—¡Ay, Minny!
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Desde esta mañana —contesta, y rompe a llorar apoyando la cara en el brazo.
—No pasa
na,
se pondrá bien.
Mi voz suena tranquilizadora, confiada, pero por dentro mi corazón late acelerado. El doctor Tate viene para curar a Miss Celia, pero ¿qué vamos a hacer con lo del retrete? ¿Qué se supone que tengo que hacer, tirar de la cadena? ¿Y si se atasca en las cañerías? Lo mejor será sacarlo de ahí. ¡Ay, Dios! ¿Cómo voy a hacer eso?
—Hay mucha sangre —se queja, apoyándose en mí—. ¿Por qué he sangrado tanto esta vez?
Levanto la barbilla y lanzo una mirada al retrete. Aparto la vista pasado un segundo.
—No dejes que Johnny lo vea. ¡Ay, Dios...! ¿Qué hora es?
—Las tres menos cinco. Todavía tenemos algo de tiempo.
—¿Qué deberíamos hacer? —me pregunta.
¿Deberíamos? Santo Dios, preferiría que no utilizara el «nosotros» al hablar de este asunto.
—Supongo que una de nosotras tendrá que sacarlo de ahí —digo, apartando la vista.
Miss Celia me mira con sus ojos enrojecidos.
—¿Y dónde lo vamos a tirar?
No me atrevo a mirarla a la cara.
—
Pos
supongo que... en el cubo de la basura.
—Por favor, hazlo ya —ruega, y mete la cabeza entre las rodillas como si estuviera avergonzada.
Ahora ya ni tan siquiera utiliza el «nosotros». Ahora es un simple «Hazlo ya». Tú vas a sacar a mi bebé muerto de ese retrete.
Pero ¿acaso tengo otra opción?
Oigo que se me escapa un gemido. Las baldosas del suelo se me clavan en las nalgas. Cambio de posición, gruño e intento pensar un poco. A ver, cosas peores habré hecho en mi vida, ¿verdad? Ahora mismo no se me ocurre ninguna, pero seguro que algo tiene que haber.
—Por favor —me ruega Miss Celia—, no puedo seguir viéndolo.
—Está bien —asiento, como si supiera lo que estoy haciendo—. Voy a ocuparme de eso.
Me pongo en pie e intento ser práctica. Sé dónde tirarlo: en la papelera blanca que está junto al retrete, y luego lo llevaré a la calle. Pero ¿cómo voy a sacarlo de la taza? ¿Con la mano?
Me muerdo el labio e intento calmarme. Quizá sería mejor esperar... A lo mejor el médico quiere llevárselo cuando venga, para examinarlo. Si consigo sacar a Miss Celia de aquí unos minutos, igual no tengo que pasar por este mal trago.
—Ahora mismo me encargo —digo, con voz tranquilizadora—. ¿De cuántos meses cree que estaba?
Me arrimo al retrete sin atreverme a mirar.
—No sé; ¿cinco meses? —Miss Celia se tapa la cara con una toallita—. Me estaba duchando y empecé a notar que empujaba, que me dolía. Me senté en el váter y salió, como si quisiera escapar de mi interior.
Empieza a sollozar de nuevo, con los hombros caídos.
Con mucho cuidado, bajo la tapa del retrete y me vuelvo a sentar en el suelo.
—Como si prefiriera morir antes que estar un segundo más dentro de mí.
—Mire, si ha
pasao
así es porque Dios lo ha
querío.
Algo no iba bien dentro de
usté
y la naturaleza ha
tenío
que
actuá.
La próxima vez
to
saldrá bien, ya lo verá.
Entonces me acuerdo de las botellas que descubrí y la rabia se apodera de mí.
—Es... la segunda vez que me pasa.
—¡Santo Dios!
—Nos casamos porque me quedé embarazada —dice Miss Celia—, pero... también lo perdí.
No puedo resistir más sin decírselo:
—Entonces, ¿por qué demonios bebe? ¿No sabe que estando
preñá
una no puede ponerse tibia a whisky?
