Kesting cerró su copia del sumario. Hizo un ruido excesivo.
Lambrecht dictó el auto:
—La petición de prisión provisional efectuada por la fiscalía queda desestimada. Ordeno la puesta en libertad inmediata del imputado. —Luego se volvió hacia Kesting y hacia mí—: Eso es todo. Buenas noches.
Mientras la secretaria judicial preparaba el auto de libertad, me acerqué a la puerta. Dalger estaba sentado en el banco destinado a las visitas, esperando.
—Hola, ¿qué hace usted aquí? —le pregunté.
No es habitual que un policía tenga tanto interés en conocer el desenlace de una comparecencia ante el juez.
—¿Lo han soltado?
—Sí, era un caso clarísimo de legítima defensa.
Dalger negó con la cabeza.
—Me lo figuraba —dijo.
Era un buen policía que llevaba veintiséis horas sin pegar ojo. Era evidente que aquella situación lo fastidiaba, tampoco a eso estaba acostumbrado.
—¿Qué ocurre?
—Bueno, usted no se ha enterado de lo otro.
—¿De qué? —pregunté.
—La misma mañana en que su cliente fue detenido, encontramos un cadáver en Wilmersdorf. Una puñalada en el corazón. Ni huellas dactilares, ni restos de ADN, ni fibras, nada. Todas las personas del entorno de la víctima tienen una coartada, y las setenta y dos horas van pasando.
La regla de las setenta y dos horas dice que las probabilidades de esclarecer un asesinato o un homicidio caen en picado transcurridas setenta y dos horas desde los hechos.
—¿Qué está usted diciéndome?
—Que ha sido un profesional.
—Pero si las puñaladas en el corazón están a la orden del día… —aduje.
—Sí y no. En cualquier caso, rara vez son tan precisas. La mayoría tienen que asestar varias puñaladas, o el cuchillo se queda clavado en las costillas. Normalmente fallan.
—¿Y?
—Tengo una corazonada… Su cliente…
Evidentemente, era más que una mera corazonada: en Alemania se registran todos los años cerca de 2.400 casos de homicidio, de los cuales cerca de 140 tienen lugar en Berlín. Son más de los que se producen en las ciudades de Frankfurt, Hamburgo y Colonia juntos; pero con un porcentaje de resolución del 95 por ciento, eso arroja exactamente siete casos en que no se logra dar con el culpable. Y allí acababan de poner en libertad a un hombre que encajaba a la perfección con la teoría de Dalger.
—Señor Dalger, su corazonada… —comencé, pero no me dejó terminar.
—Sí, sí, lo sé —dijo, y dio media vuelta.
Mientras se marchaba, le grité que me llamara si había novedades. Dalger masculló algo incomprensible, algo así como «sin ningún motivo… abogados… siempre igual…», y se fue a casa.
~ ~ ~
El hombre fue puesto en libertad en la misma sala de audiencias, le devolvieron el dinero y el resto de los efectos personales, y yo firmé en su nombre. Fuimos a buscar mi coche. Lo llevé a la estación, al mismo lugar donde treinta y cinco horas antes había matado a dos hombres. Bajó del coche sin decir una palabra y desapareció entre la multitud. Nunca he vuelto a verlo.
Una semana después tuve una comida con el jefe del bufete mercantil.
—Oye, ¿y quién es ese
key client
vuestro que quería que alguien se ocupara del desconocido? —le pregunté.
—No estoy autorizado a decírtelo, lo conocerías. Ni yo mismo sé quién es el desconocido. Pero tengo algo para ti —dijo, y sacó una bolsa.
Era la camisa que le había prestado al hombre. Limpia y planchada.
De camino al aparcamiento, la tiré a la basura.
