Crí­menes (16 page)

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Authors: Ferdinand Von Schirach

Tags: #Relatos,crimen

BOOK: Crí­menes
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—¿Sí?

—¿Qué pinta Sabine en todo esto? ¿Por qué hiciste eso con sus ojos?

—Unos días antes de su cumpleaños, vi sus ojos en mi habitación. Se le habían puesto ojos de oveja. Y entonces lo comprendí. Se lo dije la noche de su cumpleaños en la choza del malecón, pero no quiso escucharme. Estaba asustada.

—¿Qué es lo que comprendiste?

—Tanto su nombre como su apellido tienen cada uno seis letras.

—¿Querías matarla?

Philipp me miró largo rato. Luego dijo:

—No, no quiero matar a ninguna persona.

~ ~ ~

Una semana más tarde lo llevé a una clínica psiquiátrica de Suiza. No quiso que su padre lo acompañara. Después de que hubiéramos deshecho sus maletas, nos recibió el director del centro, que nos enseñó las instalaciones, luminosas y modernas. Philipp estaba en un buen sitio, en la medida en que pueda afirmarse tal cosa de un sanatorio neuropsiquiátrico.

Yo ya había hablado largo y tendido por teléfono con el director de la clínica. También él, a distancia, era de la opinión de que todo apuntaba a una esquizofrenia paranoide. No es una enfermedad rara, se estima que un uno por ciento de la población la sufrirá alguna vez a lo largo de la vida. A menudo se manifiesta en brotes que llevan a trastornos del pensamiento y la percepción, con alteraciones que afectan tanto la forma como el contenido de los mismos. La mayoría de los pacientes oye voces, muchos creen que los persiguen, que son responsables de catástrofes naturales, o, como en el caso de Philipp, sufren alucinaciones. La enfermedad se trata con medicación y con psicoterapia prolongada. Es imprescindible que los pacientes confíen en ella y se abran. Las probabilidades de una curación completa rondan el treinta por ciento.

~ ~ ~

Al final de la visita, Philipp me acompañó hasta la puerta principal. No era más que un joven solitario, triste, temeroso.

—Nunca me has preguntado qué número soy yo.

—Tienes razón. Y bien, ¿qué número eres?

—Verde —dijo.

Luego dio media vuelta y regresó a la clínica.

La espina

Feldmayer había tenido muchos trabajos en su vida. Había sido cartero, camarero, fotógrafo, pizzero y, durante seis meses, herrero. Con treinta y cinco años se presentó a una plaza de vigilante en el Museo de Arte Antiguo de la ciudad y, para su sorpresa, lo contrataron.

Una vez hubo rellenado todos los impresos, respondido a las preguntas y entregado las fotografías para la credencial de identificación, en el guardarropa le hicieron entrega de tres uniformes grises, seis camisas de un azul intermedio y dos pares de zapatos negros. Uno de sus futuros compañeros lo acompañó para mostrarle el edificio, le enseñó la cantina, la habitación de descanso y los baños, y le explicó cómo funcionaba la máquina de fichar. Para terminar, le mostró la sala que habría de vigilar.

Mientras Feldmayer recorría el museo, la señora Truckau, una de las dos empleadas del departamento de personal, ordenaba los papeles del recién incorporado, mandaba una parte a contabilidad y abría una carpeta. Los nombres de los vigilantes se escribían en unas fichas que se metían en un fichero. Cada seis semanas se cambiaba el orden de las mismas, de forma que los trabajadores eran destinados a otro museo de la ciudad para hacer que su servicio fuera variado.