—¿Whisky?
¡Por favor! No puedo aguantar esa mirada de «¿de qué estás hablando?». Por lo menos, con la tapa bajada el olor no es tan intenso. ¿Cuándo va a llegar ese maldito médico?
—¿Pensabas que yo...? —Niega con la cabeza y dice con los ojos cerrados—: ¡Pero si es un tónico reconstituyente! Me lo prepara una indígena choctaw de la parroquia de Feliciana...
—¿Una choctaw? —repito, y parpadeo incrédula. Esta mujer es más tonta de lo que imaginaba—. ¡No se puede
confiá
en los indios! ¿No sabe que les envenenamos su maíz? Podría estar intentando envenenarla a
usté pa vengá
a su tribu.
—El doctor Tate me dijo que no era más que agua con melaza —solloza en su toallita—. Tenía que intentarlo. Tenía que hacerlo.
Noto cómo se me relaja todo el cuerpo del alivio que siento al escuchar eso.
—Estas cosas necesitan un poco de tiempo, Miss Celia. Lo que le ha
pasao
es algo normal, a
usté
no le sucede
na
malo. Confíe en mí, que he
parío
cinco hijos.
—Pero es que Johnny quiere tener hijos ya. ¡Ay, Minny! —Mueve la cabeza—. ¿Qué va a hacer si se entera?
—
Pos
superarlo, eso es lo que va a
hacé.
Se olvidará enseguida porque eso a los hombres se les da
mu
bien. Pronto estará pensando en el siguiente.
—No sabía nada sobre éste. Ni tampoco sobre el anterior.
—¡Pero si
m'ha
dicho que se casó con
usté
por eso!
—Lo del primero sí lo sabía. —Suelta un largo suspiro—. La verdad es que éste es mi... cuarto aborto.
Miss Celia deja de llorar. Ya no me quedan buenas palabras que decirle. Por unos minutos, no somos más que dos personas preguntándose por qué las cosas tienen que ser así.
—Pensaba —suspira—, que si reposaba, si traía a alguien para encargarse de la casa y de hacer la comida, este bebé podría salir adelante. —Oculta la cabeza en la toalla y solloza—: ¡Quería que se pareciera a Johnny!
—Mister Johnny es un hombre atractivo, tiene el pelo
mu
bonito...
Miss Celia se quita la toalla de la cara y me mira.
Levanto los brazos, porque me doy cuenta de lo que acabo de decir.
—Tengo que
salí a respirá
un poco. Hace mucho
caló
aquí dentro.
—¿Cómo sabes...?
Miro a mi alrededor, intentando pensar en una mentira, pero al fin suspiro y digo:
—Miss Celia, su
marío
lo sabe
to.
Un día vino a casa y me encontró.
—¿Qué?
—Sí, señora. Me pidió que no se lo dijera
pa
que siguiera creyendo que está orgulloso de
usté.
Ese hombre la quiere mucho, Miss Celia, lo he visto en su cara.
—Pero... ¿desde cuándo lo sabe?
—Desde hace... unos meses.
—¿Meses? ¿Se... se enfadó conmigo por haberle mentido?
—
¡Pos
claro que no! Incluso me llamó unas semanas después
pa
asegurarse de que no dejaba el trabajo. Dice que tiene miedo de morirse de hambre si me voy.
—¡Ay, Minny! —exclama entre lágrimas—. Lo siento. De verdad que siento todo por lo que te he hecho pasar.
—Bueno, en peores líos me he visto.
Pienso en mi pelo teñido de azul, o en cuando tenía que comer en el porche con un frío de mil demonios, y lo comparo con este momento. Alguien tiene que encargarse de lo que hay en el retrete.
—No sé qué más hacer, Minny.
—El
doctó
Tate le dirá que vuelva a intentarlo, y supongo que seguirá su consejo.
—Ese hombre siempre me grita. Dice que estoy malgastando mi vida todo el día tirada en la cama —se desahoga, moviendo la cabeza—. Es una persona mala y desagradable.
