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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (56 page)

BOOK: Criadas y señoras
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Es una fresca noche de diciembre y está empezando a caer una fina lluvia. Con la vista fija en el suelo, recorro la calle a toda prisa. Todavía resuena en mi cabeza mi conversación de esta tarde con Miss Stein. He intentado priorizar lo que me queda por hacer. La parte más dura es volver a preguntarle a Aibileen sobre lo que le pasó a Constantine. No podré hacer un buen trabajo con el capítulo de Constantine si no sé lo que le ocurrió. Dejar su historia a medias sería traicionar el objetivo del libro. No estaría contando la verdad.

Entro apresurada en la cocina de Aibileen. Debo de tener cara de que algo va mal, porque nada más verme me pregunta:

—¿Qué pasa? ¿Alguien la ha visto
entrá?

—No —contesto, y empiezo a sacar papeles de mi mochila—. Hablé con Miss Stein esta mañana.

Le cuento todo lo que me ha explicado sobre la fecha límite y sobre «el montón».

—Bueno, entonces... —Aibileen cuenta mentalmente los días, algo que llevo haciendo yo toda la tarde—. Nos quedan dos semanas y media en
lugá
de seis. Ay,
Señó,
no nos va a
da
tiempo. Todavía tenemos que
terminá
el capítulo de Louvenia y
retocá
el de Faye Belle... ¡Ah! y el de Minny, que todavía no está
mu
bien... Por cierto, Miss Skeeter, tampoco hemos
pensao
en el título.

Me llevo las manos a la cabeza. Siento que me estoy hundiendo bajo el agua.

—Eso no es todo —digo—. Quiere... quiere que escriba un capítulo sobre Constantine. Me preguntó... qué le había pasado.

Aibileen deja su taza de té en la mesa.

—No puedo escribirlo si no sé lo que le sucedió, Aibileen. Si tú no te ves capaz de contármelo..., quizá conozcas a alguien dispuesto a hacerlo.

Aibileen menea la cabeza.

—Supongo que sí que conozco a gente dispuesta... Pero prefiero ser yo la que le cuente esa historia.

—Entonces... ¿Lo harás?

Aibileen se quita las gafas negras, se frota los ojos y vuelve a ponérselas. Me remuevo en la silla esperando su respuesta. Pensaba que iba a encontrarme ante un rostro agotado, pues lleva todo el día trabajando y ahora tendrá que esforzarse aún más para conseguir llegar a la fecha de entrega. Sin embargo, no parece cansada. Endereza la espalda y me mira con gesto desafiante.

—Voy a escribirla
pa usté.
Déme una semana, más o menos. Le contaré
to
lo que pasó con Constantine.

Trabajo durante quince horas seguidas en la entrevista de Louvenia. El jueves por la tarde acudo a la reunión de la Liga de Damas. Me muero por salir de casa. Estoy hecha un manojo de nervios con esto de la fecha límite. El árbol de Navidad empieza a oler bien. Las naranjas con clavo se están secando y esparcen su perfume. Madre tiene frío siempre, pero en casa me siento como metida en un cazo de mantequilla fundida.

Me detengo un momento en las escaleras del edificio de la Liga y respiro a pleno pulmón el aire limpio del invierno. Sé que es patético, pero me alegro de seguir redactando el boletín. Al menos una vez a la semana siento que pertenezco a algo. Y, quién sabe, puede que esta vez sea todo diferente, con las vacaciones a punto de empezar y todas esas cosas que conllevan las Navidades.

Sin embargo, en cuanto entro en la sala, todo el mundo me da la espalda. Mi exclusión es tangible, como si se hubieran levantado muros de cemento a mi alrededor. Hilly me dirige una sonrisita y gira rápidamente la cabeza para hablar con otra persona. Avanzo unos pasos entre la multitud y veo a Elizabeth. Sonríe y la saludo con la mano. Me gustaría hablar con ella de Madre, contarle lo preocupada que estoy, pero antes de que me dé tiempo a acercarme, Elizabeth se da la vuelta, baja la mirada al suelo y se aleja. Esta forma de evitarme es nueva en mi amiga. Me voy directamente a mi asiento.

En lugar de ocupar mi lugar habitual en la primera fila, me coloco en una de las sillas del fondo, enfadada porque Elizabeth no se haya dignado hablarme. A mi lado está Rachel Cole Brant. Rachel casi nunca acude a las reuniones porque tiene tres hijos y está preparando un doctorado en Inglés en la Universidad de Millsaps. Me gustaría conocerla mejor, pero siempre anda muy ocupada. Al otro lado tengo a la maldita Leslie Fullerbean con su montaña de laca en la cabeza. Seguro que cada vez que enciende un cigarrillo pone en riesgo su vida. Estoy convencida de que si le aprietas la cabeza, le saldría un chorro de laca por la boca.