Habían vuelto a traer una oveja. Los cuatro hombres, con sus botas de goma, estaban de pie alrededor del animal y lo miraban fijamente. Lo habían transportado en la trasera de una camioneta pickup hasta el patio de la casa solariega, y allí yacía ahora, bajo la llovizna, sobre una hoja de plástico azul. La oveja había sido degollada, y en el pelaje, manchado de barro, presentaba numerosas heridas de arma blanca. La sangre encostrada volvía a disolverse poco a poco en la lluvia, corría sobre el plástico formando unos hilos rojos e iba filtrándose entre los adoquines.
La muerte no era nada extraño para ninguno de los hombres; eran granjeros y todos habían sacrificado alguna res. Pero aquel cadáver les daba miedo: era una oveja Bleu-du-Maine, una raza muy prolífica, de cabeza azulada y ojos prominentes. Le habían arrancado los globos oculares, y en el borde de las cuencas de los ojos se apreciaban los restos filamentosos de los nervios ópticos y las fibras musculares.
El conde de Nordeck saludó a los hombres con un movimiento de cabeza, nadie estaba de humor para hablar. Echó una breve ojeada al animal y sacudió la cabeza en gesto de resignación. Sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta, contó cuatrocientos euros y entregó el dinero a uno de los hombres. Era más del doble de lo que valía la oveja. Uno de los granjeros dijo:
—Esto no puede continuar así. —Y expresó con ello lo que todos pensaban.
Cuando los hombres se marcharon del patio con la camioneta, Nordeck se subió el cuello del abrigo. «Los granjeros tienen razón —pensó—, debo hablar con él.»
~ ~ ~
Angelika Petersson era una mujer gruesa, satisfecha. Hacía veintidós años que era policía en Nordeck; en el distrito de su jurisdicción jamás se había producido delito de sangre alguno, y tampoco hasta entonces se había visto obligada a sacar el arma estando de servicio. Ese día ya había terminado su jornada laboral, el informe sobre el conductor ebrio estaba concluido. Se balanceaba en su silla, feliz, pese a la lluvia, de que llegara el fin de semana. Por fin tendría ocasión de pegar en el álbum las fotos de las últimas vacaciones.
Cuando sonó el timbre, Petersson dio un bostezo. Apretó el pulsador. Como nadie apareció por la puerta, se levantó entre suspiros y maldiciones y salió a la calle, dispuesta a tirar de las orejas a esos chiquillos del pueblo, que seguían encontrando divertido ese estúpido juego de llamar a los timbres.
Casi no reconoció a Philipp von Nordeck. Estaba en la acera, delante del puesto de policía. Llovía a cántaros. El pelo mojado le caía en mechones gruesos por la frente, la chaqueta estaba empapada de sangre y barro. Empuñaba el cuchillo de cocina con tanta fuerza que los nudillos destacaban blancos sobre el resto de la mano. El agua resbalaba por la hoja.
Philipp tenía diecinueve años, Petersson lo conocía desde que era un niño. Se acercó a él lentamente, hablándole a media voz y en tono apacible, igual que en su día se había dirigido a los caballos de la granja de su padre. Le quitó el cuchillo de la mano y le acarició la cabeza; él se dejó. Luego le pasó el brazo por los hombros y, subiendo los dos escalones, lo condujo al interior de la casita. Lo acompañó al baño.
—Primero lávate, tienes un aspecto horrible —le dijo.
No era inspectora de la brigada criminal, y sencillamente sentía lástima por Philipp.
Éste dejó correr un buen rato el agua caliente sobre sus manos, hasta que se le pusieron rojas y el espejo se empañó. Entonces se inclinó y se lavó la cara; la sangre y la suciedad corrieron por el lavamanos y obstruyeron el desagüe. Philipp miró fijamente la pila y susurró:
—Dieciocho.
Petersson no le entendió. Lo llevó al pequeño despacho, junto a la mesa. Olía a té y cera para suelos.
—Ahora, por favor, cuéntame qué ha pasado —pidió, y lo sentó en la silla de las visitas.
Philipp apoyó la frente en el canto de la mesa, cerró los ojos y guardó silencio.
