Hace dos años. Eso sería mientras yo estaba en la universidad. ¿Por qué Constantine nunca me contó en sus cartas lo que pasaba?
—Constantine sacó
tos
sus ahorros y compró ropa
pa
Lulabelle y pulverizadores
pal
pelo. Encargó al sastre de la parroquia que le cosiera una nueva colcha
pa
la cama en la que iba a
dormí
Lula. En una reunión de la iglesia nos dijo: «¿Y si me odia? Seguro que me pregunta por qué la abandoné y, si le cuento la
verdá...,
me odiará».
Aibileen levanta la vista de su taza de té, sonríe levemente y añade:
—También nos decía: «Me muero de ganas de que Skeeter conozca a mi hija cuando vuelva de la
universidá».
Fíjese qué curioso. En aquel entonces, yo todavía no la conocía a
usté,
Miss Skeeter.
Recuerdo la última carta que recibí de Constantine, en la que me decía que tenía una sorpresa para mí. Ahora comprendo lo que quería: ¡presentarme a su hija! Contengo las lágrimas que asoman a mis ojos.
—¿Qué pasó cuando Lulabelle vino a verla?
Aibileen empuja hacia mí el sobre por encima de la mesa y dice:
—Eso tendrá que leerlo
usté
sola cuando llegue a su casa.
Una vez en casa, subo a mi cuarto. Antes incluso de sentarme ya he abierto el sobre de Aibileen. La carta está escrita a lápiz, en una hoja de cuaderno por las dos caras.
Después de leerla, contemplo las ocho páginas que ya he escrito sobre mi excursión a Hotstack con Constantine, sobre los puzzles que hacíamos juntas, sobre cómo me apretaba con el pulgar en la mano... Tomo aire y poso las yemas de los dedos sobre las teclas de la máquina de escribir. No puedo perder más tiempo, tengo que terminar su historia.
Escribo lo que Aibileen me ha contado: que Constantine tuvo una hija y la abandonó para poder trabajar para mi familia, los Miller, como nos llamamos en el libro en honor a Henry, mi escritor proscrito preferido. No menciono que la hija de Constantine salió pálida y rubia, sólo quiero mostrar que el amor que sentía esta mujer por mí comenzó después de haber perdido a su propia hija. Puede que eso fuera lo que lo hacía tan único y profundo. El hecho de que yo fuera blanca no tenía importancia. Mientras ella deseaba recuperar a su hija, yo anhelaba que Madre no estuviera siempre descontenta conmigo.
Escribo sobre mis años universitarios y sobre las cartas que nos enviábamos cada semana. Dejo de teclear al escuchar la tos de Madre en la planta baja y los pasos de Padre que acude a atenderla. Enciendo un cigarrillo y lo apago al instante. «¡No empieces otra vez!» El ruido de la cisterna del váter resuena por toda la casa, y se lleva por el desagüe un trocito más del cuerpo de mi madre. Enciendo otro cigarrillo y me lo fumo hasta el filtro. No soy capaz de escribir sobre lo que hay en la carta de Aibileen.
Esa tarde, llamo a Aibileen a su casa.
—No puedo meterlo en el libro —le digo—. Lo de mi madre y Constantine. Lo dejaré en el momento en que me fui a la universidad. Es que...
—Miss Skeeter...
—Sé que debería ponerlo. Sé que tendría que sacrificarme tanto como tú, Minny y las otras... Pero no puedo hacerle eso a mi madre.
—Nadie espera que lo haga, Miss Skeeter. La
verdá
es que no tendría un buen concepto de
usté
si lo hiciera.
Al día siguiente, por la tarde, bajo a la cocina para prepararme un té.
—¿Eugenia? ¿Estás aquí abajo? —pregunta Madre.
Me acerco a su dormitorio. Padre todavía no se ha acostado, oigo la televisión en la sala de estar.
—Sí, mamá, estoy aquí.
