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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (47 page)

BOOK: Criadas y señoras
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Cuando digo que no hay muchas noticias en la prensa, no me refiero sólo a Jackson, sino a todo el país, a todo Estados Unidos. Lottie Freeman, que sirve en la casa del gobernador, donde reciben los periódicos de tirada nacional, me dijo que la foto había salido en la sección de curiosidades del
New York Times,
y que en todos los sitios aparecía el nombre: «Casa de Hilly y William Holbrook, Jackson, Misisipi».

En casa de Miss Leefolt se reciben muchas llamadas telefónicas esta semana. Miss Leefolt no para de asentir con la cabeza mientras Miss Hilly se desahoga con ella. Una parte de mí se troncha de risa por lo de los retretes, pero otra quiere llorar. Miss Skeeter está corriendo un gran riesgo al enfrentarse abiertamente a Miss Hilly. Hoy regresa de Natchez, espero que me llame. Ahora me puedo imaginar por qué se fue.

El miércoles por la mañana, todavía no he tenido noticias de Miss Skeeter. Preparo la tabla de planchar en la sala. Miss Leefolt llega a casa acompañada de Miss Hilly y se sientan a la mesa del comedor. No había vuelto a ver el pelo a Miss Hilly desde lo de los retretes; supongo que ahora no saldrá mucho. Bajo el volumen de la tele y presto oídos a su conversación.

—Míralo. Éste es el libro del que te hablé.

Miss Hilly abre un librito y pasa las páginas mientras Miss Leefolt mueve la cabeza.

—Sabes lo que esto significa, ¿verdad? ¡Quiere cambiar estas leyes! ¿Por qué, si no, iba a andar con este libro por ahí?

—¡No me lo puedo creer! —dice Miss Leefolt.

—No puedo demostrar que hiciera a propósito lo de los retretes, pero esto... —levanta el libro y da una palmadita en la cubierta—. Esto es una prueba evidente de que está metida en algo. Pienso contárselo también a Stuart.

—Pero si ya no están juntos.

—Bueno, de todos modos tiene que saberlo, imagínate que le diera por intentar reconciliarse con ella. Lo hago por el bien de la carrera del senador Whitworth.

—Pero igual lo del boletín fue de verdad un despiste. Quizá quería...

—¡Elizabeth! —Hilly se cruza de brazos—. No me refiero a lo de los retretes, estoy hablando de las leyes de este gran Estado. Quiero que pienses en una cosa: ¿te gustaría que Mae Mobley se tuviera que sentar en el colegio al lado de un niño negro? —Miss Hilly me mira y baja la voz, pero esta mujer nunca ha sabido hablar con discreción—. ¿Quieres que los negros vengan a vivir a este barrio? ¿Que te toquen el culo cada vez que sales a la calle?

Levanto la mirada y veo que está empezando a hacer mella en Miss Leefolt, que se pone tensa, muy seria y formal.

—A William le dio un ataque cuando vio lo que hizo en nuestra casa. No puedo permitir que siga manchando mi reputación, no con las elecciones tan cerca. He pedido a Jeanie Caldwell que sustituya a Skeeter en nuestras partidas de bridge.

—¿La has echado del grupo de bridge?

—¡Por supuesto! Y también pienso echarla de la Liga de Damas.

—¿Puedes hacerlo?

—¡Pues claro que puedo! Pero quiero esperar a tenerla sentada en el salón de actos y que todas vean lo idiota que es, para que se dé cuenta del daño que se está haciendo con esas ideas suyas. —Miss Hilly mueve la cabeza—. Necesita aprender que no puede seguir así. Entre nosotras es una cosa, pero cuando se entere más gente va a estar metida en un buen lío.

—Es cierto, en esta ciudad hay muchos racistas —dice Miss Leefolt.

—Los hay, los hay —asiente Miss Hilly.

Pasado un rato, se levantan y se marchan. Me alegro de no tener que verles la cara durante un rato.

A mediodía, Mister Leefolt viene a comer a casa, algo poco habitual en él. Se sienta a la mesita del desayuno y me dice mientras ojea el periódico:

—Aibileen, prepárame algo para almorzar, por favor. —Dobla el periódico por la mitad y añade—: Quiero un poco de rosbif.

—Sí,
señó.

Le pongo un mantelito, una servilleta y unos cubiertos de plata. Mister Leefolt es alto y muy delgado. No tardará en estar completamente calvo, pues sólo le queda un pequeño círculo de pelo por detrás de la cabeza, pero nada por delante.

—¿Te quedarás para ayudar a Elizabeth con el nuevo bebé? —me pregunta mientras lee el periódico. Por lo general, nunca me presta atención.

—Sí,
señó.

—Porque me han dicho que te gusta mucho cambiar de trabajo.

—Sí,
señó.

Es cierto. Casi todas las criadas se pasan toda su vida con la misma familia, pero yo no. Tengo mis motivos para cambiar de trabajo cuando los críos llegan a los ocho o nueve años. Me costó unos cuantos empleos aprenderlo.

—Es que lo que
mejó
se me da es
cuidá
bebés.

