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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (43 page)

BOOK: Criadas y señoras
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—Y... ¿se visten ustedes de época o hacen alguna representación teatral durante las visitas de la Asociación de Mansiones Históricas?

El senador y Miss Whitworth se miran el uno al otro. Miss Whitworth sonríe y dice:

—Este año retiramos la casa de la asociación. Era... demasiado.

—¿Que la retiraron? ¡Pero si es una de las casas más importantes de Jackson! Incluso se dice que el general Sherman, durante la Guerra de Secesión, dijo que era una mansión demasiado bonita para quemarla.

Miss Whitworth no contesta, sólo mueve la cabeza y se sorbe la nariz. Será diez años más joven que Madre, pero parece mayor, sobre todo ahora, cuando pone cara larga y remilgada.

—Seguro que deben de sentir cierta obligación, por el bien de la Historia... —continúa Madre.

Le clavo una mirada de reproche para que deje ya el tema.

Nos quedamos todos en silencio. Pasado un segundo, el senador suelta una sonora carcajada y exclama:

—Hay un pequeño malentendido. Miren, la madre de Patricia van Devender es la presidenta de la Asociación de Mansiones Históricas de Jackson. Por eso, después del pequeño rifirrafe entre los chicos, decidimos que lo mejor era retirar la casa de la asociación.

Miro la puerta, y rezo para que Stuart no tarde en llegar. Ya es la segunda vez que se menciona el nombre de Patricia. Miss Whitworth lanza a su marido una mirada amonestadora.

—¡A ver, Francine! ¿Qué quieres que haga? ¿Que no vuelva a pronunciar su nombre en la vida? ¡Pero si hasta teníamos preparado en el jardín un tenderete con el altar para la boda!

Miss Whitworth aspira profundamente y me acuerdo de lo que me contó Stuart, aquello de que el senador sólo sabe parte de lo que pasó, pero que su madre está al corriente de todo. Parece evidente que lo que sucedió fue algo mucho más fuerte que un «rifirrafe».

—Eugenia —dice Miss Whitworth, sonriéndome—, tengo entendido que te gustaría ser escritora. ¿Qué tipo de textos escribes?

De nuevo me calzo una sonrisa de circunstancias. Pasamos de un buen tema a otro mejor.

—Escribo la columna de Miss Myrna en el
Jackson Journal.
Sale todos los lunes.

—¡Anda! Creo que Bessie la lee, ¿no es verdad, Stooley? Le preguntaré cuando vaya a la cocina.

—Y si no la lee, te aseguro que lo hará a partir de hoy —bromea el senador.

—Stuart me ha dicho que estás intentando escribir sobre temas más serios. ¿Puedes decirnos alguno en particular?

Ahora todo el mundo me observa, incluida la criada que me sirve el vaso de té, una distinta a la que nos recibió en la puerta. No me atrevo a mirarla a la cara, asustada ante lo que me pueda encontrar en ella.

—Estoy trabajando en... unas...

—Eugenia está escribiendo sobre la vida de Jesucristo —interviene Madre.

Me acuerdo entonces de la mentira que le conté para justificar mis salidas nocturnas: que estaba investigando acerca de Nuestro Señor Jesucristo.

—¡Qué interesante! —exclama Miss Whitworth, visiblemente impresionada—. Es un tema digno de alabanza.

Intento sonreír, molesta por mis propias palabras:

—Y muy... importante.

Observo a Madre, que está radiante.

La puerta de la casa se cierra de golpe, y hace vibrar con fuerza las llamas que relumbran en los faroles de cristal de la estancia.

—Siento llegar tarde.

Stuart entra dando zancadas, con la ropa arrugada de conducir, mientras se pone su chaqueta azul marino. Todos nos levantamos. Su madre avanza hacia él con los brazos abiertos, pero Stuart se dirige primero a mí, posa las manos en mis hombros y me da un beso en la mejilla.

—Lo siento —me susurra al oído.

Por fin respiro aliviada. Me vuelvo y veo que su madre sonríe como si acabara de quitarle su mejor pañuelo y hubiera restregado en él mis sucias manos.

—Sírvete algo de beber y siéntate, hijo —dice el senador.

Cuando Stuart tiene ya su bebida, se sienta a mi lado en el sofá, me agarra de la mano y no me deja que la aparte.

Miss Whitworth mira de reojo nuestras manos entrelazadas y dice:

—Charlotte, ¿qué te parece si os enseño la casa a Eugenia y a ti?

Durante los siguientes quince minutos, paso con Madre y Miss Whitworth de una ostentosa habitación a otra. Madre se estremece al contemplar un genuino agujero de bala norteña en el salón principal, con el plomo todavía alojado en la madera. Hay cartas de soldados confederados expuestas en un escritorio junto a antiguos pañuelos y binoculares estratégicamente ubicados. Esta mansión parece un museo de la Guerra de Secesión. Me pregunto qué sentiría Stuart al pasar su niñez en una casa en la que no se puede tocar nada.