La señora Truckau se puso a pensar en su novio. El día anterior, en el café donde llevaban viéndose casi seis meses después del trabajo, le había pedido que se casara con él. Se le había trabado la lengua y se había puesto rojo; le habían sudado las manos, que dejaron su contorno dibujado en la mesa de mármol. Ella había dado un brinco de alegría y lo había besado delante de todo el mundo; luego habían corrido al piso de él. Ahora estaba cansada y rebosante de planes; enseguida volvería a verlo, él le había prometido que iría a buscarla al trabajo. La señora Truckau se pasó media hora en el baño, sacó punta a los lápices, clasificó clips de oficina y se entretuvo en el pasillo hasta que al final consiguió que el tiempo transcurriera. Se puso la chaqueta sobre los hombros, bajó corriendo las escaleras que llevaban a la salida y se echó a los brazos de él. La señora Truckau había olvidado cerrar la ventana.

Más tarde, cuando la mujer de la limpieza abrió la puerta del despacho, una ráfaga de aire alcanzó la ficha a medio rellenar, que fue a dar en el suelo y posteriormente barrida. Al día siguiente, la señora Truckau pensó en todo lo imaginable, salvo en la ficha de Feldmayer. Su nombre no fue incluido en el fichero de rotaciones, y cuando, un año después, la señora Truckau renunció a su puesto de trabajo para cuidar de su bebé, todos se habían olvidado de Feldmayer.

Feldmayer nunca se quejó.

~ ~ ~

La sala estaba casi vacía, tenía ocho metros de altura y unos ciento cincuenta metros cuadrados. Las paredes y el techo abovedado eran de ladrillo, cuyo rojo, atenuado por una capa de cal, daba a la estancia un aire cálido. El suelo era de un mármol azul plomizo. Era la última de doce salas interconectadas en una de las alas del museo. En el centro de la misma se erguía la estatua, montada sobre un pedestal de piedra gris. Había tres ventanales; a los pies del central se encontraba la silla; en el alféizar del izquierdo, un higrómetro cubierto por una campana de cristal que emitía un suave tictac. Los ventanales daban a un patio interior con un castaño solitario. El vigilante más cercano se hallaba cuatro salas más allá; a veces Feldmayer oía el crujido lejano de las suelas de goma sobre el piso de piedra. Por lo demás, reinaba el silencio. Feldmayer se sentaba y esperaba.

Las primeras semanas estuvo inquieto. Se levantaba cada cinco minutos, iba de un lado a otro de la sala, contaba sus pasos y se alegraba de ver a cualquier visitante. Feldmayer se buscó una ocupación. Midió la sala con la sola ayuda de una regla de madera que se había traído de casa. Primero midió el ancho y el largo de una de las losas de mármol del suelo y, a partir de esos datos, calculó la superficie total. Luego reparó en que había olvidado las juntas, que también midió y sumó al cómputo total. Las paredes y el techo eran más difíciles, pero Feldmayer tenía tiempo de sobra.

Llevaba un cuaderno en el que anotaba todos los cálculos. Midió las puertas y sus marcos, los huecos de los pestillos, el largo de las manijas, los zócalos, los cubrerradiadores, los tiradores de los ventanales, la distancia entre las dos hojas, el perímetro del higrómetro y de los interruptores. Sabía cuántos metros cúbicos de aire había en la estancia, hasta dónde entraban y sobre qué losa caían los rayos de sol cada día del año, conocía la humedad media del aire y sus variaciones por la mañana, al mediodía y por la tarde. Consignó que la duodécima junta contando desde la puerta de entrada era medio milímetro más estrecha. El segundo tirador por la izquierda tenía en la parte inferior una mancha de pintura azul que no podía explicar, pues no había nada azul en la sala. El cubrerradiador presentaba una zona que no se había esmaltado por completo, y en los ladrillos de la pared posterior había tres agujeros del tamaño de un alfiler.