Madre se encuentra ya en la cama, a las seis de la tarde, con la palangana blanca a su lado.
—¿Has estado llorando? Ya sabes que eso envejece tu cutis, cariño.
Me siento en la silla de mimbre que hay junto a la cama, sin saber por dónde empezar. Una parte de mí entiende por qué Madre se comportó de esa manera. La verdad es que cualquiera se enfadaría por lo que hizo Lulabelle. Pero necesito escuchar su versión de la historia. Quiero saber si Aibileen se olvidó de escribir algo en su relato que me permita perdonar a Madre.
—Quiero hablar contigo de Constantine, mamá —le digo.
—Pero bueno, Eugenia —me reprende Madre al tiempo que me agarra la mano—, hace casi dos años de eso.
—Mamá —digo, y me esfuerzo por mirarla a los ojos. Aunque está horriblemente delgada y se le marca la clavícula, todavía tiene la misma mirada penetrante de siempre—. ¿Qué pasó? ¿Qué pasó con su hija?
La mandíbula de Madre se tensa y veo que le ha sorprendido que yo sepa de la existencia de Lulabelle. Supongo que, como siempre, se negará a hablar del tema, pero esta vez suspira profundamente, se acerca un poco la palangana y dice:
—Constantine la envió a vivir a Chicago porque no podía cuidarla.
Asiento, y espero a que continúe hablando:
—Ya sabes, esa gente es diferente con estas cosas. Se ponen a tener hijos sin pararse a pensar en las consecuencias.
«Esa gente.» Me recuerda a Hilly en la forma de expresarse. Madre se da cuenta del malestar en mi rostro.
—Mira, yo fui muy buena con Constantine. Era muy deslenguada y a veces me contradecía, pero siempre se lo pasé por alto. Pero, Skeeter, aquella vez no me quedaba elección.
—Lo sé, Madre. Sé lo que pasó.
—¿Quién te lo ha contado? ¿Alguien más lo sabe?
Veo un temor paranoico que asoma a sus ojos. Su mayor pesadilla se está volviendo realidad. La verdad es que me da lástima.
—Nunca te diré quién me lo contó... Lo único que puedo decirte es que fue alguien... poco importante para ti —contesto—. No puedo creerme que lo hicieras, Madre.
—¿Cómo te atreves a juzgarme después de lo que hizo esa mujer? ¿Acaso sabes lo que pasó? ¿Estabas tú allí?
Veo aparecer en su rostro la vieja rabia de una mujer obstinada que ha sobrevivido a largos años de úlceras sangrantes.
—Esa muchacha —dice Madre, apuntándome con su nudoso dedo— se presentó una tarde cuando tenía a todo el grupo de las Hijas de la Revolución Americana en casa. En aquel entonces, tú estabas en la universidad. De repente, alguien llamó al timbre con violencia. Constantine estaba en la cocina colando el café porque la máquina se había quemado después de hacer dos tazas. —Madre hace un gesto de disgusto al recordar el tufo del café quemado—. Estábamos todas en el salón tomando las pastas. ¡Noventa y cinco personas en la casa! Así que abrí yo la puerta y esa muchacha se presenta y se pone a tomar café, a charlar con Sarah von Sistern, a deambular por la sala zampando pastas como si fuera una invitada más... ¡Incluso se puso a rellenar un formulario para ingresar en nuestra asociación!
Asiento de nuevo. Ignoraba estos detalles, pero no cambian en nada lo que sucedió.
—Era tan blanca como las demás, y lo sabía. Era perfectamente consciente de lo que estaba haciendo. Así que me acerqué a ella y le dije: «¿Cómo está usted, señorita?», y ella sonrió y me contestó: «Bien, gracias», y le pregunté: «No la había visto antes por aquí, ¿cómo se llama?», y me dijo: «¿De verdad no lo sabe? Soy Lulabelle Bates. Ahora que soy un poco más mayor he venido a Misisipi para vivir con mi mamita. Acabo de llegar». Y me dejó para servirse otro pedazo de tarta.