En el tercer piso, Madre babea ante una cama con baldaquino en la que durmió el general Robert E. Lee. Finalmente, bajamos por una escalera «secreta» y aprovecho para contemplar los retratos de familia del vestíbulo. Veo a un pequeño Stuart con sus dos hermanos; a Stuart con una pelota roja; a Stuart el día de su bautizo en brazos de una mujer de color vestida con uniforme blanco...

Madre y Miss Whitworth pasan al salón, pero yo me quedo mirando las fotos, porque hay algo adorable en el rostro infantil de Stuart. Tenía los mofletes regordetes y los ojos, del mismo azul que los de su madre, brillaban igual que lo hacen hoy. Su cabello era rubio blanquecino, del color del diente de león. Con nueve o diez años, aparece posando con un rifle de caza y un pato muerto. Con quince, junto a un ciervo recién cazado. Ya era atractivo y de facciones duras. Rezo porque nunca vea mis fotos de adolescente.

Avanzo unos pasos y veo a un Stuart orgulloso con su uniforme durante la fiesta de graduación del instituto. Después, hay un rectángulo vacío en la pared, un espacio en que el papel es un poco más claro que en el resto. Han quitado una foto.

—Padre, ya es suficiente... —escucho decir a Stuart en la sala de estar, con voz tensa, a lo que sigue un silencio.

—La cena está servida —oigo anunciar a la criada que nos sirvió las bebidas.

Me dirijo hacia el salón. Todos entramos en el comedor y nos colocamos alrededor de una mesa larga y de color oscuro. Los Phelan nos sentamos a un lado, y los Whitworth al otro. Stuart está en la esquina opuesta a la que yo ocupo. Parece que han querido situarle lo más lejos posible de mí. Los paneles que revisten las paredes de la estancia tienen pinturas con escenas anteriores a la Guerra de Secesión: cuadrillas de felices negros que recolectan algodón, caballos tirando de carretas, políticos de barbas blancas en las escaleras de nuestro Capitolio... Esperamos mientras el senador se entretiene en la sala de estar.

—Ahora mismo voy. Podéis empezar sin mí.

Escucho el ruido de los hielos que chocan contra el vaso y el sonido de la botella inclinándose tres veces antes de que el senador aparezca y se siente, presidiendo la mesa.

Nos sirven las ensaladas Waldorf. Cada pocos minutos, Stuart me mira y me dirige una sonrisa. El senador Whitworth se inclina hacia Padre y dice:

—Yo he llegado hasta aquí de la nada, ¿sabe? Nací en el condado de Jefferson, en Misisipi. Mi padre se dedicaba a secar cacahuetes y los vendía a veinticuatro centavos el kilo.

Padre asiente con la cabeza.

—Hay pocos sitios tan pobres como Jefferson.

Observo cómo Madre corta la manzana en trocitos minúsculos y duda unos instantes antes de masticarlos durante largo rato y hacer un gesto de dolor al tragarlos. No me ha permitido comentar a los padres de Stuart sus problemas digestivos. Sin embargo, a pesar de lo mal que le está sentando, Madre agasaja a Miss Whitworth con un montón de cumplidos de
gourmet.
Para Madre esta cena supone un movimiento importantísimo en la partida de ese juego llamado «¿Puede cazar mi hija a su hijo?».

—Los jovencitos disfrutan mucho juntos —dice Madre sonriente—. Fíjate que Stuart se pasa a vernos casi un par de veces a la semana.

—¿Es eso cierto? —pregunta Miss Whitworth.

—Nos encantaría que el senador y usted vinieran a cenar algún día a nuestra hacienda y enseñarles nuestro jardín.

Miro a Madre. «Hacienda» es un término muy anticuado que le gusta usar para referirse a nuestra plantación, y con «jardín» alude a un manzano seco y a un peral lleno de gusanos.

Pero Miss Whitworth sigue con gesto tenso.

—¿Un par de veces a la semana? Stuart, no tenía ni idea de que venías con tanta frecuencia a la ciudad.

El tenedor de Stuart se detiene a medio camino de la boca. El joven dirige una mirada avergonzada a su madre.

—Sois muy jóvenes todavía —añade Miss Whitworth con una sonrisa forzada en el rostro—. Disfrutad de la vida, no tenéis que apresuraros.

El senador apoya los codos en la mesa y dice:

—¡Ésta sí que es buena! Que tú digas eso, cuando casi pediste la mano de la anterior.

—¡Papá! —exclama Stuart apretando los dientes y dejando el tenedor en el plato.

Se hace el silencio en la mesa. Sólo se escucha el concienzudo y metódico masticar de Madre en su intento de convertir la comida sólida en una pasta para poder tragarla. Me paso los dedos por el arañazo del anillo de Miss Whitworth, todavía colorado, a lo largo de mi brazo.

La criada nos sirve el pollo y lo cubre con una generosa cucharada de salsa mayonesa. Todos sonreímos aliviados por esta interrupción. Mientras comemos, Padre y el senador hablan sobre los precios del algodón y las plagas de gorgojo. Puedo notar que Stuart todavía está enfadado con su padre por haber mencionado por tercera vez el nombre de Patricia. Cada pocos segundos lo miro de reojo y veo que su enfado no parece disminuir.