Casi todas las mujeres en la sala tienen las piernas cruzadas y un cigarrillo en la mano. El humo se acumula en el techo formando nubes. Llevo dos meses sin fumar y el olor del tabaco me pone enferma. Hilly sube al estrado y anuncia las próximas campañas benéficas de recogida de abrigos usados, latas de comida y libros, y también la recolecta de dinero a secas. Luego, pasa a su parte favorita de estas reuniones: la lista de quejas. El momento en el que lee en voz alta los nombres de las miembros que se han retrasado en sus tareas, que llegan tarde a las reuniones o que no cumplen sus deberes filantrópicos. Últimamente, por un motivo u otro, siempre aparezco en la lista.

Aunque en la sala hace un calor infernal, Hilly lleva un vestido de lana roja acampanado y una pequeña capa como la de Sherlock Holmes por encima de los hombros. De vez en cuando, se recoloca la capa, aunque no creo que lo haga porque le moleste, pues parece disfrutar demasiado con el gesto. Su ayudante, Mary Nell, permanece de pie junto a ella sujetándole los papeles. Mary Nell parece un perrito faldero rubio, uno de esos pequineses de patitas cortas y nariz aplastada.

—Ahora tenemos un tema muy interesante que tratar. —Hilly recoge las notas que le entrega su perrito faldero y las ojea—. El Comité de Dirección de la Liga de Damas ha decidido introducir unas mejoras en nuestro boletín.

Me pongo rígida en mi asiento. ¿No debería ser yo la que decida los cambios en el boletín?

—En primer lugar, el boletín pasará de ser una publicación semanal a mensual. Ahora que los sellos han subido a seis céntimos, resulta demasiado caro enviarlo todas las semanas. Por otra parte, vamos a añadir una columna de moda en la que recogeremos los mejores conjuntos de nuestras integrantes, y otra de maquillaje con las últimas tendencias. Ah, y también incluiremos la lista de quejas, que a partir de ahora pasará a estar en el boletín. —Hace un gesto con la cabeza y busca el contacto visual de algunas de las presentes—. Y, por último, la novedad más emocionante: hemos decidido cambiar el nombre del boletín a
The Tattler,
como la famosa revista europea que leen muchas mujeres por aquí.

—¡Es un nombre precioso! —comenta en voz alta Mary Lou White.

Hilly está tan orgullosa de su ocurrencia que no hace uso de la maza para recriminar a Mary Lou por haber hablado sin pedir turno de palabra.

—De acuerdo. Es el momento de elegir una editora para nuestro nuevo y moderno boletín mensual. ¿Se os ocurre alguna candidata?

Se alzan algunas manos en la sala. Permanezco impasible en mi silla.

—Jeanie Price, ¿qué opinas?

—Propongo a Hilly, a Hilly Holbrook.

—¡Qué encantador por tu parte! Muy bien, ¿alguien más?

Rachel Cole Brant se vuelve y me mira, como queriendo decirme: «¿Te puedes creer este numerito?». Evidentemente, es la única en esta sala que no sabe lo que pasó entre Hilly y yo.

—¿Alguien secunda a... —Hilly baja la mirada, como si no se acordara muy bien de quién ha sido la nominada— Hilly Holbrook como editora?

—¡Yo!

—¡Yo también!

—¡Y yo!

Unos golpes de maza confirman que acabo de perder mi empleo de editora del boletín. Leslie Fullerbean me contempla con los ojos fuera de sus órbitas. Puedo ver que no queda nada allá donde debería estar su cerebro.

—Skeeter, ¿no es ése tu puesto? —me pregunta Rachel.

—Era —murmullo.

Cuando termina la reunión me dirijo hacia la puerta. Nadie me habla ni me mira a los ojos, pero yo mantengo la cabeza alta.

En el recibidor, Hilly y Elizabeth charlan. Hilly se recoge el pelo oscuro detrás de las orejas, me ofrece una sonrisa diplomática y se marcha ligera a conversar con otra persona, pero Elizabeth no se mueve de su sitio. Cuando paso a su lado, me toca el brazo.

—Hola, Elizabeth —le susurro.

—Lo siento, Skeeter —murmura.

Nos miramos a los ojos un momento, pero luego ella desvía la mirada. Bajo las escaleras y me dirijo al oscuro aparcamiento. Pensaba que quería decirme algo más, pero supongo que estaba equivocada.

Tras la reunión de la Liga, no vuelvo a casa directamente. Bajo todos los cristales de las ventanillas del Cadillac y dejo que el aire nocturno me dé en el rostro. Es cálido y fresco a la vez. Sé que debería regresar para trabajar en las historias, pero en lugar de eso enfilo los anchos carriles de State Street y conduzco. Nunca me había sentido tan vacía en mi vida. No puedo evitar pensar en todas las cosas que se me acumulan: no conseguiré entregar el libro a tiempo, mis amigas me ignoran, Stuart me ha dejado, Madre tiene...

No sé lo que tiene Madre, pero todos presentimos que se trata de algo más que unas simples úlceras de estómago.

El bar Sun and Sand está cerrado y reduzco la velocidad al llegar a su altura para comprobar lo muerto que parece un anuncio luminoso cuando está apagado. Al ralentí, paso junto al alto edificio de Lámar Life, bajo las parpadeantes farolas de la calle. Sólo son las ocho, pero parece que la ciudad entera se haya ido ya a la cama. En este lugar, todo el mundo está dormido en el más amplio sentido de la palabra.

