Miss Leefolt ha ido a la peluquería. Parece que no le importa mucho no estar en casa cuando su única hija se despierte la mañana del primer cumpleaños del que tendrá conciencia. Por lo menos, Miss Leefolt le ha comprado lo que quería. Cuando llegué esta mañana, la mujer me condujo a su dormitorio y me enseñó una gran caja posada en el suelo.
—¿Verdad que le gustará? —me preguntó—. ¡Habla, anda y hasta llora!
En el interior de esa enorme caja rosa con lunares envuelta con celofán, había una muñeca tan grande como Mae Mobley. Se llama Allison, es rubia, tiene el pelo rizado y los ojos azules y lleva un vestido rosa de volantes. Cada vez que la anunciaban en la tele, Mae Mobley daba un bote, abrazaba el aparato y pegaba la cara a la pantalla, contemplándola muy seria. Miss Leefolt parecía que se iba a echar a llorar mirando la muñeca. Supongo que la tacaña de su madre nunca le regaló lo que quería cuando era pequeña.
En la cocina, preparo una papilla de maicena y le echo unas golosinas por encima. La meto al horno para que quede un poco crujiente y la adorno con trocitos de fresa. Para esto sirve la maicena, no es más que un pretexto para comer cualquier otra cosa.
En el bolsillo tengo las tres velitas rosas que me he traído de casa. Las saco, les quito el papel en el que las envolví para que no se doblaran, las enciendo y llevo la papilla a la trona que está junto a la mesa de linóleo blanco en medio de la estancia.
—¡Feliz cumpleaños, Mae Mobley dos! —digo.
—¡Soy Mae Mobley, tres! —protesta sonriendo.
—
¡Pos
claro que sí! Venga, sopla las velas, Chiquitina, antes de que la cera caiga en la papilla.
Contempla las llamitas y se ríe.
—¡Sopla, pequeña!
Las apaga de un soplido, relame los restos de papilla que han quedado pegados en las velas y empieza a comer. Pasado un rato, me sonríe y me pregunta:
—Aibi, ¿cuántos años tienes?
—Aibileen
tié
cincuenta y tres.
Abre los ojos como platos. Para ella, debe de ser como si tuviera mil.
—¿Y haces... cumpleaños?
—
Pos
claro —me río—. Por desgracia, cada año soy más vieja. Fíjate, la próxima semana será mi cumpleaños.
No me puedo creer que vaya a cumplir cincuenta y cuatro años. ¿Cómo ha podido pasar tan rápido el tiempo?
—¿Tienes bebés? —pregunta.
—¡Tengo diecisiete! —digo entre risas. Todavía no sabe contar hasta diecisiete, pero es consciente de que es un número grande—. Si los ponemos a
tos
juntos, no cabrían en esta cocina.
Abre aún más sus enormes ojos marrones.
—¿Dónde están los bebés?
—Por
toa
la
ciudá.
Son los bebés a los que he
cuidao.
—¿Y por qué no vienen a jugar conmigo?
—Porque casi
tos
son ya mayores. Muchos hasta tienen sus propios bebés.
Madre mía, qué lío tiene en la cabeza. Se pone a pensar, como si estuviera echando cuentas.
—Tú también eres uno de mis bebés.
Tos
los niños a los que cuido los considero míos —añado.
Mueve contenta la cabecita y se estira en la trona.
Me pongo a fregar los platos. Esta noche celebrarán la fiesta de cumpleaños y vendrá la familia. Tengo que preparar las tartas. Primero, haré una con glaseado de fresa. Si por ella fuera, Mae Mobley se pasaría todo el día comiendo fresas. Después prepararé la otra.
—¿Por qué no hacemos una tarta de chocolate? —me dijo ayer Miss Leefolt.
La mujer está de siete meses y no puede parar de comer chocolate, pero yo ya había preparado todos los ingredientes para la tarta de fresa desde hace más de una semana. No puede ser que un día antes del cumpleaños me venga con ésas.
—Esto... ¿Y por qué no
mejó
una tarta de fresa? Ya sabe que es la
prefería
de Mae Mobley —le contesté.
—¡Ay, qué va! Si a ella le encanta el chocolate. Voy a ir al supermercado y te traeré todo lo que necesitas.
¡Qué chocolate ni qué ocho cuartos! Así que tendré que preparar dos tartas. Por lo menos, Chiquitina podrá soplar dos tandas de velas.
Friego el bol de la papilla y le doy a la niña un vaso de zumo de uva. Está con su vieja muñeca, esa a la que llama Claudia, que tiene el pelo pintado, se le cierran los ojos y cuando se cae al suelo suelta un gritito lastimero.
—¿Éste es tu bebé? —le pregunto mientras palmea la espalda de la muñeca como queriendo hacerla eructar.
La pequeña asiente y dice:
—Aibi, tú eres mi mamá de verdad.
Ni tan siquiera me ha mirado mientras decía estas palabras, las ha soltado como quien habla del tiempo.
Me arrodillo a su lado mientras ella juega.
—Tu mamá está en la peluquería. Chiquitina, sabes
mu
bien quién es tu mamá.
Niega con la cabeza y abraza su muñeca.
—¡No! Yo soy tu bebé —dice.
—Mae Mobley, sabes que eso de que tengo diecisiete bebés es broma. No es
verdá,
yo sólo he
tenío
un hijo.
—Ya lo sé —dice—. Yo soy tu hija. Los otros bebés que has dicho eran mentira.
Ya me había pasado antes que los bebés a los que cuido me confundan con su madre. La primera palabra que dijo John Green Dudley fue «mamá», y cuando la pronunció me estaba mirando a mí. Pero pronto empezó a llamar a todo el mundo «mamá», hasta a su padre o a él mismo. Lo hizo durante mucho tiempo y nadie le dio importancia. Sin embargo, cuando empezó a jugar a vestiditos, a ponerse las faldas de su hermana y a echarse Chanel Número 5, todos nos preocupamos un poco.
Estuve mucho tiempo sirviendo en casa de los Dudley, casi seis años. Cada tarde, su padre bajaba al niño al garaje y le zurraba con la manguera, intentando expulsar la chica que tenía dentro. Yo no podía soportarlo. Al regresar a casa, abrazaba a mi Treelore con tanta fuerza que casi lo asfixiaba. Cuando empezamos a trabajar en las historias, Miss Skeeter me preguntó cuál fue el peor momento que he vivido como sirvienta. Le contesté que fue cuando el hijo de una de mis jefas nació muerto, pero no era verdad. Fueron todos y cada uno de los días, desde 1941 hasta 1947, que me pasé esperando tras la puerta del garaje a que terminaran las palizas. Me gustaría haberle dicho a John Green Dudley que no iba a ir al infierno, que no era un monstruo de feria porque le gustaran los chicos. Ojalá le hubiera susurrado cosas bonitas al oído como hago ahora con Mae Mobley. En lugar de eso, me quedaba sentada en la cocina, esperando para ponerle pomada en las heridas que le dejaban los manguerazos.
En ese momento oímos llegar el coche de Miss Leefolt. Me pongo un poco nerviosa pensando en qué hará la mujer si escucha esto de «mamá». Mae Mobley también parece preocupada. Empieza a menear las manos como una gallinita.
—¡Chist! ¡No se lo cuentes! —me dice—. Me pegará.
Así que ya ha tenido esta conversación con su madre, y por lo visto a Miss Leefolt no le ha gustado un pelo.
Cuando Miss Leefolt entra con su nuevo peinado, Mae Mobley no le dice ni hola y sale corriendo hacia su habitación, como si tuviera miedo de que su madre pudiera escuchar lo que hay dentro de su cabeza.
La fiesta de cumpleaños de Mae Mobley estuvo bien, o al menos eso me dijo Miss Leefolt al día siguiente. El viernes por la mañana, llegué y me encontré tres cuartas partes de la tarta de chocolate en la encimera, pero ni resto de la de fresa. Esa misma tarde, Miss Skeeter se pasa para darle unos papeles a Miss Leefolt. En un momento en que su amiga se retira al baño, Miss Skeeter aprovecha para colarse en la cocina.
—¿
To
listo
pa
esta noche? —le pregunto.
—Todo listo. Allí estaré.
Miss Skeeter no sonríe casi desde que Mister Stuart y ella dejaron de salir juntos. He escuchado a Miss Hilly y a Miss Leefolt hablar mucho del tema.
Miss Skeeter se sirve un refresco de la nevera y me dice en voz baja:
—Hoy terminaremos el capítulo de Winnie y este fin de semana empezaré a organizarlo todo. Después no podremos quedar hasta el jueves, le prometí a Madre que la llevaría a Natchez el lunes para una historia de la Asociación de Hijas de la Revolución Americana. —Miss Skeeter entrecierra un poco los ojos, algo que hace cuando piensa en algo importante—. Estaré fuera tres días, ¿vale?
—
D'acuerdo.
Le vendrá bien
descansá
un poco.
Se dirige hacia el salón pero, antes de salir, se vuelve y me dice:
—Recuerda, me marcho el lunes por la mañana y estaré tres días fuera, ¿entendido?
—Sí, señorita —asiento, preguntándome por qué me lo habrá repetido dos veces.
No son más que las ocho y media de la mañana del lunes y el teléfono de casa de Miss Leefolt no para de sonar.
—Residencia de Miss Lee...
—¡Que se ponga Elizabeth ahora mismo!
Corro a avisar a Miss Leefolt, que se levanta de la cama, arrastra los pies por la cocina con los rulos y el camisón puestos, y agarra el auricular. Parece que Miss Hilly esté hablando con un megáfono y no con un teléfono. Puedo oír todo lo que dice.
—¿Has pasado por mi casa?
—¿Qué? ¿De qué estás habla...?
—¡Lo ha puesto en el boletín, debajo de lo de los retretes! ¡Le dije bien clarito que podían dejar en mi casa los abrigos usados, no los...!
—Espera que mire el buzón. No sé de qué estás...
—¡Cuando la pille, me la cargo!
La línea se corta. Miss Leefolt se queda contemplando el auricular. Luego, se pone una chaqueta sobre el camisón y me dice, mientras busca las llaves del coche:
—Tengo que salir un momento. Vuelvo enseguida.
A pesar de su embarazo, sale corriendo por la puerta, se sube al coche y arranca. Contemplo a Mae Mobley, que me mira sorprendida.
—A mí no me preguntes, Chiquitina. No tengo ni idea de lo que ocurre.
Lo único que sé es que Hilly y su familia regresaban hoy de pasar el fin de semana en Memphis. Siempre que Miss Hilly está de viaje, lo único de lo que habla Miss Leefolt es de adonde ha ido su amiga y cuándo volverá.
—Venga, Chiquitina —digo al cabo de un rato—. Vamos a
da
un paseo, a ver qué ha
pasao.
Andamos por la calle Devine, giramos a la izquierda, luego a la izquierda otra vez y subimos por la calle Myrtle, donde vive Miss Hilly. A pesar de que estamos en agosto, es un paseo agradable porque todavía no hace mucho calor. Los pájaros revolotean y cantan. Mae Mobley me da la mano y balanceamos los brazos jugando. Unos cuantos coches pasan a nuestro lado, lo cual es extraño porque Myrtle es una calle sin salida.
Al doblar la curva que termina frente al blanco caserón de Miss Hilly es cuando los vemos.
Mae Mobley señala con el dedo y se ríe:
—¡Mira! ¡Mira, Aibi!
