Criadas y señoras (52 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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—Johnny, ¿no te parece que igual voy demasiado elegante? En la invitación ponía que había que vestir formal, pero todas las mujeres que veo aquí parece que se hayan vestido para ir a misa.

Johnny le ofrece una sonrisa complaciente. Nunca se atrevería a reprocharle su atuendo con un «¡Te lo dije!». Por el contrario, le dice con voz melosa:

—Estás preciosa, cariño, pero si tienes frío puedes ponerte mi chaqueta sobre los hombros.

—¿Cómo me voy a poner una chaqueta de hombre encima de un vestido? —rechaza Celia entornando los ojos—. De todos modos, gracias, mi amor.

Johnny le acaricia la mano y le trae otra copa del bar, la quinta que se toma hoy, aunque eso él no lo sabe.

—Intenta hacer amistades, querida. Ahora vuelvo —dice, y se dirige al lavabo de hombres.

Celia se queda sola. Se sube un poco el escote del vestido, que cada vez está más cerca de su ombligo. Canturrea una canción de campo, moviendo nerviosa el pie mientras busca algún rostro conocido a su alrededor.

—...
Liza, querida Liza, hay un agujero en el cubo...

Por fin, ve a Hilly a lo lejos y, poniéndose de puntillas, la saluda haciendo un gesto con la mano por encima de las cabezas de la gente.

—¡Hilly! ¡Yuju!

Hilly se aparta de la conversación que está manteniendo a unas cuantas mesas de distancia, sonríe y le devuelve el saludo moviendo la mano, pero cuando Celia se acerca a ella, se escabulle entre la multitud.

Celia se detiene y da un nuevo trago a su copa. A su alrededor se forman grupitos que hablan y se ríen de todas esas cosas de las que se suele hablar y reír en las fiestas, supone Celia.

—¡Anda! ¿Qué tal, Julia? —dice Celia.

Le habían presentado a esta mujer en una de las pocas fiestas a las que asistieron Celia y Johnny después de casarse.

Julia Fenway sonríe y mira a su alrededor desesperada.

—Soy Celia, Celia Foote. ¿Qué tal estás? ¡Me encanta tu vestido! ¿Dónde lo has comprado, en la tienda de Jewel Taylor?

—No, Warren y yo estuvimos hace unos meses en Nueva Orleans... —Julia vuelve a mirar a su alrededor, pero no encuentra a nadie cerca para salvarla—. Estás... muy glamurosa.

Celia se acerca un poco a ella y le confiesa:

—Le he preguntado a Johnny, pero ya sabes cómo son los hombres. ¿Tú crees que voy demasiado elegante con este vestido?

Julia se ríe, pero ni tan siquiera entonces mira a Celia a los ojos.

—¡Qué va, qué va! Estás perfecta.

Una compañera de la Liga pellizca a Julia en el brazo.

—Disculpadme. Julia, te necesitamos un segundo.

Se marchan y Celia se queda sola de nuevo.

Cinco minutos más tarde, se abren las puertas del comedor y la multitud empieza a avanzar. Los invitados buscan las mesas que les han asignado mirando las tarjetitas que recogieron en la entrada. Todos sueltan exclamaciones de admiración al pasar frente a los expositores de los productos a subasta, llenos de cuberterías de plata, vestidos infantiles cosidos a mano, pañuelos de algodón, toallitas bordadas, un juego de té para niños importado de Alemania...

Minny está en una mesa al fondo de la estancia secando vasos.

—Aibileen —susurra a su amiga—, ahí la tienes.

Aibileen levanta la vista y contempla a la mujer que hace un mes llamó a la puerta de Miss Leefolt.

—Más les vale a las señoras tener bien
ataos
a sus
maríos
esta noche —contesta.

—Si la ves hablando con Miss Hilly, avísame —dice Minny, frotando con esmero el borde de un vaso.


