Una vez se han esclarecido los hechos en el juicio, lo habitual es interrogar al acusado sobre sus «circunstancias personales».
Michalka había permanecido todo el tiempo completamente ausente; costó trabajo lograr, al menos en un principio, que relatara su vida. Sólo muy lentamente, paso a paso, trató de contar su historia. Apenas era capaz, le faltaban las palabras. Como muchas personas, tenía dificultades para expresar sus sentimientos. Parecía más fácil dejar que el psiquiatra forense presentara el informe sobre los antecedentes personales del acusado.
El psiquiatra lo había preparado a conciencia, expuso la vida de Michalka con todos los pormenores. El tribunal conocía esos detalles por el informe pericial, pero para las escabinas era nuevo. Prestaban mucha atención. El psiquiatra había hablado con Michalka a lo largo de numerosísimas sesiones. Cuando hubo terminado, el presidente se dirigió a Michalka y le preguntó si el psiquiatra lo había contado todo con arreglo a la verdad.
—Sí.
Luego le preguntaron al psiquiatra por su valoración científica del estado psíquico del acusado durante el asalto al banco. Explicó que los tres días errando por la ciudad, sin comer ni beber nada, habían mermado notablemente su capacidad de raciocinio. Que Michalka apenas sabía qué estaba haciendo, y que ya casi había perdido el control sobre sus actos. Se dio por concluida la audiencia de presentación de pruebas.
Durante un receso del juicio oral, Michalka dijo que nada de todo aquello tenía ningún sentido, que cómo podía ser que nos tomáramos tantas molestias si iban a condenarlo de todos modos.
En un juicio penal, el primero en presentar las conclusiones es la fiscalía. A diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos o Inglaterra, en Alemania la fiscalía no es una de las partes en liza, sino que obra con neutralidad. Es objetiva, investiga también las circunstancias eximentes, y por eso nunca gana ni pierde: la fiscalía no tiene más pasiones que la ley. Sirve exclusivamente al derecho y la justicia. Al menos en teoría. Y en general es así mientras se instruyen las diligencias preliminares. Después, en el acaloramiento del juicio oral, es frecuente que cambien las circunstancias y que la objetividad empiece a resentirse. Es humano, porque un buen fiscal nunca deja de fiscalizar, y es harto difícil fiscalizar al tiempo que se guarda neutralidad. Puede que se trate de una tara en el tejido de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, puede que la ley exija simplemente demasiado.
El fiscal solicitó una pena de nueve años. Dijo que no se creía la historia que Michalka había contado, que era «demasiado novelesca y probablemente inventada». Tampoco estaba dispuesto a aceptar una responsabilidad atenuada, por cuanto las explicaciones del psiquiatra se basaban exclusivamente en las afirmaciones realizadas por el acusado y carecían de todo fundamento. El único hecho demostrado era que Michalka había atracado un banco.
—La pena mínima por asaltar un banco es de cinco años —dijo—. Es ya la segunda vez que el acusado comete este delito. Las únicas circunstancias atenuantes que puedo admitir son que el botín fue recuperado y que el acusado confesó los hechos. De ahí que nueve años sean lo razonable, teniendo en cuenta la naturaleza del delito y la responsabilidad del acusado.
Evidentemente, la cuestión no es si uno se cree o no las afirmaciones del acusado. En un tribunal lo que importa son las pruebas. El acusado juega con ventaja: no tiene que probar nada. Ni su inocencia ni la veracidad de sus declaraciones. Pero para la fiscalía y el tribunal rigen otras reglas: no pueden afirmar nada de lo que no tengan pruebas. Suena mucho más fácil de lo que es. Nadie es tan objetivo como para poder distinguir siempre entre una conjetura y una prueba. Creemos que sabemos algo con certeza, nos dejamos llevar empecinados en ello y a menudo resulta todo menos fácil encontrar el camino de vuelta.