Nunca en mi vida vi algo así. Habrá unas tres docenas de tazas de váter repartidas por el césped de Miss Hilly. De diferentes colores, formas y tamaños: azules, rosas, blancas... Unas sin tapa, otras sin cisterna..., viejas y modernas, de cadena y de manecilla... Parecen una reunión de personas, algunas con la tapa levantada hablando y otras con la tapa bajada escuchando.
Nos apartamos a la cuneta, porque el tráfico en la pequeña calle está empezando a atascarse. Los coches giran en la rotonda al final del camino y pasan con las ventanillas bajadas frente a la casa. La gente se ríe y grita:
—¡Mira la casa de Hilly! ¡Mira todos estos trastos!
Contemplan los retretes como si fuera la primera vez que ven uno.
—Uno, dos, tres...
Mae Mobley empieza a contarlos. Llega hasta doce y luego tengo que seguir yo.
—Veintinueve, treinta, treinta y uno... Treinta y dos váteres, Chiquitina.
Nos acercamos un poco y puedo ver que no sólo están en el césped, hay otros dos en la entrada al garaje, uno frente a otro, y uno más en las escaleras del porche, como si estuviera esperando a que Miss Hilly le abra la puerta.
—Mira qué gracioso ése...
Pero no me da tiempo a terminar la frase porque Chiquitina se escapa de mi mano y corretea por el jardín. Llega a la taza rosa en medio del césped y levanta la tapa. Antes de que me dé cuenta, se baja los pantalones y se pone a hacer pipí. Corro en su busca mientras suenan media docena de cláxones a mis espaldas y un hombre con sombrero hace fotos.
El coche de Miss Leefolt está aparcado frente a la casa, detrás del de Miss Hilly, pero no se ve a ninguna de las dos. Deben de estar dentro discutiendo a voces cómo solucionar este lío. Las cortinas están echadas y no se ve ni una rendija. Cruzo los dedos, esperando que no hayan pillado a Chiquitina haciendo sus cosas delante de medio Jackson. Creo que es hora de volver a casa.
En el camino de regreso, Chiquitina no para de preguntarme por los retretes: «¿Por qué están ahí? ¿De dónde han venido? ¿Puedo ir a jugar con Heather en los váteres?».
Ya de vuelta en casa de Miss Leefolt, el teléfono se pasa el resto de la mañana sonando. No contesto. Espero a que se calme para poder llamar a Minny. Pero entonces Miss Leefolt entra dando un portazo en la cocina y salta sobre el aparato a mil kilómetros por hora. Escuchándola, no tardo en enterarme de lo que ha pasado.
Miss Skeeter publicó por fin en el boletín de la Liga de Damas la nota con la historia de los retretes de Hilly: la lista de motivos por los cuales los blancos y los negros no debemos compartir el váter. En la misma página, más abajo, añadió un anuncio sobre la recogida de abrigos usados, como se supone que tenía que hacer. Pero, en lugar de abrigos, escribió: «Pueden dejar sus retretes usados en el 228 de Myrtle Street. Estaremos fuera de la ciudad, así que déjenlos frente a la puerta».
Sólo se equivocó en una palabra, o al menos supongo que eso es lo que Miss Skeeter le contará a su amiga.
Por desgracia para Miss Hilly, estos días no hay muchas noticias interesantes en la prensa: nada sobre Vietnam ni sobre el alistamiento; también está dicho todo cuanto había que decir sobre esa iglesia que volaron en Alabama matando a esas pobres niñas de color... Al día siguiente, la casa de Miss Hilly con las tazas de váter aparece en la portada del
Jackson Journal.
Hay que reconocer que es una foto divertida. Es una pena que no sea en color para poder ver el contraste entre los rosas, los verdes y los blancos. Deberían titularla «la integración de los retretes».
El titular dice: «¡Pase y siéntese!». No hay ningún artículo, sólo la imagen con un breve pie de foto: «La casa de Hilly y William Holbrook, en Jackson, Misisipi, era un lugar digno de ver esta mañana».