Si las explicaciones de Boheim eran ciertas, esto es, si había salido de la habitación a las 14.30 y la mujer de la limpieza había encontrado el cadáver a las 15.26, quedaba casi una hora. Era tiempo de sobra. En sesenta minutos, el verdadero autor del crimen habría podido entrar en la habitación, matar a la chica y desaparecer antes de que llegara la mujer de la limpieza. No había pruebas que pudieran respaldar la declaración de Boheim. Si hubiera callado durante el primer interrogatorio, habría sido más fácil. Sus mentiras habían empeorado la situación, y no había el menor rastro de otro posible culpable. Aunque consideraba improbable que el tribunal lo condenara al término del juicio oral, tenía mis dudas acerca de si el juez iba a revocar a esas alturas la orden de prisión: no se habían disipado las sospechas.
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Dos días después, el juez de instrucción me llamó para concertar una entrevista a efectos de hablar sobre la revisión de la orden de prisión. La acordamos para el día siguiente. Pude mandar a un recadero del bufete a recoger los folios de la causa, la fiscalía había levantado el secreto de sumario.
El sumario contenía nuevas diligencias. Todas las personas que figuraban en la agenda del teléfono móvil de la víctima habían sido interrogadas. Una amiga a la que Stefanie Becker se había confiado explicó a la policía por qué se había prostituido.
Mucho más interesante, sin embargo, resultó saber que en el ínterin la policía había encontrado a Abbas. Tenía antecedentes por robo con fuerza y tráfico de drogas, y dos años antes lo habían condenado por un delito de lesiones, una reyerta delante de una discoteca. La policía lo había interrogado. Dijo que una vez, por celos, había seguido a Stefanie hasta el hotel, pero que ella había sabido explicarle el motivo de su visita. El interrogatorio se extendía a lo largo de muchas páginas, la desconfianza de los policías se advertía en cada línea. Al final sólo tenían un móvil y ninguna prueba.
A última hora de la tarde visité al fiscal superior Schmied en su despacho. Como siempre, me recibió con aire amable y profesional. Tampoco él las tenía todas consigo respecto de Abbas, los celos eran siempre un impulso fuerte. No había que descartarlo como posible culpable: conocía el hotel y la víctima era su novia, que se había acostado con otro. De haber estado allí, también él podría haberla matado. Le expliqué a Schmied por qué Boheim había mentido, y luego añadí:
—A fin de cuentas, acostarse con una estudiante no es ningún delito.
—Ya, pero tampoco es que sea muy bonito.
—Gracias a Dios, esto no es ahora lo importante —repuse—. El adulterio ya no está penado por ley.
El propio Schmied había tenido años atrás una aventura con una fiscal; en Moabit, sede del Tribunal Penal, todo el mundo estaba al corriente.
—No veo por qué motivo Boheim iba a querer matar a su amante —dije.
—Yo tampoco, de momento. Pero ya sabe usted que a mí los móviles me importan más bien poco. Lo cierto es que durante el interrogatorio mintió como un bellaco.
—Admito que eso lo convierte en sospechoso, aunque en última instancia no prueba nada. Además, es probable que su primera declaración sea declarada nula en el juicio oral.
—¿Cómo dice?
—En el momento de la declaración, los policías ya habían analizado las llamadas. Sabían que Boheim había hablado un momento con la víctima por teléfono. Sabían que su coche había estado cerca del hotel por la estación base a la que en ese momento estaba conectado su teléfono. Sabían que había reservado la habitación en que se cometió el crimen —dije—. Los policías, por tanto, tenían que haberlo interrogado como inculpado. Pero le tomaron declaración sólo como testigo y lo informaron sólo como testigo.
Schmied hojeó el interrogatorio.
—Tiene usted razón —admitió al final, apartando el sumario.
Aquellos jueguecitos de la policía lo sacaban de quicio, en realidad nunca llevaban a ninguna parte.
—Por lo demás, en el arma del crimen, la lámpara con que golpearon a la estudiante hasta causarle la muerte, no se hallaron huellas dactilares —dije.
La policía científica sólo había encontrado el ADN de la chica.
—Es verdad —dijo Schmied—. Pero el esperma hallado en el pelo de la muchacha es de su cliente.
—Oh, vamos, señor Schmied, eso es un disparate. ¿Eyacula sobre la chica y luego se pone los guantes para matarla? Boheim no es tan idiota.
Schmied enarcó las cejas.
—Y el resto de las huellas que se hallaron en los vasos de agua, en las manijas de puertas y ventanas, etcétera, se explican simplemente por su presencia en el hotel —añadí.
Estuvimos discutiendo casi una hora. Al final, el fiscal superior Schmied dijo:
—A condición de que su cliente, en la comparecencia, explique con todo detalle cuál es la relación que mantenía con la víctima, estaré de acuerdo en que mañana se revoque la orden de prisión.