En nuestros días, los alegatos han dejado de ser decisivos para la resolución de un juicio. Fiscalía y defensa no se dirigen a un jurado, sino a jueces y escabinos. Cualquier voz impostada, cualquier amago de desgarrarse el pecho, cualquier formulación alambicada se consideran inaceptables. Los grandes discursos finales son cosa de los siglos pasados. A los alemanes ya no les gusta la grandilocuencia, han tenido demasiada.
A veces, sin embargo, uno puede permitirse una breve escenificación, una última petición inesperada. Ni siquiera Michalka sospechaba nada.
Una conocida mía trabajaba en el servicio diplomático. Estaba destinada en Kenia y me echó una mano. A fuerza de dar no pocas vueltas, había localizado al amigo de Michalka, el médico de la capital de provincia. El médico tenía un inglés perfecto, hablamos por teléfono y le pedí que viniera a testificar. Cuando le comenté que yo asumiría los costes del viaje, se rió de mí. Me dijo que estaba tan feliz de saber que su amigo seguía vivo, que iría a donde fuera con tal de verlo. Y allí estaba, frente a la puerta de la sala de audiencias, esperando.
De pronto, Michalka estaba completamente despejado. Cuando el médico entró en la sala, se levantó de un salto y trató de salir a su encuentro; se le saltaban las lágrimas. Los guardias lo retuvieron, pero el juez hizo un gesto con la mano y lo dejó seguir. Se abrazaron en medio de la sala, Michalka levantando a aquel hombre pequeño y estrechándolo entre sus brazos. El médico traía un vídeo; mandaron a uno de los guardias a buscar un reproductor. Entonces vimos la aldea, el teleférico, los camiones, una legión de niños y adultos que saludaban a la cámara con una sonrisa permanente y gritaban «Frroank, Frroank». Y al final aparecieron también Ayana y Tiru. Michalka lloraba y reía y volvía a llorar. Estaba totalmente fuera de sí. Sentado al lado de su amigo, casi le aplasta los dedos con sus enormes manos. Al presidente y a una de las escabinas se les empañaron los ojos. Era cualquier cosa menos una escena típica de un tribunal.
Nuestro derecho penal se basa en el criterio de que no hay pena sin culpa. Imponemos una pena según la culpabilidad de una persona; nos preguntamos hasta qué punto podemos hacerla responsable de sus actos. Es un asunto complejo. En la Edad Media era más sencillo, se castigaba según el delito: a un ladrón se le cortaba la mano. Siempre y sin excepción. No importaba que hubiera robado por codicia o porque de lo contrario se habría muerto de hambre. La condena era entonces una suerte de aritmética, a cada delito le correspondía una pena determinada. Nuestro derecho penal es más sabio, hace más justicia a la vida, pero también es más complicado. El atraco a un banco no es siempre sólo el atraco a un banco. ¿De qué podíamos acusar a Michalka? ¿Acaso no hizo algo que es connatural a todos nosotros? ¿De verdad habríamos obrado de otra manera de haber estado en su lugar? ¿No albergamos todos el anhelo de volver con nuestros seres queridos?
Michalka fue condenado a dos años. Una semana después del juicio, me encontré al presidente en uno de los largos pasillos del Palacio de Justicia, en Moabit. Me dijo que las escabinas habían hecho una colecta para comprarle un billete de avión.
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Después de que Michalka hubiera cumplido la mitad de la condena, le concedieron la libertad condicional. El juez de vigilancia penitenciaria —un hombre mayor que, por su mezcla de integridad, tolerancia y sentido del humor, parecía sacado del
Stechlin
de Fontane— se hizo contar de nuevo toda la historia y se limitó a refunfuñar:
—Qué pasada.
Luego ordenó la puesta en libertad.
A fecha de hoy, Michalka vuelve a vivir en Etiopía y ha adquirido la nacionalidad de ese país. Entretanto, Tiru ha tenido un hermano y una hermana. Michalka me llama de vez en cuando. Sigue diciendo que es feliz.
Ceci n’est pas une pomme.