El comisario principal Dalger, de la policía criminal, había llevado a cabo cientos de interrogatorios. Cuando, dieciséis años atrás, había ingresado en la brigada de homicidios, ésa era la cúspide de todo el aparato policial. Se sentía orgulloso de haberlo conseguido y sabía que fundamentalmente debía su ascenso a una de sus cualidades: la paciencia. Escuchaba, si era necesario, durante horas y horas, para él nunca nada era demasiado, y tras muchos años de servicio todo seguía pareciéndole interesante. Dalger evitaba el interrogatorio inmediato a la detención, cuando los hechos eran aún recientes y sabía poco. Él era el hombre de las confesiones. No recurría a trucos, chantajes o humillaciones. El primer interrogatorio se lo dejaba gustoso a los más jóvenes; él prefería no preguntar hasta que creía saberlo todo sobre el caso. Tenía una memoria prodigiosa para los detalles. No se dejaba llevar por la intuición, aunque jamás hasta entonces le había fallado. Dalger sabía que las historias más absurdas podían ser ciertas, y las más creíbles, inventadas. Los interrogatorios, les decía a sus colegas más jóvenes, son un trabajo duro. Y nunca se olvidaba de añadir:
—Sigan el dinero o el esperma. Todos los asesinatos se explican por una cosa o la otra.
A pesar de que casi siempre teníamos intereses divergentes, nos respetábamos. Y cuando, finalmente, después de haber preguntado por él, entré en la sala de interrogatorios, parecía poco menos que contento de verme.
—No hay manera de salir de aquí —fue lo primero que dijo.
Dalger quiso saber quién me había encomendado la defensa. Le di el nombre del bufete mercantil, Dalger se encogió de hombros. Pedí a todos los presentes que abandonaran la habitación para poder hablar tranquilamente con mi representado. Dalger sonrió sarcástico.
—Pues nada, que haya suerte.
El hombre no levantó la vista hasta que estuvimos solos. Me presenté y él asintió cortésmente con la cabeza, pero no dijo nada. Lo intenté en alemán, en inglés y en un francés bastante malo. No hacía más que mirarme, pero no decía una palabra. Apartó el lápiz que le puse delante. No quería hablar. Le mostré un impreso de poder para pleitos, bien tenía que acreditar de alguna manera que iba a representarlo. Pareció reflexionar, y de pronto hizo algo curioso: abrió la almohadilla de tinta que había sobre la mesa y presionó con el pulgar derecho primero en el color azul y luego en la casilla del impreso destinada a la firma del poder.
—Es otra posibilidad —admití, y cogí el impreso.
Fui al despacho de Dalger, que me preguntó quién era el hombre. Esta vez fui yo quien se encogió de hombros. Luego me explicó con todo detalle qué había ocurrido.
Dalger se había hecho cargo del hombre el día antes; se lo había entregado la policía federal, que es la responsable de velar por la seguridad en las estaciones ferroviarias. El hombre no abrió la boca ni durante la detención, ni durante el transporte ni durante la primera tentativa de interrogatorio en la Keithstrasse. Lo habían intentado con varios intérpretes; antes de interrogarlo, le habían puesto delante la lista de sus derechos en dieciséis idiomas. Nada.
Dalger había ordenado que lo registraran, pero no encontraron nada. No llevaba cartera, tampoco documentación ni llaves. Dalger me mostró el acta del registro efectuado (parte B), que recogía en una lista los objetos hallados. Había siete entradas.
1. Pañuelos de la marca Tempo con una etiqueta con el precio de la farmacia de la estación.
2. Una cajetilla de tabaco con seis cigarrillos, precinta alemana.
3. Un mechero de plástico amarillo.
4. Un billete de segunda para la Estación Central de Hamburgo (sin reserva de asiento).
5. 16.540 euros en billetes.
6. 3,62 euros en monedas.
7. Una tarjeta de visita del bufete de abogados Lorguis, Metcalf & Partner, Berlín, con un número de teléfono directo.
Lo más curioso, sin embargo, era que en su ropa no se halló ninguna etiqueta (pantalones, chaqueta y camisa podían estar hechas por un sastre, pero no hay mucha gente que se mande hacer calcetines y ropa interior a medida). Sólo los zapatos tenían un origen claro; eran de la marca Heschung, un fabricante de zapatos alsaciano, aunque fuera de Francia podían adquirirse también en tiendas buenas.
Se inició el proceso de identificación del hombre. Lo fotografiaron y le tomaron las huellas dactilares. Dalger ordenó que se consultaran todas las bases de datos. No se obtuvo ningún resultado: el hombre era un desconocido de las autoridades policiales. Tampoco la procedencia del billete aportó nada, lo había sacado en una de las máquinas del vestíbulo.
Entretanto habían visionado la cinta de vídeo de la estación y tomado declaración al médico del andén opuesto y a la señora mayor que se había llevado un susto. La policía había trabajado tan a conciencia como infructuosamente.