Se levantó y me tendió la mano para despedirse. Cuando me hallaba en el quicio de la puerta, añadió:
—Pero Boheim deberá entregar su pasaporte, depositar una fianza elevada y presentarse en comisaría dos veces por semana. ¿De acuerdo?
Vaya si estaba de acuerdo.
Cuando salí del despacho, Schmied se quedó satisfecho: parecía que la cosa se iba apaciguando. A decir verdad, él nunca había creído que Boheim fuera culpable. Percy Boheim no parecía un maníaco violento capaz de golpear repetidamente a una estudiante en la cabeza. Aunque, pensaba Schmied, ¿quién conoce al ser humano? De ahí que los móviles de un crimen rara vez fueran decisivos para él.
Cuando, al cabo de dos horas, se disponía a cerrar con llave la puerta de su despacho y marcharse a casa, sonó el teléfono. Schmied soltó una maldición, dio media vuelta, levantó el auricular y se dejó caer en el sillón. Era el inspector jefe de homicidios encargado del caso. Cuando, seis minutos más tarde, colgó el teléfono, Schmied miró la hora. Sacó su vieja estilográfica de la chaqueta, escribió una breve anotación sobre el asunto de la llamada y, con un clip, la colocó en lo alto del sumario. Apagó la luz y permaneció un rato sentado a oscuras. Sabía que Percy Boheim era el asesino.
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Al día siguiente, Schmied volvió a convocarme en su despacho. Casi parecía triste cuando me alcanzó las fotografías deslizándolas sobre el escritorio. En las instantáneas se distinguía claramente a Boheim detrás del parabrisas de su coche.
—En la salida del garaje del hotel hay instalada una cámara de vídeo de alta resolución —dijo—. Su cliente fue filmado cuando abandonaba el parking. He recibido las imágenes esta mañana, los de homicidios me llamaron ayer a última hora, después de nuestra charla. Me resultó imposible localizarlo.
Lo miré con aire de interrogación.
—Las imágenes muestran al señor Boheim saliendo del garaje del hotel. Fíjese en la hora de la primera foto, por favor, aparece siempre sobreimpresionada en las grabaciones, abajo a la izquierda. Marca las 15.26:55. Hemos comprobado la hora de la cámara y está bien —dijo Schmied—. La mujer de la limpieza encontró a la víctima a las 15.26. También esa hora es correcta. Se ha confirmado con la primera llamada a la policía, que se realizó a las 15.29. Lo siento, pero el autor del crimen no puede ser otro.
No tuve más remedio que retirar el recurso de revisión de las medidas cautelares. Boheim permanecería en prisión provisional hasta que empezara el juicio.
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En los meses siguientes preparamos el juicio. Todos los abogados del bufete se habían movilizado, se repasaban una y otra vez todos los detalles del sumario, el teléfono móvil, el análisis de ADN, la cámara del parking. La brigada de homicidios había hecho un buen trabajo, apenas podían encontrarse defectos procesales. La Boheim-Werke contrató una agencia de detectives, pero tampoco ellos averiguaron nada nuevo. Pese a que todas las pruebas apuntaban lo contrario, Boheim se mantuvo fiel a su versión de los hechos. Y aun a pesar de las pésimas perspectivas, no perdió la calma ni el buen humor.
A la hora de realizar su labor, la policía parte del supuesto de que no existe la casualidad. El noventa y cinco por ciento de las pesquisas consiste en trabajo de oficina, análisis de las pruebas materiales e interrogatorios a los testigos. En las novelas policíacas, el culpable confiesa en cuanto se le pegan cuatro gritos; en la vida real no resulta tan sencillo. Y si un hombre con un cuchillo ensangrentado en la mano aparece inclinado sobre un cadáver, entonces es el asesino. Ningún policía con dos dedos de frente pensaría que el hombre pasaba casualmente por ahí y extrajo el cuchillo del cadáver para ayudar. Aquella frase de un comisario que afirma que la solución es demasiado simple es un invento de los guionistas. Lo contrario sí es verdad. Lo que es evidente es probable. Y, casi siempre, también correcto.
Los abogados, en cambio, tratan de buscar una brecha en el edificio de pruebas erigido por la acusación pública. Sus aliados son el azar y la casualidad; su misión, impedir que arraigue prematuramente una verdad sólo aparente. Un agente de policía le dijo una vez a un magistrado de la Corte Federal que los defensores no son más que frenos en el coche de la justicia. El juez respondió que un coche sin frenos no sirve para nada. Un proceso penal funciona solamente en el marco de este juego de fuerzas.
Nos pusimos, pues, a buscar la casualidad que debía salvar a nuestro cliente.
Boheim tuvo que pasar la Navidad y el fin de año en prisión. El fiscal superior Schmied, generoso como era, le había concedido permisos especiales para hablar con los directivos de sus compañías, los auditores de cuentas y los abogados civilistas. Los recibía cada dos días y llevaba las empresas desde la celda. Sus compañeros de los consejos de administración y el personal de plantilla hicieron una declaración pública de apoyo a Boheim. También su mujer acudía a visitarlo con regularidad. Boheim solamente renunció a las visitas de su hijo; Benedikt no debía ver a su padre entre rejas.
