavía les queda un mes para la siembra.
—Padre, ¿vienes a desayunar? —le pregunto—. Las judías están listas.
Se vuelve y veo su sonrisa triste y carente de sentido.
—Ese medicamento que le han dado... —Contempla las semillas en su mano—. Creo que está funcionando. Dice que se encuentra mejor.
Niego con un gesto de desconfianza. Él tampoco parece creer mucho en sus palabras.
—En los últimos dos días sólo ha vomitado una vez.
—Papá, no te... Sólo es un... Todavía lo tiene, papá.
Los ojos de Padre están vacíos y me pregunto si me habrá oído.
—Hija, sé que ahora mismo podrías estar haciendo tu vida en algún lugar mejor que éste —comienza, y las lágrimas asoman a sus ojos—, pero no pasa un solo día sin que dé gracias a Dios por tenerte aquí junto a ella.
Me siento culpable porque piensa que estoy con ellos por voluntad propia. Le abrazo y le digo:
—Yo también estoy contenta de estar aquí, papá.
Cuando el club vuelve a abrir la primera semana de enero, me pongo la falda, agarro la raqueta y voy a jugar un poco. Al pasar junto a la cafetería ignoro a Patsy Joiner, mi antigua compañera de tenis que me dejó tirada, y a otras tres mujeres que fuman en las mesas negras. Cuando paso a su lado se inclinan y cuchichean. Esta noche pienso faltar a la reunión de la Liga de Damas, y no iré más. Hace tres días me rendí y mandé una carta solicitando que me dieran de baja.
Golpeo la pelota contra la pared del frontón intentando no pensar en nada. Últimamente, he empezado a rezar, yo, que nunca he sido muy practicante. A veces, me sorprendo murmurando largas rogativas a Dios, suplicándole que Madre mejore un poco, que reciba buenas noticias del libro, a veces incluso pidiéndole que me dé una pista sobre lo que debería hacer con Stuart. En ocasiones, me doy cuenta de que estoy rezando sin ser consciente de ello.
Cuando regreso a casa, el doctor Neal aparca el coche justo detrás del mío. Lo acompaño al cuarto de Madre, donde Padre está esperando, y cierran la puerta tras ellos. Dejo pasar el tiempo en el salón, nerviosa como una niña. Puedo comprender que Padre se aferré a este hilo de esperanza. Madre lleva cuatro días sin vomitar ni echar bilis. Todos los días come un plato de copos de avena, y a veces incluso pide que le pongamos más.
Cuando el doctor Neal sale, Padre se queda en la silla junto a la cama y yo acompaño al médico a la salida.
—Doctor, ¿le ha contado que se siente mejor?
Asiente, pero luego dice:
—No merece la pena llevarla a hacerse radiografías. Se cansaría mucho.
—Pero ¿está...? ¿Podría estar mejorando?
—Eugenia, ya he visto esto antes. A veces, se tiene un repentino resurgir de fuerzas. Supongo que es un regalo de Dios, que les concede un poco más de tiempo para que puedan resolver sus asuntos pendientes. Pero eso es todo, cariño. No esperes mucho más.
—Pero ¿ha visto el color que tiene? Parece que está mucho mejor y come...
Me interrumpe negando con la cabeza:
—Procura que descanse.
El primer viernes de 1964 ya no puedo esperar más. Llevo el teléfono a la despensa y me apoyo en el saco de judías más cercano. Madre está dormida después de haberse tomado su segundo tazón de copos de avena del día. Tiene la puerta abierta, así que podré oírla si me llama.
—Despacho de Elaine Stein, ¿dígame?
—Hola, soy Eugenia Phelan, llamo desde otro Estado. ¿Puedo hablar con Miss Stein?
—Lo siento, Miss Phelan, pero Miss Stein no responde a ninguna llamada relativa a la selección de manuscritos.
—¡Vaya! ¿Puede al menos decirme si lo recibió? Se lo envié justo antes de la fecha límite de entrega y...
—Un momento, por favor.
El teléfono permanece en silencio durante más o menos un minuto y luego la secretaria regresa al aparato.
—Puedo confirmarle que su paquete llegó en algún momento durante las vacaciones. Cuando Miss Stein haya tomado una decisión se lo comunicaremos. Gracias por llamar.
Escucho el sonido del teléfono al colgarse y el pitido de la línea vacía.
Unas noches más tarde, tras pasar una apasionante tarde contestando a las cartas de Miss Myrna, Stuart y yo nos sentamos en el salón. Me alegro de verlo y poder romper por un rato el mortífero silencio de la casa. Nos quedamos tranquilos viendo la televisión. Aparece un anuncio de cigarrillos Tareyton, ese en el que la chica que fuma tiene un ojo morado y dice: «Los fumadores de Tareyton preferimos pelear antes que cambiar de marca de tabaco».
Stuart y yo nos vemos ahora una vez por semana. Después de Navidad, fuimos en una ocasión al cine y otra a cenar al centro, pero normalmente él se pasa por casa porque no me gusta dejar a Madre. Se comporta conmigo de modo inseguro, actúa con timidez y reservas. Hay una paciencia en sus ojos que aplaca el pánico que sentía antes cuando estaba con él. No solemos hablar de cosas serias. Me cuenta historias de aquel verano que pasó cuando era estudiante trabajando en las plataformas petrolíferas del Golfo de México. Se duchaban con agua salada. El océano era de un cristalino color azul claro y se veía el fondo. Los demás empleados realizaban aquel brutal trabajo para alimentar a sus familias, pero Stuart, un niño rico de buena familia, regresó a la facultad en septiembre. Fue la primera vez en su vida que trabajó duro de verdad.