D'acuerdo.
No te preocupes, me he
pasao tol
día haciendo unas oraciones especiales por ti.

—Mira, ahí está Miss Walter. ¡Vieja bruja! Y Miss Skeeter.

Skeeter lleva un vestido de terciopelo negro con manga larga y un recatado cuello redondo que resalta su cabello rubio y sus labios rojos. Ha venido sola y ofrece una sensación de vacío. Echa un vistazo al salón, con cara de aburrida. Entonces ve a Aibileen y a Minny, que apartan la mirada al instante.

Una de las sirvientas de color, Clara, se acerca a la mesa y levanta un vaso.

—Aibileen —susurra, sin apartar la vista del vaso al que saca brillo—, ¿es ésa?

—¿A qué te refieres?

—Si ésa es la que escribe historias de criadas de
coló.
¿Por qué lo hace? ¿Qué busca? Me han dicho que se pasa por tu casa
toas
las semanas.

Aibileen agacha la cabeza.

—Mira, guapa, se supone que eso es un secreto.

Minny mira para otro lado. Nadie sabe que está metida en esa historia, ni ella ni las otras criadas. Sólo saben lo de Aibileen.

Clara asiente.

—No te preocupes, no se lo voy a
decí
a nadie.

Skeeter toma algunas notas en su cuaderno para el artículo sobre la Gala Benéfica que se publicará en el boletín de la Liga de Damas. Contempla el salón, fijándose en los verdes cortinones, los ramitos de acebo, las rosas rojas y las hojas secas de magnolia dispuestas como centros de mesa. Sus ojos se posan en Elizabeth, que está a unos metros de ella, rebuscando en su bolso. Parece agotada, pues apenas hace un mes que ha dado a luz. Skeeter observa cómo Celia Foote se acerca a Elizabeth, quien, cuando levanta la vista y ve quién se le aproxima, empieza a toser y se lleva la mano a la garganta como para protegerse de un posible ataque.

—¿No sabes dónde meterte, Elizabeth? —le pregunta Skeeter.

—¿Qué? ¡Ah, hola, Skeeter! ¿Cómo estás? —Elizabeth le dirige una rápida sonrisa—. Sólo me... estaba entrando mucho calor aquí dentro. Creo que necesito respirar un poco de aire fresco.

Skeeter contempla cómo Elizabeth se escabulle mientras Celia Foote la persigue con su horrible vestido tintineando a cada paso. «Éste va a ser el notición de la noche —piensa Skeeter—. Ni la decoración floral, ni cuántas arrugas se le forman al vestido de Hilly en el trasero. Este año, el titular será
El despropósito de vestido de Celia Foote.»

Pasado un rato, se anuncia la cena y todo el mundo se dirige a los asientos que se les han asignado. Celia y Johnny se sientan con un grupo de parejas de fuera de la ciudad, amigos de amigos que en realidad no son amigos de nadie. A Skeeter le toca compartir mesa con un grupo de matrimonios locales, pero no junto a la presidenta Hilly, ni tan siquiera al lado de la secretaria Elizabeth. La sala bulle con conversaciones y elogios a la organización y al Chateaubriand. Tras el plato principal, Hilly sube al estrado y se sitúa en la tribuna. Después de una tanda de aplausos, sonríe al público y empieza a hablar:

—Buenas noches. Os agradezco a todos vuestra presencia. ¿Estáis disfrutando de la cena?

Hay gestos y voces de conformidad.

—Antes de empezar con los anuncios, me gustaría dar las gracias a todas las personas que han contribuido a que esta velada sea un éxito.

Sin girar la cabeza, Hilly hace un gesto hacia su izquierda, donde hay una fila de dos docenas de mujeres de color con sus uniformes blancos. Tras ellas se encuentra una docena de hombres, también de color, con sus fracs grises y blancos.