Seguíamos sin atisbar un rayo de esperanza de cara a la vista oral, que había de empezar a los cuatro días. Salvo algunos recursos procesales, nadie tenía una idea sólida que pudiera garantizar una defensa exitosa. La posibilidad de un acuerdo, que suele ser frecuente en la justicia penal, quedaba descartada de raíz. El asesinato se castiga con cadena perpetua; el homicidio, con penas que van de los cinco a los diez años de prisión. No había nada que nos sirviera para negociar con el juez.
La impresión de las imágenes grabadas por la cámara de vídeo estaba sobre la mesa de la biblioteca del bufete. Boheim había sido captado con una nitidez pasmosa. Era como un folioscopio en seis imágenes. Boheim acciona con la mano izquierda el dispositivo de salida. La barrera se abre. El coche pasa por delante de la cámara.
Y entonces, de repente, todo estaba clarísimo. La solución llevaba cuatro meses en el sumario. Era tan simple que no pude evitar reírme. Nos había pasado a todos por alto.
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El juicio se celebró en la sala 500 de Moabit. La fiscalía había presentado cargos por homicidio. El fiscal superior Schmied representaba personalmente el ministerio público; mientras leía los cargos que se imputaban, se hizo el silencio en la sala. Boheim fue escuchado en calidad de acusado. Se había preparado a conciencia, habló más de una hora sin apuntes ni guiones. Su voz sonaba simpática, la gente lo escuchaba complacida. Habló con máxima concentración de su relación con Stefanie Becker. No se dejó nada en el tintero, no quedó un solo punto por esclarecer. Describió el transcurso del encuentro en el día de los hechos y dijo que había salido del hotel a las 14.30. Acto seguido, respondió a las preguntas del tribunal y de la fiscalía con precisión y todo lujo de detalles. Explicó que pagaba a Stefanie Becker por mantener relaciones sexuales y expuso los motivos. Era absurdo, observó, suponer que había matado a una chica con la que no tenía más vínculo que ése.
Boheim estuvo magnífico. Se notaba cómo entre las partes implicadas en el juicio cundía el malestar. Era una situación extraña. Nadie quería imputarle aquel homicidio, aunque lo cierto es que no podía haber sido nadie más. Los testigos no estaban citados hasta la siguiente sesión.
Al día siguiente, la prensa sensacionalista abrió con el siguiente titular: ¿DE VERDAD FUE EL MILLONARIO QUIEN MATÓ A LA ESTUDIANTE? Era otra forma de resumirlo.
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El segundo día de la vista oral fue llamada a testificar Consuelo, la mujer de la limpieza. El hallazgo del cadáver la había afectado bastante. Sus indicaciones sobre la hora eran fehacientes. Ni el ministerio público ni la defensa plantearon preguntas.
El segundo testigo fue Abbas. Iba de luto. El tribunal le preguntó por su relación con la víctima, en particular por si Stefanie había hablado en alguna ocasión del acusado y qué le había dicho. Abbas no tenía información alguna que ofrecer al respecto.
Luego el presidente del tribunal le preguntó por el encontronazo que tuvo con Stefanie delante del hotel, por sus celos, por el hecho de haberla seguido y espiado. El juez estuvo correcto, hizo todo lo posible por averiguar si el día de los hechos Abbas había estado en el hotel. Abbas respondió negativamente a todas las preguntas que apuntaban en esa dirección. Explicó que era adicto al juego, que tenía deudas, que ya se había curado y que disponía de un permiso temporal de trabajo para saldar las deudas y que trabajaba en una pizzería como friegaplatos. Nadie del tribunal creyó que Abbas mintiera: quien habla espontáneamente de cuestiones tan íntimas no puede decir más que la verdad.
El fiscal superior Schmied también lo intentó todo, pero Abbas mantuvo su versión. A esas alturas llevaba ya casi cuatro horas en el banquillo de los testigos.
Yo no le pregunté nada. El presidente me miró con cara de asombro: al fin y al cabo, Abbas era el único culpable alternativo a Boheim. Pero me había propuesto otra cosa. La regla más importante que debe observar un defensor a la hora de interrogar a un testigo es no hacer preguntas cuya respuesta no conozca. Las sorpresas no son siempre agradables, y con el destino de un cliente no se juega.
Por lo demás, el juicio oral apenas reveló novedades; se siguió punto por punto el contenido del sumario. Sólo la amiga de Stefanie, a la que ésta había confesado la razón por la cual se prostituía, arrojó algunas sombras sobre Boheim, que al fin y al cabo se había aprovechado de la situación de la chica. Una escabina a la que creía de nuestra parte se revolvía inquieta en su asiento.