—Me alegro de haberlo hecho en su momento. Ahora no podría aceptar un empleo así —comenta como si hubieran pasado siglos desde entonces, en lugar de cinco años.
Parece más mayor de lo que yo recordaba.
—¿Por qué no podrías hacerlo ahora? —le pregunto, porque estoy empezando a pensar en mi futuro y me gusta escuchar las posibilidades de los demás.
—Porque no podría abandonarte —dice, frunciendo el ceño.
Me guardo estas palabras, temerosa de reconocer lo bien que sienta oírlas.
Se terminan los anuncios y vemos las noticias. Vuelve a haber escaramuzas en Vietnam. El reportero piensa que se resolverán sin muchas pérdidas.
—Mira —dice Stuart tras un largo silencio—, no quería sacar este tema, pero... Sé lo que anda diciendo la gente en la ciudad sobre ti, y no me importa. Sólo quería que lo supieras.
Lo primero que se me ocurre es el libro. ¿Habrá oído algo? Me pongo tensa.
—¿Qué te han dicho?
—Ya sabes, lo que hiciste con Hilly.
Me relajo un poco, pero no del todo. No he hablado con nadie de esto, sólo con la propia Hilly. Me pregunto si habrá cumplido sus amenazas de llamar a Stuart y contárselo.
—He visto cómo se lo ha tomado la gente. Dicen que eres una especie de loca revolucionaria y piensan que andas metida en líos.
Me miro las manos, todavía preocupada por lo que le hayan podido contar, y también un poco irritada.
—¿Cómo sabes que no estoy metida en líos?
—Porque te conozco, Skeeter —dice con dulzura—. Eres demasiado inteligente para meterte en cosas de ésas. Y así se lo dije a ellos también.
Intento sonreír. Pese a lo equivocado que está sobre mí, no puedo evitar emocionarme ante el hecho de que, por lo menos, alguien se preocupe por mí y me defienda.
—No hace falta que volvamos a hablar de esto —concluye—. Sólo quería que lo supieses, nada más.
El sábado por la tarde le doy las buenas noches a Madre. Llevo un abrigo largo para que no pueda ver el vestido que me he puesto. No enciendo las luces para que no haga comentarios sobre mi peinado. Hay pocos cambios en su estado de salud. No parece estar empeorando. Los vómitos siguen bajo control, pero su piel se ha tornado de un tono gris pálido y se le está empezando a caer el pelo. Le sujeto las manos y le acaricio la mejilla.
—Papá, si me necesitas, llama al restaurante, ¿vale?
—De acuerdo, Skeeter. Pásatelo bien.
Me subo en el coche de Stuart y me lleva a cenar al Robert E. Lee. El comedor bulle con vestidos de fiesta, rosas rojas, el tintineo de las cuberterías de plata... Se respira entusiasmo en el ambiente; parece que las cosas han vuelto a la normalidad tras el asesinato del presidente Kennedy. Estamos en 1964, un año nuevo y radiante. Muchas miradas se dirigen a nuestra mesa.
—Pareces... distinta —dice Stuart. Puedo notar que llevaba toda la noche esperando hacer este comentario y que parece más confuso que impresionado—. Ese vestido es... muy corto.
Digo que sí y me recojo el pelo detrás de la oreja como él solía hacerme.
Esta mañana le dije a Madre que iba a salir de compras, pero la encontré tan cansada que, rápidamente, cambié de opinión.
—Igual mejor me quedo contigo.
Pero ya había pronunciado las palabras mágicas. Madre me pidió que le acercara su chequera y, cuando se la di, arrancó un cheque en blanco y me entregó una cuenta de cien dólares que tenía guardada en su cartera. Sólo el hecho de escuchar la palabra «compras» le había hecho sentirse mejor.
—No te quedes corta. Y nada de pantalones deportivos. Asegúrate de que Miss LaVole te ayuda a elegir —dijo, reposando la cabeza en las almohadas—. Ella sabe muy bien cómo tienen que vestir las jovencitas como tú.
Sin embargo, la idea de Miss LaVole, con su olor a café y naftalina, posando sus arrugadas manos en mi cuerpo, me resultaba desagradable. Atravesé el centro de la ciudad sin detenerme y tomé la autopista 51 hacia Nueva Orleans. Conduje sintiéndome culpable por dejar tanto tiempo a Madre, aun a sabiendas de que el doctor Neal iba a pasarse por la tarde y que Padre estaría todo el día en casa con ella.
Tres horas más tarde, entré en los almacenes Maison Blanche de Canal Street. Ya había estado un montón de veces en este lugar con Madre y también en un par de ocasiones con Elizabeth y Hilly, pero los suelos de mármol blanco y las largas filas de sombreros y guantes y las damas empolvadas y con un aspecto tan feliz y saludable, me volvieron a sorprender como la primera vez. Antes de que pudiera buscar ayuda, un empleado delgaducho me abordó y me dijo: