Crí­menes (5 page)

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Authors: Ferdinand Von Schirach

Tags: #Relatos,crimen

BOOK: Crí­menes
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Tackler era la segunda generación de una familia de empresarios constructores. Tanto él como su padre eran hombres inteligentes, que sabían imponer su voluntad y habían amasado una fortuna con el negocio inmobiliario en Frankfurt. El padre había llevado toda su vida un revólver en el bolsillo derecho del pantalón y un fajo de billetes en el izquierdo. Tackler ya no tenía necesidad de ir armado.

Tres años después del nacimiento de Leonhard, la madre visitó un rascacielos que su marido acababa de construir. En el piso 18 de la obra bruta se celebraba la cobertura de aguas: la colocación del techo del edificio. Alguien había olvidado proteger la zona con una barandilla. Lo último que Tackler vio de su mujer fueron su bolso y una copa de champán que había dejado a su lado, en una mesa de pie.

En los años siguientes, los niños presenciaron el desfile de toda una retahíla de «madres». Ninguna se quedó más de tres años. Tackler vivía por todo lo alto, tenía chófer, cocinera, un ejército de asistentas y dos jardineros que se encargaban del parque. No tenía tiempo para ocuparse de la educación de sus hijos, de ahí que la única constante en la vida de éstos fuera una enfermera ya entrada en años. La mujer había criado ya a Tackler, olía a lavanda y todo el mundo la llamaba simplemente Etta. Su principal afición eran los patos. En su apartamento de dos habitaciones, situado en la buhardilla de la casa de Tackler, tenía colgados en las paredes cinco ejemplares disecados, e incluso en la cinta del sombrero de fieltro marrón, sin el cual no salía de casa, llevaba dos plumas azules de pato macho. Los niños no le gustaban especialmente.

Etta siempre había estado allí, hacía ya mucho que era una más de la familia. Tackler consideraba que la infancia era una pérdida de tiempo, apenas recordaba algo de la suya. Confiaba en Etta porque coincidían en cuáles debían ser los principios de la educación. Los niños tenían que crecer disciplinados y, como decía Tackler, «sin presunción». A veces era necesaria mano dura.

Theresa y Leonhard debían ganarse por su cuenta el dinero para los gastos personales. En verano recogían dientes de león en el jardín y recibían medio céntimo por cada planta («pero sólo si tienen raíz; de lo contrario, no hay nada», les advertía Etta). Etta contaba cada una de las plantas con la misma minuciosidad que las monedas. En invierno debían retirar la nieve con la pala; Etta les pagaba por metros.

Cuando tenía nueve años, Leonhard se escapó de casa. Se encaramó a un abeto del parque y esperó a que fueran a buscarlo. Imaginaba que primero Etta y después su padre se desesperarían y lamentarían su fuga, pero nadie se desesperó. Antes de cenar, Etta gritó que, si no acudía inmediatamente, se iría a la cama sin cenar y con el culo caliente. Leonhard se dio por vencido; tenía la ropa manchada de resina y se ganó una bofetada.

En Navidad, Tackler regalaba a sus hijos jabón y jerséis. En una ocasión, un compañero de negocios que aquel año había ganado mucho dinero con Tackler mandó una escopeta de juguete para Leonhard y una cocinita para Theresa. Etta se encargó de llevar los juguetes al sótano.

—No necesitan nada de eso —dijo, y Tackler, que no había prestado atención, asintió.

Etta juzgaba que la educación habría llegado a su término cuando ambos hermanos fueran capaces de comportarse a la mesa, expresarse en un alemán correcto y estarse por lo demás quietecitos. Le dijo a Tackler que iban a acabar mal, que eran demasiado blandos, no verdaderos Tackler como lo era él y lo había sido su padre. Aquella frase se le quedó grabada.

A Etta le diagnosticaron Alzheimer, poco a poco fue experimentando una regresión y se volvió más humana. Legó sus pájaros a un museo local, que no supo qué hacer con ellos y ordenó su destrucción. A su entierro sólo acudieron Tackler y sus dos hijos. A la vuelta, Tackler dijo:

—Bueno, un asunto menos de que ocuparnos.

Durante las vacaciones, Leonhard trabajaba para Tackler. Hubiera preferido irse de viaje con sus amigos, pero no tenía dinero. Era lo que Tackler quería. Se llevaba a su hijo a una de las obras, lo dejaba al cuidado del capataz y le decía que lo obligara a «trabajar duro de verdad». El capataz hacía lo que podía, y cuando, a la segunda noche, Leonhard vomitó de puro cansancio, Tackler le dijo que ya se acostumbraría. A la edad de Leonhard, decía, él había dormido más de una vez en las obras con su padre y «cagado en cuclillas» como el resto de los ferrallistas. Que no se creyera que él era «superior» a los demás.

También Theresa tenía trabajos de temporada; ella se desempeñaba en el departamento de contabilidad de la empresa. Igual que a Leonhard, le pagaban sólo el treinta por ciento del sueldo medio.

—Vosotros no ayudáis, sino que dais trabajo. Vuestro sueldo es un regalo, no una ganancia —decía Tackler.

Cuando querían ir al cine, Tackler les daba diez euros para los dos, y como tenían que desplazarse en autobús, sólo les alcanzaba para una entrada. No se atrevían a decírselo. En alguna ocasión, el chófer de Tackler los acercaba a escondidas a la ciudad y les daba un poco de dinero: tenía hijos y conocía a su jefe.

Aparte de la hermana de Tackler, que trabajaba en la empresa y siempre corría a contar a su hermano cualquier secreto de los chicos, no había más familiares. Al principio, los niños temían a su padre; luego pasaron a odiarlo y al final su mundo terminó por resultarles tan ajeno que no tenían ya nada que decirle.

Tackler no despreciaba a Leonhard, pero aborrecía su blandura. Pensaba que debía hacerlo más fuerte, «forjarlo», decía. Cuando contaba quince años, Leonhard colgó en su habitación una fotografía de un ballet que había ido a ver con el colegio. Tackler la arrancó de la pared y la emprendió a gritos con el muchacho, diciéndole que se anduviera con cuidado, que a ver si iba a convertirse en un marica. Que estaba demasiado gordo, le dijo, que así no iba a tener novia en la vida.

Theresa se pasaba todo el tiempo con su violonchelo en casa de su profesor de música, en Frankfurt. Tackler no la entendía, por eso la dejaba en paz. Sólo una vez obró de otra manera. Fue un verano, poco después de que Theresa cumpliera los dieciséis. Hacía un día sereno. Theresa nadaba desnuda en la piscina. Cuando salió del agua, Tackler estaba al borde de la piscina. Había bebido. Miraba a su hija como a una extraña. Echó mano de la toalla y empezó a secarla. Cuando le rozó los pechos, apestaba a whisky. Theresa corrió y se metió en casa. Jamás volvió a la piscina.

Las pocas veces que cenaban juntos, hablaban de «sus» temas, de relojes, comidas y coches. Theresa y Leonhard sabían el precio de todos los coches y de todos los relojes de marca. Era un juego abstracto. De tarde en tarde, su padre les mostraba un extracto de la cuenta bancaria, acciones o informes comerciales.

—Algún día todo esto será vuestro —les decía.

Y Theresa le susurraba a Leonhard que su padre había sacado esa frase de una película.

—El mundo interior es una estupidez —decía Tackler.

No conducía a nada de provecho.

Los niños sólo se tenían el uno al otro. Cuando a Theresa la aceptaron en el conservatorio, decidieron que iban a dejar juntos a Tackler. Querían decírselo a la hora de cenar y lo habían ensayado; se habían preguntado cómo iba a reaccionar y preparado las respuestas. No bien empezaron a hablar, Tackler dijo que esa noche no tenía tiempo y se marchó. Tuvieron que esperar tres semanas, y esta vez fue Theresa quien llevó la voz cantante. Ambos hermanos estaban convencidos de que por lo menos a ella no le levantaría la mano. Theresa anunció que iban a marcharse de Bad Homburg. «Marcharse de Bad Homburg», creían, sonaba mejor que decirlo directamente. Theresa añadió que se llevaría a Leonhard consigo, que ya se las arreglarían para salir adelante.

Tackler no los entendió, siguió comiendo como si nada. Cuando le pidió a Theresa que le alcanzara el pan, Leonhard le espetó:

—Ya nos has torturado lo suficiente.

Y Theresa, en voz un poco más baja, añadió:

—No queremos convertirnos en lo mismo que tú.

Tackler dejó caer el cuchillo en el plato. Se oyó un tintineo. Luego se levantó sin pronunciar palabra, cogió el coche y se fue a casa de su novia. No regresó hasta las tres de la madrugada.

Más tarde, esa misma noche, Tackler estaba sentado a solas en la biblioteca. En la pantalla que había mandado instalar en la librería se proyectaba una película casera muda. La había pasado de una cámara de Super 8 a vídeo. Las imágenes estaban sobreexpuestas.

Su primera mujer lleva de la mano a los dos niños, Theresa debe de tener tres años, y Leonhard, dos. Su mujer dice algo, mueve la boca en silencio, suelta a Theresa, señala a lo lejos. La cámara sigue el brazo, sobre el fondo borroso se advierten las ruinas de un castillo. Gira y enfoca a Leonhard, que se esconde tras una pierna de su madre y se echa a llorar. Aparece un primer plano movido con piedras y hierba, la cámara cambia de manos sin dejar de filmar. Vuelve a enfocar hacia arriba; Tackler, con vaqueros y la camisa abierta, el pecho cubierto de vello, ríe a carcajada limpia sin que se oiga nada, tiene a Theresa a contraluz y le da un beso, saluda a la cámara. La imagen se torna más clara y se acaba la película.

~ ~ ~

Esa noche Tackler decidió organizar un concierto de despedida en honor de Theresa. La presencia de sus conocidos sería suficiente, iba a llevarla «a lo más alto». Tackler no quería ser mala persona. Extendió sendos cheques por valor de 250.000 euros a cada uno de sus hijos y los dejó sobre la mesa del desayuno. Creía que con eso bastaría.

~ ~ ~

El día después del concierto, un periódico de difusión nacional publicó un artículo poco menos que entusiasta. El gran crítico musical auguraba a Theresa un «futuro esplendoroso» como violonchelista.

No se matriculó en el conservatorio. Theresa creía que su talento era tanto que aún podía esperar. Por entonces lo que importaba era otra cosa. Los dos hermanos pasaron casi tres años viajando por Europa y Estados Unidos. Salvo algunas actuaciones en conciertos privados, Theresa tocaba sólo para su hermano. El dinero de Tackler hizo que disfrutaran de independencia, por lo menos durante un tiempo. Eran inseparables. No se tomaban en serio ninguna de las aventuras que iban teniendo, y en aquellos años apenas hubo un día que no pasaran el uno sin el otro. Parecían libres.

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Cuando se cumplían casi dos años exactos del concierto en Bad Homburg, volví a encontrármelos en una fiesta en las inmediaciones de Florencia. Se celebraba en el Castello di Tornano, un castillo en ruinas del siglo XI, rodeado de olivos y cipreses y situado en medio de viñedos.
Jeunesse dorée
: así fue como el anfitrión bautizó a los hermanos, que llegaron en un descapotable de los años sesenta. Theresa le dio un beso, y Leonhard se quitó el absurdo borsalino de paja con una elegancia exagerada.

Cuando, entrada la noche, le dije a Theresa que no había vuelto a oír una interpretación tan intensa de las sonatas para violonchelo como la que ella había hecho en casa de su padre, me respondió:

—Es el preludio de la primera sonata. No la sexta, que todos consideran la más significativa y es la más difícil. No, es la primera. —Dio un trago, se me arrimó y me susurró al oído—: ¿Entiendes? El preludio de la primera. Es la vida concentrada en tres minutos.

Y se echó a reír.

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A finales del siguiente verano, los dos hermanos estaban en Sicilia. Se alojaron unos días en casa de un comerciante de materias primas que había alquilado allí una villa para pasar el verano. Se había encaprichado de Theresa.

Leonhard despertó con unas décimas de fiebre. Pensó que era consecuencia del alcohol ingerido la noche anterior. No le apetecía estar enfermo, no en aquel día radiante, no en aquella época tan feliz. Las bacterias E. coli se extendieron rápidamente por todo su cuerpo. Estaban en el agua que había bebido dos días atrás en una estación de servicio.

En el garaje encontraron una vieja Vespa y salieron en dirección al mar. La manzana estaba en medio del asfalto, la camioneta que transportaba la cosecha la había perdido. Era casi redonda y brillaba al sol del mediodía. Theresa dijo algo y Leonhard volvió la cabeza para oírla. La rueda delantera patinó sobre la manzana y se puso de través. Leonhard perdió el control. Theresa tuvo suerte, sólo se dislocó el hombro y sufrió algunos rasguños. Leonhard se quedó aprisionado entre la rueda trasera y una piedra, que le reventó la cabeza.

Durante la primera noche que estuvo en el hospital, su estado empeoró. Nadie le hizo un análisis de sangre, había otras cosas de que preocuparse. Theresa llamó a su padre, que desde Frankfurt mandó un médico con el jet privado de la empresa; llegó cuando ya era demasiado tarde. Las toxinas bacterianas que había en el cuerpo de Leonhard habían pasado de los riñones al sistema circulatorio. Theresa permanecía sentada en el pasillo, delante del quirófano. Mientras le hablaba, el médico la cogía de la mano. El aire acondicionado era ruidoso; el cristal en que Theresa tenía clavados los ojos desde hacía horas estaba velado por el polvo acumulado. El médico anunció que se trataba de una urosepsis con fallo multiorgánico. Theresa no lo entendió. El médico le explicó que el cuerpo de Leonhard estaba lleno de orina y que las probabilidades de que sobreviviese eran del veinte por ciento. Siguió hablando, sus palabras creaban distancia. Theresa llevaba casi cuarenta horas sin dormir. Cuando el médico volvió al quirófano, ella cerró los ojos. El médico había dicho «defunción», y Theresa vio delante de sí la palabra escrita en letras negras. Aquella palabra no tenía nada que ver con su hermano. Ella había dicho «No». Simple y llanamente «No». Nada más.

Cuando se cumplían seis días de su ingreso, el estado de Leonhard se estabilizó. Pudieron trasladarlo a Berlín en avión. Al llegar al hospital de la Charité, tenía el cuerpo afectado de necrosis, una capa negra, coriácea, que indicaba la muerte de tejidos celulares. Los médicos lo operaron catorce veces. Le amputaron el pulgar, el índice y el anular de la mano izquierda. Los dedos del pie izquierdo se los cercenaron hasta la base de la articulación, así como el antepié derecho y partes del talón derecho. No quedó más que un muñón deforme, sin apenas función; huesos y cartílagos ejercían una presión visible sobre la piel. Leonhard se encontraba en estado de coma inducido. Había sobrevivido, pero aún no podían evaluarse las consecuencias de las heridas que se había hecho en la cabeza.

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