—¡Ojalá pudiera marcharme de aquí! —grito, y mi voz resulta aterradora sin nadie para escucharla.

Rodeada por la oscuridad, me veo desde arriba, como en una película. Me he convertido en una de esas personas que deambulan por la noche en su coche. Dios, soy la Boo Radley de la ciudad, como en
Matar a un ruiseñor.

Enciendo la radio y busco desesperadamente algún sonido que llene mis oídos. Suena
It's My Party
y cambio de emisora. Estoy empezando a odiar esas ñoñas canciones de amor para adolescentes. En un momento de cruce de ondas capto la WKPO de Memphis y escucho una voz masculina y ebria que canta una triste tonada de ritmo rápido. En un callejón sin salida, me detengo en el aparcamiento de los almacenes Tote-Sum y escucho la canción. Es lo más bonito que he oído nunca.

Then you better start swimmin'

or you'll sink like a stone

For the times they are a-changin'
[10]

Una voz enlatada me dice que el cantante se llama Bob Dylan, pero cuando va a empezar la siguiente canción se pierde la señal. Me reclino en el asiento y contemplo los oscuros escaparates de la tienda. Siento una ola de inexplicable alivio. Es como si acabara de escuchar algo venido del futuro.

En la cabina telefónica que hay frente a la tienda, echo una moneda y llamo a Madre. Sé que estará despierta esperando a que vuelva a casa.

—¿Diga? —contesta la voz de Padre, todavía levantado a las nueve menos diez.

—¿Papá? ¿Qué haces levantado? ¿Ha pasado algo?

—Cariño, tienes que volver a casa cuanto antes.

Las luces de las farolas me resultan de repente demasiado brillantes y la noche demasiado fría.

—¿Es mamá? ¿Está mal?

—Stuart lleva dos horas sentado en el porche. Te está esperando.

¿Stuart? Esto no tiene sentido.

—Pero mamá... ¿Está...?

—Tu madre está bien. De hecho, parece que ha mejorado un poco. Ven ya, Skeeter, para atender a Stuart.

El camino de regreso a la plantación nunca me había resultado tan largo. Diez minutos más tarde, aparco delante de casa y veo a Stuart sentado en las escaleras del porche. Padre está en una de las mecedoras. Cuando apago el motor, los dos se ponen de pie.

—Hola, papá —digo, sin mirar a Stuart—. ¿Dónde está mamá?

—Está dormida, acabo de entrar a ver cómo estaba.

Padre bosteza. La última vez que lo vi levantado más tarde de las siete fue hace diez años, aquella primavera que se heló la cosecha.

—Buenas noches a los dos. Apagad las luces cuando terminéis —dice Padre y entra en casa.

Me quedo a solas con Stuart. La noche es tan oscura y tranquila que no se ven la luna, las estrellas ni los perros en el jardín.

—¿A qué has venido? —pregunto con voz apagada.

—Quiero hablar contigo.

Me siento en las escaleras y hundo la cabeza entre las manos.

—Di lo que tengas que decir y márchate rápido. Estaba empezando a recuperarme de mis penas. Hace sólo diez minutos he escuchado una canción muy bonita y me he sentido bien.

Se acerca a mí, pero no lo suficiente como para que nuestros cuerpos se rocen. Me encantaría que lo hicieran.

—He venido para decirte una cosa. Quería contarte que la he visto.

Levanto la cabeza. La primera palabra que me viene a la cabeza es «egoísta». Egoísta hijo de perra, has venido hasta aquí para hablarme de Patricia.

—Estuve en San Francisco hace un par de semanas. Me subí en mi camioneta, conduje durante toda la noche y llamé a la puerta de la dirección que me dio su madre.

Me tapo la cara con las manos. Cuando cierro los ojos, sólo veo a Stuart recogiéndome el pelo como solía hacerlo.

—No quiero que me lo cuentes, Stuart.

—Le dije que mentir así a alguien es lo peor que se le puede hacer a una persona. Parecía muy cambiada. Llevaba un vestido de florecitas, un símbolo de la paz colgado del cuello, el pelo muy largo y no se había pintado los labios. Se rió al verme y me llamó puta. —Se frota los ojos con los nudillos—. Ella, que se metió en la cama con ese tipo, me llamó puta a mí. Dijo que yo era la puta de mi padre, la puta de Misisipi.

—¿Por qué me cuentas esto?

Tengo los puños cerrados y un sabor metálico en la boca. Creo que me he mordido la lengua.

—Fui hasta allí por ti. Después de que rompiéramos, me di cuenta de que tenía que quitarme a esa mujer de la cabeza. Y lo he conseguido, Skeeter. Conduje más de mil kilómetros de ida y vuelta y he venido a contártelo. Se acabó, ese amor está muerto.

—Pues muy bien, Stuart. Me alegro por ti.

Se acerca a mí y se inclina para que pueda mirarle a los ojos. Me entran mareos y ganas de vomitar al oler su aliento a bourbon. Pero, a pesar de todo, todavía me gustaría que me envolviera entre sus brazos. Lo amo y lo odio al mismo tiempo.

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