Se aprieta la toalla contra los ojos y, pasado un rato, añade:
—No puedo seguir así.
Cuanto más llora, más blanca se pone.
Intento que tome unos sorbos más de coca-cola, pero no quiere. Casi no es capaz de levantar la mano para rechazarlos.
—Me estoy poniendo... mala. Voy a...
Agarro la papelera y la sujeto mientras Miss Celia vomita en su interior. Entonces noto algo húmedo. Bajo la vista y veo que está perdiendo sangre tan deprisa que ha llegado hasta donde estoy sentada. Cada vez que se mueve, pierde más. No creo que nadie pueda soportar una hemorragia como ésa.
—¡Póngase recta, Miss Celia! Respire profundo, venga —le digo, pero se desploma en mis brazos.
—No, no, no. No se va a
dormí
ahora. ¡Vamos, vamos!
Trato de levantarla, pero no es capaz de sostenerse en pie. Noto lágrimas en mis ojos. Ese maldito médico ya debería estar aquí con una ambulancia. En los veinticinco años que llevo limpiando casas, nadie me ha dicho lo que hay que hacer cuando tu señorita blanca se te muere entre los brazos.
—¡Vamos, Miss Celia! —le grito, pero no es más que un saco blanco e inmóvil. Lo único que puedo hacer es sentarme, temblar y esperar.
Los minutos se hacen eternos hasta que suena el timbre de la puerta trasera. Apoyo la cabeza de Miss Celia en una toalla, me quito los zapatos para no dejar huellas de sangre por toda la casa y corro hacia la puerta.
—¡Ha
perdío
el conocimiento! —le digo al médico.
La enfermera me aparta de un empujón, entra corriendo y se dirige al dormitorio, como si supiera el camino. Saca un frasquito de sales y lo coloca debajo de la nariz de Miss Celia, que mueve la cabeza, suelta un gritito y abre los ojos.
La enfermera me ayuda a quitarle el camisón a Miss Celia. Tiene los ojos abiertos, pero apenas es capaz de tenerse en pie. Extiendo unas toallas en la cama y la tumbamos. Voy a la cocina, donde el doctor Tate se está lavando las manos.
—Está en el dormitorio —le digo.
«No en la cocina, matasanos.» El doctor Tate tendrá unos cincuenta años y me saca un par de cabezas. Es muy blanco y tiene la cara alargada y estrecha, totalmente inexpresiva. Por fin veo que se dirige al dormitorio.
Antes de que abra la puerta, le toco en el hombro y le digo:
—La señora no quiere que su
marío
lo sepa. No se va a
enterá, ¿verdá?
Me lanza una mirada de desprecio, como si fuera una negra tonta, y dice:
—¿No le parece que lo que está pasando no es de su incumbencia?
Entra en el dormitorio y cierra la puerta delante de mis narices.
Voy a la cocina y me pongo a pasear de un lado a otro. Pasa media hora, luego una hora... Tengo un montón de preocupaciones en la cabeza: que llegue Mister Johnny y lo descubra, que el doctor Tate lo llame y se lo cuente, que dejen lo que hay en la taza para que yo me encargue... Siento palpitaciones en las sienes. Por fin, oigo que el médico abre la puerta.
—¿Está bien?
—Está histérica. Le he dado una pastilla para calmarla.
La enfermera pasa a nuestro lado y sale de la casa con una lata blanca en las manos. Por primera vez en horas, respiro aliviada.
—Vigílela mañana —dice el médico, y me da una bolsita blanca—. Si se pone muy nerviosa, déle otra pastilla. Seguramente seguirá sangrando. No me llamen a no ser que la hemorragia sea muy fuerte.
—No se lo va a
contá
a Mister Johnny,
¿verdá,
doctor Tate?
Suelta un suspiro cansado y me dice:
—Asegúrese de que acude a la cita que tiene conmigo el viernes. No pienso venir hasta aquí otra vez sólo porque esta mujer no quiera moverse.
Sale a toda prisa y cierra con un portazo.
El reloj de la cocina marca las cinco. Mister Johnny llegará a casa en media hora. Agarro la lejía, los trapos y un cubo.
Miss Skeeter
Estamos en 1963. La «Era Espacial» le llaman a estos tiempos: un hombre acaba de dar la vuelta a la Tierra en un cohete; han inventado una píldora para que las mujeres casadas no se queden embarazadas; se puede abrir una lata de cerveza con un dedo en lugar de con un abridor... Sin embargo, en la casa de mis padres hace el mismo calor que en 1899, el año en que fue construida por mi bisabuelo.
—Madre, por favor —le ruego—, ¿cuándo vais a instalar el aire acondicionado?
—Si hemos sido capaces de sobrevivir hasta ahora sin frío artificial, no veo por qué tenemos que poner uno de esos artilugios que afean la ventana.
Así que, a medida que avanza julio, me veo obligada a abandonar mi dormitorio del ático y dormir en un catre en el porche trasero, protegido por mosquiteras. Cuando éramos niños, Constantine, Carlton y yo dormíamos ahí fuera en verano cuando mis padres se iban de boda a la ciudad. Aunque hacía un calor infernal, Constantine se ponía un antiguo camisón que la tapaba desde la barbilla hasta los dedos de los pies. Nos cantaba canciones para dormirnos. Tenía una voz tan hermosa que no me podía creer que nunca hubiera asistido a clases de canto. Madre siempre me decía que no se puede aprender nada sin unas buenas clases. Todavía se me hace extraño pensar que no hace tanto Constantine estaba aquí, en este mismo porche, y ahora no está y nadie me dice nada sobre ella. Me pregunto si volveré a verla algún día.
Junto al catre tengo la máquina de escribir sobre una mesita metálica oxidada. Debajo está mi mochila roja. Me seco la frente con el pañuelo de Padre y me pongo hielos en las muñecas. Aunque estoy en el porche, el termómetro, regalo de Maderas Avery, ha saltado de treinta a treinta y cinco, para quedarse luego en unos redondos cuarenta grados. Por suerte, Stuart nunca viene de día.
Contemplo la máquina de escribir sin saber qué hacer. No tengo nada que redactar, y es una sensación desagradable. Hace un par de semanas, Aibileen me dijo que era posible que Yule May, la criada de Hilly, nos ayudase. Que cada vez que hablaba con ella mostraba más interés. Pero, después del asesinato de Medgar Evers, con la policía arrestando y zurrando a la gente de color a diestro y siniestro, supongo que estará asustada.
Quizá debería pasarme por casa de Hilly y hablar yo misma con Yule May. Pero no, Aibileen tiene razón, probablemente la asuste más de lo que ya está y eche a perder cualquier oportunidad que tuviéramos de convencerla.
A la sombra de la casa, los perros bostezan y aúllan. Uno de ellos suelta un apagado ladrido al ver aparecer una camioneta con una cuadrilla de jornaleros que trabajan para Padre. Cinco negros saltan de la caja del vehículo y levantan nubes de polvo cuando sus pies tocan el suelo. Por un momento se quedan aturdidos y con cara de agotamiento. El capataz se pasa un pañuelo rojo por la oscura frente, los labios y el cuello. Hace un calor tan inhumano que no sé cómo aguantan ahí quietos, cociéndose al sol.
Una solitaria brisa agita las páginas de la revista
Life
que tengo a mi lado, en cuya portada aparece una sonriente Audrey Hepburn sin una pizca de sudor en los labios. Empiezo a pasar sus arrugadas páginas, buscando la historia de la astronauta soviética. Ya sé lo que me voy a encontrar en la página siguiente. Detrás de la foto de la mujer hay una imagen de Carl Roberts, un profesor de escuela negro de Pelahatchie, una localidad a unos cincuenta kilómetros de aquí. «En abril, Carl Roberts les contó a unos reporteros de Washington cómo es la vida de un negro en Misisipi, y definió al gobernador como un "tipo patético, con menos ética que una mujer de la calle". El cuerpo de Roberts apareció colgado de un nogal y marcado con hierro al rojo vivo, como el ganado.»