El hombre había sido detenido de forma preventiva y había pasado la noche en comisaría. Al día siguiente, Dalger había llamado al teléfono que aparecía en la tarjeta de visita. Había esperado el máximo de tiempo posible. Los abogados nunca facilitan estas cosas, había pensado.
Estábamos sentados en el despacho de Dalger y tomábamos café tibio de filtro. Vi dos veces la videograbación y le dije a Dalger que se trataba clarísimamente de un caso de legítima defensa, era casi de manual. Dalger no quería poner en libertad al hombre.
—Hay algo en él que no me cuadra.
—Sí, claro, eso es evidente. Pero, aparte de su intuición, no existe ningún motivo para retenerlo, lo sabe usted bien.
—Si ni siquiera sabemos cuál es su identidad…
—No, comisario Dalger. Eso es lo único que usted no sabe.
Dalger llamó al fiscal Kesting. Era lo que suele denominarse un «caso vital», es decir, un procedimiento competencia de la Unidad de Delitos Contra la Vida de la Fiscalía. Kesting conocía ya el caso por el primer informe de Dalger. No sabía qué hacer, pero fue resolutivo: una cualidad que a veces ayuda al ministerio público. Y por eso decidió llevar al hombre ante el juez de instrucción. Después de algunas llamadas telefónicas, conseguimos una citación para esa misma tarde a las cinco.
El juez de instrucción se llamaba Lambrecht y llevaba un jersey nórdico pese a que era primavera. Sufría de hipotensión, llevaba toda la vida pasando frío y más o menos el mismo tiempo de mal humor. Tenía cincuenta y dos años y exigía claridad, las cosas debían estar en orden, no quería llevarse fantasmas a casa.
Lambrecht era profesor invitado en la universidad, donde daba clases de Derecho Procesal Penal que eran legendarias por los ejemplos que citaba. Decía a los estudiantes que era un error creer que a los jueces les gustaba imponer condenas. «Lo hacen cuando es su deber, pero no cuando tienen dudas.» Que el verdadero sentido de la independencia judicial era que también los jueces aspiraban a dormir tranquilos. En este punto los estudiantes siempre se reían. Sin embargo, era la verdad: apenas había conocido excepciones.
La posición del juez de instrucción es acaso la más interesante dentro de la justicia penal. Puede echar un vistazo a cada caso, no tiene que soportar aburridas vistas orales y no debe obedecer a nadie. Pero ésa es sólo una de las dos caras de la moneda. La otra es la soledad. El juez de instrucción decide solo. Todo depende de él, manda a la gente a la cárcel o la pone en libertad. Hay maneras más fáciles de ganarse la vida.
A Lambrecht le traían sin cuidado los defensores. Y tampoco le importaban los fiscales. A él lo que le interesaba era el caso, y dictaba sentencias difíciles de prever. La mayor parte de la gente echaba pestes de él; las gafas, demasiado grandes, y los labios, lívidos, le daban un aire extraño, pero inspiraba respeto a todo el mundo. Para conmemorar sus veinte años de servicio, el presidente del Juzgado de Primera Instancia le había hecho entrega de un diploma y le había preguntado si, después de tantos años, seguía gustándole su profesión. Lambrecht le había contestado que nunca durante todo ese tiempo le había cogido el gusto. Era un hombre independiente.
Lambrecht leyó las declaraciones de los testigos, y después de que tampoco él fuera capaz de hacer hablar al hombre, pidió ver el vídeo. Tuvimos que verlo con él unas cien veces seguidas, podría haber dibujado cada una de las imágenes de memoria; duró una eternidad.
—Desconecte el cacharro —le dijo finalmente al oficial; luego se volvió hacia nosotros—. Bien, caballeros, les escucho.
Naturalmente, Kesting ya había entregado el borrador de la solicitud de la orden de encarcelamiento, sin la cual aquella audiencia no hubiera sido posible. Pedía el ingreso en prisión por dos casos de homicidio; existía riesgo de fuga, por cuanto el hombre no disponía de una identidad comprobable. Kesting dijo:
—Podría pensarse, ciertamente, que se trata de una situación de legítima defensa. Pero en ese caso se habría incurrido en desproporción manifiesta.
La fiscalía, pues, pretendía aducir desproporción en la legítima defensa. Si uno resulta agredido, tiene el derecho de defenderse y no existen limitaciones en la elección de los medios empleados. Puede responder a un puñetazo con una porra, defenderse de un cuchillo con una pistola, no tiene por qué escoger el medio más débil. Pero tampoco puede excederse: al atacante al que se ha disparado y dejado fuera de combate no se le puede cortar luego la cabeza. La ley no tolera esta clase de excesos.
—La desproporción estaría en el hecho de que el hombre golpeó el cuchillo cuando éste estaba ya en el pecho de la víctima —dijo Kesting.
—Ajá —dijo Lambrecht. Por la voz parecía sorprendido—. Letrado, le escucho.