—Bates —comento en voz baja, pues es otro detalle que, pese a ser insignificante, no conocía—. Así que recuperó el apellido de Constantine.
—Gracias a Dios, nadie oyó nuestra conversación. Pero luego se puso a hablar con Phoebe Miller, la presidenta de la división sureña de la Asociación de Hijas de la Revolución Americana. No aguanté más; la agarré del brazo, me la llevé a la cocina y le dije: «Miss Lula, no puede quedarse aquí. Tiene que marcharse». Entonces me miró altiva y me espetó: «¿Qué pasa? ¿En su casa los negros sólo podemos entrar al salón para limpiar?». En ese momento, Constantine apareció en la cocina. Parecía tan sorprendida como yo. «Miss Lulabelle —le dije—, salga de esta casa antes de que llame a mi marido.» Pero no se movió. Me dijo que mientras yo pensaba que era blanca la había tratado bien, pero ahora que sabía que era hija de la criada la echaba de casa.
También exclamó que allá en Chicago pertenecía a un grupo de «gatos negros» o algo así. Al final, le grité a Constantine: «¡Saca a tu hija de mi casa ahora mismo!».
Los ojos de Madre parecen más hundidos que nunca. Se le dilatan las ventanas de la nariz de lo nerviosa que se pone al recordar mientras continúa su relato:
—Entonces Constantine le pidió a Lula que se marchara a casa y su hija le contestó: «Vale. De todos modos, ya me iba». Se dirigió hacia el salón, pero la detuve y le dije: «¡Alto ahí, jovencita! Tú sales por la puerta de servicio, no por la delantera como las invitadas blancas». No estaba dispuesta a permitir que mis compañeras de la asociación descubrieran aquello. Así que le dije a esa descarada, a cuya madre le dábamos diez dólares de aguinaldo todas las Navidades, que no pusiera un pie en nuestra plantación nunca más. ¿Sabes lo que hizo?
«Sí lo sé», pienso para mis adentros, pero pongo cara de no saber nada. Todavía estoy esperando que Madre me cuente algo que me permita perdonarla por lo que hizo.
—Me escupió. ¡Una negra intentando hacerse pasar por blanca me escupió en la cara en mi propia casa!
Me estremezco. ¿Quién podría tener las agallas de escupirle a Madre?
—Le dije a Constantine que a esa muchacha más le valía no volver a dejarse ver por aquí, por Hotstack y por todo el Estado de Misisipi, y que no pensaba tolerar que siguiera viviendo con Lulabelle, no mientras tu padre pagara el alquiler de la casa de Constantine.
—Pero fue Lulabelle la que se portó mal, no Constantine.
—¿Cómo se iba a quedar por aquí? No podía imaginarme a esa muchacha paseándose por Jackson, haciéndose pasar por una blanca cuando en realidad era negra, contándole a todo el mundo que había estado en una reunión de las Hijas de la Revolución Americana en Longleaf. Doy gracias a Dios todos los días porque nadie descubrió lo que sucedió. Intentó humillarme en mi propia casa, Eugenia. ¡Cinco minutos antes había estado rellenando con Phoebe Miller los formularios para unirse a nuestra asociación!
—Hacía veinte años que Constantine no la veía. No puedes prohibirle a una persona que vea a su hija.
Pero Madre está atrapada por su propia versión de la historia.
—Constantine imaginó que podía hacerme cambiar de opinión. «Por favor, Miss Phelan, deje que se quede en mi casa. No volverá a acercarse al barrio blanco. ¡Hace tanto que no la veo!» Todavía recuerdo a esa Lulabelle, en jarras, diciendo: «Mire, blanca, mi madre me tuvo que dejar en un orfanato porque mi padre murió y ella no podía hacerse cargo de mí porque estaba muy enferma. Pero ahora no va a venir usted a separarnos otra vez».
Madre baja la voz, parece más tranquila.
—Miré a Constantine y me dio mucha vergüenza su comportamiento: primero quedarse embarazada sin estar casada y luego mentir así...
Me siento mareada y sudorosa. Quiero que esto termine de una vez. Madre frunce el ceño y añade:
—Ya es hora de que sepas, Eugenia, cómo son las cosas. Siempre idolatraste demasiado a Constantine. —Me apunta con el dedo—. Pero esa gente no es como las personas normales.
No me atrevo a mirarla a la cara. Cierro los ojos y pregunto:
—¿Y qué pasó después, Madre?
—Le pregunté directamente a Constantine: «¿Eso es lo que le has contado? ¿Así pretendes ocultar tus errores?».
Ésta es la parte que esperaba que no fuera verdad. La parte en la que deseaba que Aibileen se hubiera equivocado.
—Le conté la verdad a Lulabelle. Le dije que su padre no había muerto, que se había marchado el día que ella nació, y que su madre no había estado enferma ni un solo día en toda su vida. Que la abandonó porque era demasiado rubia y no la quería.
—¿Y no podías haber dejado que siguiera creyendo lo que le había contado su madre? Constantine se inventó esas historias porque le daba mucho miedo que su hija no la quisiera.
—Lulabelle tenía que saber la verdad y regresar adonde pertenecía, a Chicago. Éste no era su sitio.
Hundo la cabeza entre las manos. No hay un solo elemento en la historia que me ayude a perdonarla. Ahora entiendo por qué Aibileen no había querido contármelo. Nadie debería conocer nunca esta cara de su madre.
—Nunca se me ocurrió que Constantine se marcharía a Illinois con ella, Eugenia. Sinceramente, me dio pena cuando se fue.
—No, no te dio ninguna pena —la contradigo.
Pienso en Constantine, tras pasarse cincuenta años viviendo en el campo, atrapada en un pequeño apartamento en Chicago. ¡Qué sola se debe de haber sentido! ¡Cuánto le habrán dolido las rodillas con el frío del Norte!
—¡Sí que me dio pena! Y aunque le dije que no te escribiera, seguramente lo habría hecho si hubiera tenido más tiempo.
—¿Más tiempo?
—Constantine murió, Skeeter. Le envié un cheque por su cumpleaños a la dirección de su hija, pero Lulabelle me lo devolvió junto a una copia de la esquela.
—¡Constantine...! —Me echo a llorar. Ojalá lo hubiera sabido antes—. ¿Por qué no me lo contaste, mamá?
Madre se suena la nariz y, sin dejar de mirar al frente, se seca los ojos y responde:
—Porque sabía que me ibas a echar la culpa de todo, cuando... cuando yo no hice nada malo.
—¿Cuándo murió? ¿Cuánto tiempo estuvo viviendo en Chicago? —le pregunto.
Madre agarra la palangana y la abraza.
—Tres semanas.
Aibileen abre la puerta trasera de su casa y me deja pasar. Minny está en la mesa de la cocina y remueve con una cucharilla el café. Cuando me ve, se baja la manga del vestido, pero me da tiempo a fijarme en el vendaje que lleva en el brazo. Murmulla un saludo y vuelve a concentrarse en su taza.
Dejo caer sobre la mesa el manuscrito.
—Si lo envío mañana temprano, tardará siete días en llegar a Nueva York. ¡Hemos terminado a tiempo!
Sonrío a pesar de lo agotada que estoy. Lo hemos conseguido.
—¡Leches! ¡Vaya montón de papeles! —Aibileen sonríe y se sienta en su taburete—. ¡Doscientas sesenta y seis páginas!
—Ahora sólo nos queda... esperar —reflexiono, mientras las tres contemplamos la pila de folios.
—Por fin —dice Minny, y en su rostro creo adivinar algo; no es una sonrisa, sino más bien un ligero gesto de satisfacción.