—Un fuerte aplauso para el servicio, por esta magnífica cena que nos han preparado y por los postres que han hecho para la subasta. —Hilly toma una tarjeta y, a partir de aquí, lee—: A su modo, contribuyen a que la Liga de Damas logre su objetivo de enviar comida a los Pobres Niños Hambrientos de África, una causa que estoy segura de que ellos también apoyan de todo corazón.

Los blancos de las mesas aplauden a las criadas y los camareros. Algunos de los sirvientes sonríen, pero la mayoría mira al infinito por encima de las cabezas de la multitud.

—A continuación, me gustaría dar las gracias a las no miembros presentes en esta sala que nos han ofrecido su tiempo y su ayuda. Gracias a vosotras, nuestro trabajo ha sido mucho más fácil.

Hay un ligero aplauso y algún frío intercambio de sonrisas y gestos entre miembros y no miembros. «¡Qué pena! —parece que piensan las miembros—. Es una verdadera lástima que no tengáis clase suficiente para que os admitamos en nuestra asociación.» Hilly sigue dando gracias y reconociendo esfuerzos con un tono encendido y patriótico. Se sirve el café y los maridos se lo toman, pero la mayoría de las mujeres siguen embelesadas el discurso de Hilly.

—... gracias a la ferretería Boone... no nos podemos olvidar de la tienda de Ben Franklin... —Termina su lista con—: Y, por supuesto, queremos agradecer al donante anónimo que nos ofreció, humm..., «suministros» para la Iniciativa de Higiene Doméstica.

Se escuchan algunas risas nerviosas, pero la mayor parte de los asistentes vuelve la cabeza para comprobar si Skeeter ha tenido agallas para presentarse.

—Me gustaría que, en lugar de ser tan tímida, esta persona subiera a esta tribuna y aceptara nuestra gratitud. Sinceramente, sin su generosa ayuda no habríamos podido realizar tantas instalaciones.

Skeeter tiene la vista fija en el estrado, sin inmutarse y con un gesto de estoicismo. Hilly sonríe abiertamente y continúa con su discurso:

—Y, por último, quisiera dar las gracias a mi marido, William Holbrook, por donar un fin de semana en su coto de caza. —Le guiña un ojo a su esposo, baja la voz y añade—: Y no os olvidéis: ¡Vota a Holbrook para senador del Estado!

Los presentes sueltan una carcajada cómplice ante el gesto de Hilly.

—¡Un momento! ¡Me están llamando desde Virginia! —Hilly simula que tiene un teléfono en la mano y endereza el cuerpo—: No, no me presento con él, pero tengan clara una cosa, señores congresistas, si se les ocurre tocar el tema de la segregación en las escuelas, voy a la capital y lo soluciono yo misma.

Se oyen carcajadas ante este numerito cómico. El senador Whitworth y su esposa, sentados a una mesa frente al estrado, asienten y sonríen. Al fondo de la estancia, Skeeter baja la vista a su regazo. Durante la hora del cóctel habló un poco con el senador, pero su esposa se lo llevó antes de que el hombre le diera un segundo abrazo. Stuart no ha venido.

Cuando terminan la cena y el discurso, la gente se levanta para el baile y los hombres se dirigen a la barra. Hay prisas por acercarse a las mesas de la subasta para realizar las últimas pujas. Dos ancianas se enzarzan en una lucha por el exclusivo juego de té para niños. Se ha corrido el rumor de que perteneció a una familia real y que unos contrabandistas lo sacaron de Alemania oculto en un carro tirado por asnos, hasta que terminó en la tienda de antigüedades Magnolia de la calle Fairview en Jackson, Misisipi. El precio saltó de quince dólares a ochenta y cinco en unos minutos.

En una esquina, junto a la barra, Johnny bosteza. Celia tiene el ceño fruncido.

—No me puedo creer lo que Hilly ha dicho sobre las no miembros que colaboraron en la organización de la Gala Benéfica. ¡Si me dijo que no necesitaban ayuda!