—Todos sabemos que eso no tiene ni pies ni cabeza —dije—. Nadie tiene por qué tolerar una agresión con un arma blanca, y está claro que era legítimo que se defendiera como lo hizo. A la fiscalía no le importa eso, lo que está en juego es otra cuestión. El fiscal Kesting tiene demasiada experiencia como para creer que semejante acusación podría prosperar ante un jurado. Lo único que quiere es averiguar la identidad del hombre, y para eso necesita tiempo.
—¿Es eso cierto, señor Kesting? —inquirió Lambrecht.
—No —dijo Kesting—. El ministerio público nunca solicita el ingreso en prisión si no está plenamente convencido.
—Ajá —repitió el juez. Esta vez sonó irónico. Se volvió hacia mí—. Y usted, ¿puede decirnos quién es ese hombre?
—Ya sabe, señoría, que no estoy autorizado a revelarlo, aunque lo supiera. —Entretanto había hablado por teléfono con el abogado que me había contratado—. El hombre puede recibir la citación en un bufete, le garantizo de palabra la autorización del abogado.
Facilité la dirección.
—¿Lo ve? —exclamó Kesting—. No lo quiere decir. Sabe mucho más, pero no lo quiere decir.
—Este procedimiento no es contra mí —dije—. Pero, veamos, las cosas están así: no sabemos por qué el imputado no suelta prenda. Es posible que no entienda nuestra lengua. Pero también puede que calle por otros motivos…
—Con ello infringe el artículo 111 de nuestra Ley sobre Protección de la Seguridad Ciudadana —me interrumpió Kesting—. Está clarísimo que lo contraviene.
—Caballeros, les agradecería que hablaran uno después del otro —dijo Lambrecht—. El artículo 111 dice que toda persona está obligada a identificarse. Ahí le doy la razón a la fiscalía. —Lambrecht se pasaba todo el tiempo poniéndose y quitándose las gafas—. Pero es evidente que dicha disposición no justifica una orden de encarcelamiento. Según la ley, puede detenerse a una persona para su identificación un máximo de doce horas. Y hace ya mucho, fiscal Kesting, que se ha superado ese plazo de doce horas.
—Además —dije—, el imputado no siempre está obligado a identificarse. Si identificándose y reconociendo su verdadera identidad se arriesgara a ser perseguido por la vía penal, tiene derecho a permanecer en silencio. Es decir, si el hombre dijera quién es y eso llevara a su detención, es evidente que puede permanecer en silencio.
—Ahí lo tiene —dijo Kesting al juez de instrucción—. No nos dice quién es el hombre y nosotros no podemos hacer nada.
—Usted lo ha dicho: no pueden hacer nada —ratifiqué.
El hombre, impertérrito, seguía sentado en el banco. Llevaba una camisa con mis iniciales bordadas; se la había hecho llegar. Le iba bien de talla, pero en su piel quedaba rara.
—Señor fiscal —dijo Lambrecht—, ¿existía alguna relación entre el imputado y las víctimas?
—No. Al menos que sepamos —dijo Kesting.
—¿Se hallaban las víctimas en estado de embriaguez?
También en eso tenía Lambrecht razón; en una situación de legítima defensa, es preferible evitar enfrentarse a una persona ebria.
—Cero coma cuatro y cero coma cinco miligramos por litro.
—No es suficiente —dijo el juez—. ¿Ha encontrado cualquier otra información sobre el imputado que no figure aún en el sumario? ¿Existe algún indicio de otro delito u otra orden de arresto?
Lambrecht parecía estar punteando una lista.
—No —dijo Kesting, consciente de que a cada «no» se alejaba más y más de su objetivo.
—¿Hay diligencias en curso?
—Sí. Los informes completos de la autopsia aún no están listos. —Kesting estaba contento de haber encontrado algo a lo que agarrarse.
—Bueno, no parece muy probable que esos dos hayan muerto por un golpe de calor, señor Kesting. —Lambrecht suavizó el tono, una mala señal para la causa de la fiscalía—. Si la fiscalía no puede aportar nada más de lo que tengo sobre la mesa, decidiré ahora.
Kesting negó con la cabeza.
—Caballeros —dijo Lambrecht—, ya he oído bastante. —Se reclinó en la silla—. La situación de legítima defensa es más que evidente. Si a una persona la amenazan con un cuchillo y con un bate de béisbol, si llegan incluso a herirla y a golpearla, está en su derecho de defenderse. Y puede defenderse de forma que ponga término a la agresión, que es exactamente lo que hizo el imputado. —Lambrecht hizo una breve pausa. Luego prosiguió—: Estoy de acuerdo con la fiscalía en que se trata de un caso inusitado. No puedo por menos de juzgar espantosa la sangre fría con que el imputado se enfrentó a las víctimas, pero no alcanzo a ver dónde está la desproporción manifiesta de que se hablaba. Que esta reflexión es justa lo prueba también el hecho de que, si ahora estuvieran frente a mí y no en la mesa de disección del Instituto Forense, habría decretado sin dudarlo orden de prisión para esos dos matones.