Feldmayer contaba los visitantes. Cuánto tiempo pasaban en su sala, desde qué ángulo observaban la estatua, con qué frecuencia miraban por la ventana, quién lo saludaba con un movimiento de cabeza. Hacía estadísticas sobre los visitantes masculinos y femeninos, sobre niños, grupos de escolares y maestros, sobre los colores de las chaquetas, las camisas, los abrigos, los jerséis, los pantalones, las faldas y las medias de los visitantes. Contaba cuántas veces respiraba una persona en su sala, cuántas veces pisaban una u otra losa, cuántas y qué palabras se pronunciaban. Había una estadística para el color de pelo, de ojos y de piel, otra para bufandas, bolsos y cinturones, y aún una última para calvas, barbas y anillos de boda. Contaba las moscas y trataba de comprender el sistema de sus maniobras de vuelo y sus campos de aterrizaje.

~ ~ ~

El museo cambió a Feldmayer. Todo empezó cuando una noche no pudo soportar más el volumen de su televisor. Estuvo medio año viéndolo sin sonido, luego dejó de encenderlo y acabó por regalárselo a la parejita de estudiantes que se habían mudado al piso de enfrente, en el mismo rellano. Lo siguiente fueron los cuadros. Tenía algunas litografías,
Manzanas y servilleta, Los girasoles
y
El Watzmann
. En algún momento los colores empezaron a irritarlo, descolgó los cuadros y los bajó a la basura. Poco a poco fue vaciando su piso: revistas ilustradas, jarrones, ceniceros decorados, posavasos, un cubrecama morado y dos platos con motivos de Toledo. Feldmayer lo tiró todo. Arrancó el empapelado, alisó las paredes y las blanqueó; quitó la moqueta y pulió el suelo de madera.

Al cabo de unos años, la vida de Feldmayer seguía un ritmo constante. Se levantaba todas las mañanas a las seis. Luego, sin preocuparse por el tiempo que hiciera, cruzaba el parque de la ciudad recorriendo un camino circular que exigía exactamente cinco mil cuatrocientos pasos. Iba tranquilo, sin prisas, y sabía cuándo el semáforo del paso de peatones iba a cambiar a verde. Si alguna vez no conseguía mantener el ritmo, se sentía a disgusto el resto del día.

Todas las noches se ponía unos pantalones viejos y, de rodillas, pulía las tablas del suelo entarimado de su piso (un trabajo agotador que se prolongaba casi una hora y le resultaba gratificante). Realizaba las tareas domésticas con mucho esmero y dormía plácida, profundamente. Los domingos acudía siempre al mismo restaurante, pedía pollo asado y lo acompañaba con dos cervezas. La mayoría de las veces, además, charlaba un rato con el dueño, un ex compañero de colegio.

Antes de trabajar en el museo, Feldmayer salía asiduamente con chicas; con el tiempo, empezaron a interesarle cada vez menos. Simplemente, como le decía al dueño del restaurante, eran «demasiado» para él.

—Hablan alto y hacen preguntas a las que no sé responder. Y del trabajo tampoco tengo mucho que contar.

El único pasatiempo de Feldmayer era la fotografía. Tenía una Leica estupenda que había comprado de segunda mano a muy buen precio; en uno de sus trabajos había aprendido a revelar fotos. En el cuarto trastero de su piso había montado un laboratorio, pero después de tantos años en el museo era incapaz de pensar en nuevos temas.

Hablaba regularmente con su madre por teléfono y la visitaba cada tres semanas. Cuando ella murió, se quedó sin familia. Feldmayer se dio de baja del teléfono.

Su vida discurría tranquila, evitaba toda agitación. No era ni feliz ni infeliz: Feldmayer estaba satisfecho con su vida.

Hasta que se ocupó de la escultura.

~ ~ ~

Era lo que se conoce como un
Spinario
, un motivo del arte antiguo. Un muchacho desnudo sentado en una roca, la espalda inclinada hacia delante, la pierna izquierda doblada y apoyada sobre el muslo derecho. Con la mano izquierda se coge el empeine del pie izquierdo, mientras con la derecha se saca una espina de la planta del pie. La figura de mármol de la sala de Feldmayer era una estilización romana del original griego. No era especialmente valiosa, existen numerosas copias.

Hacía mucho que Feldmayer había medido la figura, había leído sobre ella todo lo que había encontrado, e incluso habría sido capaz de dibujar de memoria la sombra que la figura proyectaba en el suelo. Pero hubo un día, entre el séptimo y el octavo año en el museo, no lo recordaba con detalle, en que empezó todo. Feldmayer estaba sentado en su silla y miraba la estatua sin verla en realidad, cuando de repente se preguntó si el muchacho habría encontrado la espina. No sabía de dónde venía la pregunta; sencillamente estaba allí y no conseguía quitársela de la cabeza.

Se acercó a la figura y la examinó. No logró hallar la espina en el pie. Feldmayer se puso nervioso, una sensación que llevaba años sin experimentar. Cuanto más se fijaba, menos claro tenía que el muchacho hubiera logrado prender la espina. Esa noche durmió mal. A la mañana siguiente, suspendió la vuelta por el parque y derramó el café. Llegó al museo demasiado pronto y tuvo que esperar media hora a que abrieran el acceso del personal. Llevaba una lupa en el bolsillo. Poco menos que se precipitó en su sala y, con la lupa, examinó la estatua milímetro a milímetro. No encontró ninguna espina, ni entre el pulgar y el índice ni en el pie. Feldmayer se preguntó si tal vez el muchacho la habría dejado caer. Se deslizó de rodillas en torno a la estatua y rebuscó por el suelo. Luego se sintió indispuesto y fue a vomitar al baño.

Feldmayer deseó no haber descubierto el asunto de la espina.

En las semanas siguientes todo fue de mal en peor. Se pasaba toda la jornada sentado con el muchacho en la sala y devanándose los sesos. Se imaginaba al muchacho jugando, acaso al escondite o al fútbol. «No puede ser —pensaba entonces Feldmayer, que había leído sobre el tema—, debió de tratarse de una carrera. En Grecia se pasaban el día haciendo esa clase de cosas.» Y entonces el muchacho había pisado una espina microscópica. Le dolió, no pudo volver a apoyar el pie. Los otros cogieron la delantera y él tuvo que sentarse en la piedra. Y aquella maldita espina invisible llevaba siglos metida en su pie y no se dejaba extraer. Feldmayer estaba cada vez más desasosegado. Al cabo de unos meses empezó a despertarse presa de la ansiedad. Por las mañanas, daba vueltas y más vueltas por la sala de descanso, y era él, al que los compañeros llamaban «el monje» a sus espaldas, el que aprovechaba el rato en la cantina para charlar con cualquiera y hacía cuanto podía para retrasar al máximo su llegada a la sala. Finalmente, cuando estaba con el muchacho, era incapaz de mirarlo.

Las cosas empeoraron. Feldmayer tenía accesos de sudor, sufría palpitaciones y se mordía las uñas. Apenas pegaba ojo; si echaba una cabezada, tenía pesadillas y despertaba empapado en sudor. Su vida exterior no era más que una cáscara. Pronto empezó a creer que la espina estaba en su cabeza, donde crecía sin cesar. Le raspaba la pared interior del cráneo, Feldmayer
oía
el ruido. Todo lo que hasta entonces en su vida había sido huero, tranquilo y ordenado se transformó en un caos de pinchos y púas. Y no había modo de librarse. Había perdido el olfato y tenía problemas de respiración. A veces notaba que le faltaba tanto el aire que abría uno de los ventanales de par en par, lo cual estaba terminantemente prohibido. Sólo comía porciones pequeñas porque temía atragantarse. Se convenció de que al muchacho se le había infectado el pie, y cuando se volvía a echarle un vistazo, estaba seguro de que iba creciendo a cada día que pasaba. Debía liberarlo, redimirlo de aquel dolor. Y así fue como se le ocurrió la idea de las chinchetas.

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