El senador se reclina en su silla y dice:

—¿Has leído ese artículo que publicó la revista
Life?
Un poco antes de lo de Medgar Evers. Hablaban de un tipo... ¿cómo se llamaba? Carl... ¿Roberts, puede ser?

Levanto los ojos, sorprendida, y advierto que el senador me está dirigiendo a mí la pregunta. Parpadeo extrañada, esperando que sea debido a que trabajo en el periódico local.

—Sí. Un hombre que fue... linchado por decir que el gobernador era... —comienzo, y me callo, no porque haya olvidado las palabras, sino más bien al contrario, porque las recuerdo perfectamente.

—... un tipo patético —completa la frase el senador, dirigiéndose ahora hacia mi padre—, con menos ética que una mujer de la calle.

Respiro aliviada porque la atención haya dejado de centrarse en mí. Miro a Stuart para evaluar su reacción. Nunca le he preguntado qué opina sobre la gente de color. Pero me parece que no está escuchando la conversación. El cabreo se le nota en los labios, que están pálidos y sin brillo.

Padre carraspea y dice muy despacito:

—Para ser sincero, salvajadas como ésa me ponen enfermo. —Padre posa su tenedor sin hacer ningún ruido y mira a los ojos al senador Whitworth—. Tengo a veinticinco negros trabajando en mi plantación y si alguna vez alguien se atreve a ponerle una mano encima a uno de ellos o a sus familias... —Padre sigue mirando al senador. Finalmente, baja la mirada y añade—: Senador, a veces me da vergüenza lo que está pasando en Misisipi.

Madre mira a Padre con los ojos abiertos como platos. A mí también me ha sorprendido mucho oír su opinión, y más todavía que la haya expresado en esta mesa delante de un político. En nuestra casa, los periódicos siempre están doblados con las fotos boca abajo, y cuando aparece el tema racial en la televisión, se cambia de canal. De repente, me siento muy orgullosa de Padre por varios motivos, y puedo jurar que por un instante veo en los ojos de Madre que ella también lo está, aunque le preocupa que Padre pueda haber echado por tierra mi futuro matrimonio. Miro a Stuart y veo cierta inquietud en su rostro, pero no sé de qué tipo.

El senador mira a Padre con los ojos entrecerrados.

—Le diré algo, Carlton —dice el senador, removiendo los hielos de su vaso—. Bessie, sírveme otra copa, por favor.

Le entrega el vaso a la criada, que rápidamente se lo devuelve lleno.

—Lo que ese hombre dijo sobre nuestro gobernador no fue muy acertado —prosigue el senador.

—Estoy totalmente de acuerdo —contesta Padre.

—Pero, la cuestión es que últimamente me pregunto: ¿y si ese negro tuviera razón?

—¡Stooley! —le regaña Miss Whitworth, pero rápidamente sonríe, se pone tiesa y añade como si estuviera hablando con un niño—: Venga, cariño, no aburras a nuestros invitados con tus charlas de política...

—Francine, déjame ser sincero. ¡Bien sabe Dios que de nueve a cinco no puedo serlo, así que permíteme que me explaye un poco en mi propia casa!

La sonrisa de Miss Whitworth no flaquea, pero aparece un ligerísimo rubor en sus mejillas. Aparta la vista de su marido y la dirige a las rosas blancas que decoran la mesa. Stuart contempla su plato con la misma frialdad y enfado de antes. No me ha mirado desde que se sirvió el pollo. Todos permanecemos en silencio hasta que alguien saca a colación el tema del tiempo.

Cuando por fin termina la cena, se nos invita a salir al porche trasero para tomar el café y las copas. Stuart y yo nos entretenemos en el pasillo. Lo tomo del brazo, pero se aparta de mí.

—¡Sabía que se emborracharía y sacaría el tema!

—Stuart, no pasa nada —digo, suponiendo que se refiere a las opiniones políticas de su padre—. Lo estamos pasando bien, de verdad.

Pero está sudando y tiene una mirada febril en los ojos.

—Patricia por aquí, Patricia por allá... ¡Toda la cena igual! —dice furioso—. ¿Cuántas veces la ha mencionado?

—Olvídalo, Stuart. No pasa nada.

Se alisa el pelo con la mano y mira en todas direcciones menos hacia mí. Empiezo a sentir que, para él, no estoy aquí. Entonces me doy cuenta de algo que llevo toda la noche sospechando: Stuart me mira a mí, pero está pensando en ella. Patricia está siempre presente: en los ojos enfadados de Stuart, en boca del senador y de Miss Whitworth, en el hueco de la pared donde debería estar su foto...

Le digo que tengo que ir al baño.

Me acompaña por el pasillo y me dice muy serio al llegar a la puerta:

—Te espero en el porche.

En el lavabo, me contemplo en el espejo y me digo que sólo es hoy, que cuando nos marchemos de esta casa todo volverá a ser como antes.

Al salir, paso ante la puerta del salón donde el senador se está sirviendo otra copa. Con una sonrisa, se frota la camisa y mira a su alrededor para ver si alguien se ha dado cuenta de que se acaba de tirar la bebida encima. Intento atravesar con sigilo el pasillo para que no me vea.

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