—Bueno, ya les ayudarás el año que viene —dice Johnny.

Celia busca a Hilly con la mirada. Cuando la encuentra, descubre esperanzada que en ese momento no hay mucha gente a su alrededor.

—Johnny, ahora mismo vuelvo —dice.

—Vale, pero luego nos vamos pitando de aquí. Estoy harto de llevar este traje de mono.

Richard Cross, compañero de Johnny en el coto de caza de patos, le da una palmada en la espalda. Comentan algo y se ríen. Sus miradas se pierden entre la multitud.

Celia casi consigue llegar hasta Hilly esta vez, pero de nuevo la mujer se escabulle subiendo al estrado. Celia retrocede unos pasos, temerosa de abordar a Hilly en el lugar en el que hace unos minutos parecía tan poderosa. Se dirige entonces al aseo, y Hilly aprovecha para acercarse a la esquina en la que Johnny charla con su amigo.

—¡Vaya, Johnny Foote! —dice, dándole un cariñoso apretón en el brazo—. ¡Qué sorpresa verte aquí, con lo poco que te gustan a ti estas fiestas!

—¿Sabes que mañana se abre la temporada de caza? —comenta Johnny, suspirando.

Hilly le sonríe con sus labios pintados de color caoba, a juego con su vestido. Debe de haberse pasado días buscando el pintalabios apropiado.

—Me aburre escuchar decir lo mismo a todos los hombres. Johnny Foote, ¿no te puedes perder un día de caza? Antes hacías esas cosas por mí.

Johnny entorna los ojos y murmura:

—Celia nunca me habría perdonado que no viniéramos.

—Por cierto, ¿dónde está tu mujercita? —pregunta Hilly sin apartar la mano del brazo de Johnny y tirando de él—. ¿No se habrá quedado vendiendo perritos calientes en un campo de fútbol de Luisiana?

Johnny la mira molesto por el comentario, aunque es cierto, así fue como conoció a Celia.

—¡Vamos, vamos, sabes que sólo estaba bromeando! Estuvimos saliendo juntos demasiado tiempo como para poder permitirnos algunas licencias, ¿verdad?

Antes de que Johnny pueda responder, alguien toca el hombro de Hilly, que se vuelve y va hacia la siguiente pareja entre risitas. Johnny suspira cuando ve que Celia se acerca.

—Bueno —le dice a Richard—, ahora ya podemos marcharnos. Me levanto dentro de... —Mira su reloj—. Cinco horas.

Richard no aparta los ojos de Celia mientras avanza hacia ellos. De repente, la mujer se detiene, se agacha para recoger una servilleta que se le ha caído y ofrece una generosa vista de su escote.

—Pasar de Hilly a Celia debe de haber sido todo un cambio, Johnny.

Johnny asiente con un gesto.

—Pues como si me hubiera pasado toda la vida en la Antártida y de repente me hubiese mudado a Hawai.

Richard suelta una carcajada.

—Como acostarte en un seminario y despertarte en la residencia femenina de la universidad —añade Richard, y los dos se ríen.

Luego, Richard comenta en voz baja:

—Como la primera vez que te comes un bombón.

—¡Eh! Recuerda que estás hablando de mi mujer —corta Johnny, y le recrimina con la mirada.

—Perdona, Johnny —murmura Richard—, no pretendía ofenderte.

Celia se incorpora y suspira decepcionada.

—Hola, Celia. ¿Qué tal? —saluda Richard—. Estás preciosa.

—Gracias, Richard.

A Celia se le escapa un sonoro hipo y frunce el ceño, cubriéndose la boca con una servilleta.

—¿Ya se te ha subido la bebida? —le pregunta Johnny.

—Sólo está divirtiéndose un poco, ¿verdad, Celia? —dice Richard—. De hecho, os voy a pedir un cóctel que te encantará. Se llama Alabama Slammer.

Johnny mira con enfado a su amigo y dice:

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