—¡Vaya! Así que no te consideras una criada, sino más bien una especie de niñera. —Deja el periódico y me mira—. Estás especializada, como yo.

No digo nada, sólo asiento con un ligero gesto de la cabeza.

—Yo, por ejemplo, hago declaraciones de la renta a empresas, pero no a particulares.

Empiezo a ponerme nerviosa. En los tres años que llevo aquí, nadie había hablado tanto tiempo conmigo.

—Debe de ser difícil tener que buscar un trabajo nuevo cada vez que los niños empiezan a ir a la escuela.

—Al final siempre sale algo.

No responde nada, así que me dispongo a sacar la carne.

—Cuando se cambia mucho de trabajo, como tú, es importante tener buenas referencias.

—Sí,
señó.

—Me han dicho que conoces a Skeeter Phelan, la amiga de Elizabeth.

No levanto la cabeza. Muy despacito, empiezo a cortar lonchas de rosbif una tras otra. El corazón me debe de latir a mil por hora.

—A veces me pregunta cosas sobre limpieza del
hogá, pa
sus artículos.

—¿Ah, sí?

—Sí,
señó.
Me pide consejos de limpieza.

—No quiero que hables más con esa mujer. Ni para darle consejos de limpieza, ni para decirle hola, ¿entendido?

—Sí,
señó.

—Si me entero de que habéis vuelto a hablar, estarás metida en un buen lío, ¿entendido?

—Sí,
señó
—susurro, preguntándome qué sabrá este hombre.

Mister Leefolt regresa a su periódico.

—Me comeré el rosbif en un bocadillo. Ponle un poco de mayonesa, y no tuestes demasiado el pan, no me gusta muy seco.

Esa noche, estoy sentada con Minny a la mesa de mi cocina. Por la tarde, me entró un temblor en las manos y no ha parado desde entonces.

—¡Estúpido blanco! —dice Minny.

—Me gustaría
sabé
por qué me ha dicho eso.

Llaman a la puerta trasera y Minny y yo nos miramos. Sólo una persona toca así en mi puerta, los demás pasan sin llamar. Abro y me encuentro a Miss Skeeter.

—Estoy con Minny —le susurro, porque cuando vas a entrar a una habitación siempre es bueno saber si Minny está dentro.

Me alegro de que haya venido. Tengo muchas cosas que contarle y no sé por dónde empezar. Me extraña ver que Miss Skeeter luce algo parecido a una sonrisa en el rostro. Supongo que todavía no habrá hablado con Miss Hilly.

—Hola, Minny —saluda al entrar.


Güenas,
Miss Skeeter —responde Minny mirando por la ventana.

Sin darme tiempo a abrir la boca, Miss Skeeter se sienta y empieza a hablar:

—Se me han ocurrido unas cuantas ideas mientras estuve fuera. Aibileen, creo que deberíamos empezar el libro con tu capítulo —dice, sacando unos papeles de su raída mochila roja—, luego el de Louvenia y después saltar al de Faye Belle, porque no conviene poner tres historias dramáticas seguidas. El resto lo ordenaremos más tarde. El tuyo, Minny, creo que debería estar al final.

—Miss Skeeter... Tengo que
hablá
con
usté
de algunas cosas —digo.

Minny y yo nos miramos.

—Yo me tengo que ir —tercia Minny, enfurruñada como si no estuviera cómoda en la silla.

Se dirige a la puerta pero, antes de salir, da una ligera palmadita en el hombro de Miss Skeeter mirando al frente, como si no lo hubiera hecho a propósito, y después se marcha.

—Han
pasao
muchas cosas mientras estaba fuera, Miss Skeeter —le digo, frotándome la nuca.

Le cuento que Miss Hilly le enseñó el librito a Miss Leefolt y que sólo Dios sabe a quién más se lo habrá mostrado.

—Ya me las arreglaré con lo de Hilly —dice Miss Skeeter—. Además, esto no te implica a ti, ni a las otras criadas, ni al libro.

Entonces le cuento lo que me dijo Mister Leefolt, lo claro que me dejó que no debía hablar con ella ni tan siquiera para los artículos sobre limpieza. No me gusta contarle estas cosas, pero al final va a enterarse y prefiero ser yo quien se lo cuente primero.

Me escucha con atención y hace algunas preguntas. Cuando termino, dice:

—Ese Raleigh es un charlatán. De todos modos, tendré que redoblar la precaución cuando vaya a visitar a Elizabeth. No volveré a entrar en la cocina.

Puedo notar que no le afecta mucho lo que está pasando: los problemas que tiene con sus amigas, el cuidado que debemos tener... Le cuento lo que dijo Miss Hilly de humillarla delante de los miembros de la Liga de Damas, que la han echado del grupo de bridge, que Miss Hilly va a contárselo todo a Mister Stuart, para que no se le ocurra intentar arreglar las cosas con ella.

Miss Skeeter aparta la vista e intenta sonreír.

—Si te digo la verdad, nada de eso me importa.

Fuerza una sonrisa que me hace estremecerme, porque veo que todo el mundo está preocupado: blancos, negros, todos lo estamos.

—Sólo... Prefería contárselo yo antes de que se enterara en la
ciudá
—digo—. Ahora que sabe lo que le espera, ándese con mucho
cuidao.

Se muerde el labio, asiente y dice:

—Gracias, Aibileen.

Capítulo 23

El verano avanza, aplastándonos como una ardiente apisonadora. Todas las personas de color de Jackson nos pegamos a la primera tele que encontramos para ver a Martin Luther King frente al Capitolio, diciéndonos que tiene un sueño. Lo sigo desde el salón del sótano de la iglesia. Nuestro reverendo, el padre Johnson, participa en la marcha, y me pongo a buscar su rostro entre la multitud. No me puedo creer que haya tanta gente: doscientos cincuenta mil, dicen en la tele. Y lo más asombroso es que sesenta mil son blancos.

—En Misisipi, las cosas marchan al revés del resto del mundo —dice el reverendo King, y todos asentimos porque sabemos que es cierto.

Agosto y septiembre pasan, y cada vez que veo a Miss Skeeter la encuentro más delgada y con la mirada más recelosa. Intenta sonreír, como si no le resultara tan duro haberse quedado sin amigas.

En octubre, Miss Hilly se sienta a la mesa del comedor de Miss Leefolt, que está tan preñada que casi no es capaz de centrar la mirada. Miss Hilly lleva una bufanda de piel alrededor del cuello, aunque estamos a quince grados en la calle. Con el dedo meñique estirado mientras sujeta la taza de té, dice:

—Skeeter pensó que era muy lista al hacer que dejaran todos esos retretes en mi jardín. Pues mira, le ha salido el tiro por la culata. Ya hemos instalado tres de esos váteres en garajes y jardines. Hasta William dijo que fue una bendita suerte inesperada.

No le voy a contar esto a Miss Skeeter, no puedo decirle que ha terminado contribuyendo a la causa contra la que luchaba. Pero pronto me entero de que no servirá de nada ocultárselo, porque Miss Hilly añade:

—Anoche le escribí una nota de agradecimiento a Skeeter. Le dije que nos ha ayudado mucho con la Iniciativa de Higiene Doméstica.

Con Miss Leefolt ocupada cosiendo ropitas para el nuevo bebé, Mae Mobley y yo pasamos cada minuto del día juntas. Se está haciendo ya muy grande para que la pueda llevar en brazos todo el rato, o igual soy yo la que está muy gorda. Para compensarla, le doy un montón de achuchones.

—¡Cuéntame mi cuento secreto! —me susurra con una gran sonrisa.

Siempre quiere que le cuente su cuento secreto, es lo primero que me pide en cuanto entro en casa, que le cuente una de las historias que me invento.

Entonces aparece Miss Leefolt con el bolso, preparada para marcharse.

—Mae Mobley, voy a salir. Ven a dar un abrazo a mamá.

Pero Mae Mobley no se mueve.

Miss Leefolt se queda con una mano apoyada en la cintura, esperando su premio.

—Vamos, Mae Mobley —le digo.

Le doy un golpecito con el codo y la pequeña se acerca para abrazar con fuerza a su madre, casi con desesperación, pero Miss Leefolt está ya ocupada buscando las llaves dentro del bolso. Sin embargo, parece que a Mae Mobley ya no le molesta como antes la indiferencia de su madre, aunque yo casi no puedo ni mirarla.

—¡Venga, Aibi! —me dice Mae Mobley después de que su madre se haya marchado—. Cuéntame mi cuento secreto.

Vamos a su habitación, nuestro lugar favorito para pasar el rato. Me siento en el sillón y ella trepa por mis piernas, sonríe y da saltitos.

—¡Cuéntame! ¡Cuéntame el cuento del regalo y el papel marrón!

Está tan ilusionada que no para quieta. Salta de mi regazo y da unas volteretas por el suelo para tranquilizarse un poco. Después, vuelve a trepar.

Es su cuento preferido, porque con él siempre se lleva dos regalos. Busco una bolsa marrón del supermercado Piggly Wiggly, arranco un trozo y envuelvo con él algo, un caramelo, por ejemplo. Luego, con el papel blanco de las bolsas de la tienda Colé envuelvo otro. Chiquitina quita los envoltorios muy seria mientras le explico que no es el color de fuera lo que importa, sino lo que hay en el interior.

—Hoy te voy a
contá
un cuento diferente —le digo, pero primero me quedo inmóvil, escuchando para asegurarme de que Miss Leefolt no ha vuelto a casa porque se haya olvidado algo. No hay moros en la costa—. Hoy voy a contarte el cuento del hombre del espacio.

Le encantan las historias de extraterrestres. Su programa preferido de la tele es
Mi marciano favorito.
Saco las antenas que hice anoche con papel de aluminio y nos las ponemos. Una para ella, otra para mí. Parecemos un par de locas con esos chismes en la cabeza.

—Érase una vez un marciano sabio que bajó a la Tierra
pa
enseñarnos algunas cosas —empiezo el cuento.

—¿Un marciano? ¿Cómo de grande?

—Oh,
pos
como de un metro noventa.

—¿Cómo se llama?

—Marciano Luther King.

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