—¿Sabes qué? Llamaremos a tu padre.
Nordeck acudió enseguida, pero lo único que dijo Philipp fue:
—Dieciocho. Era una dieciocho.
Petersson explicó al padre que debía informar a la fiscalía, que no sabía si había ocurrido algo malo y Philipp no decía nada sensato. Nordeck asintió con la cabeza.
—Por supuesto —dijo, y pensó: «Ya ha llegado el día.»
~ ~ ~
La fiscalía envió dos agentes de la policía judicial de la capital del distrito. Cuando llegaron, Petersson y Nordeck estaban en la oficina tomando té. Philipp se había sentado frente a la ventana y miraba hacia fuera, abstraído por completo.
Los policías le comunicaron oficialmente que estaba detenido de forma preventiva y lo dejaron bajo custodia de Petersson. Querían ir con Nordeck a la casa solariega para registrar la habitación de Philipp. Nordeck les mostró las dos estancias del primer piso que ocupaba su hijo. Mientras uno de los policías miraba alrededor y las inspeccionaba, Nordeck estaba con el otro en el vestíbulo. En las paredes colgaban cientos de cuernas de animales autóctonos y trofeos de África. Hacía frío.
El policía estaba delante de la enorme cabeza disecada de un búfalo negro de África oriental. Nordeck trató de aclarar el asunto de las ovejas.
—Le cuento —dijo, buscando las palabras apropiadas—. En los últimos cuatro meses, Philipp ha matado algunas ovejas. Bueno, las ha degollado. Los granjeros lo pillaron una vez y me lo contaron.
—Oh, vaya, así que las ha degollado —dijo el policía—. Estos búfalos pesan más de mil kilos, ¿verdad?
—Sí, son bastante peligrosos. Un león no tiene nada que hacer frente a un ejemplar adulto.
—A ver, el chico ha matado unas ovejas, ¿es eso? —El policía apenas podía separarse del búfalo.
Nordeck lo consideró una buena señal.
—Por supuesto, he pagado las ovejas; y queríamos hacer algo con Philipp, pero de alguna manera todos confiábamos en que las cosas volvieran a la normalidad… Es probable que nos equivocáramos. —«Lo de las puñaladas y los ojos mejor me lo ahorro», pensó.
—¿Por qué hace algo así?
—No lo sé. No tengo ni idea.
—Suena raro, ¿verdad?
—Sí, suena raro. Tenemos que hacer algo con él —repitió Nordeck.
—Eso parece. ¿Usted sabe qué ha pasado hoy?
—¿A qué se refiere?
—Bueno, ¿ha sido otra vez una oveja? —El policía no conseguía apartarse del búfalo; le tocó los cuernos.
—Sí, uno de los granjeros me ha llamado al móvil. Ha encontrado otra.
Ausente, el policía asintió con la cabeza. Le fastidiaba tener que pasar la noche de un viernes con un asesino de ovejas, pero el búfalo no estaba nada mal. Preguntó a Nordeck si el lunes por la mañana podía personarse en la jefatura de policía de la capital del distrito, para tomarle una breve declaración. No tenía ganas de más papeleos, quería irse a su casa.
—Por supuesto —respondió Nordeck.
El segundo policía bajó las escaleras. En la mano llevaba una caja de puros vieja con una etiqueta amarillo oscuro: VILLIGER KIEL.
—Tenemos que incautarnos de esta caja —dijo.
Nordeck advirtió que la voz del policía cobraba de pronto un tono oficial. También los guantes de látex que llevaba puestos daban de alguna manera una impresión de oficialidad.
—Si usted lo dice… —dijo Nordeck—. ¿Qué hay dentro? Philipp no fuma.
—He encontrado la caja debajo de una baldosa suelta del baño —explicó el policía.
Nordeck se irritó con sólo pensar que en la casa hubiera alguna baldosa suelta. El policía abrió la caja con cuidado. Su compañero y Nordeck se inclinaron hacia delante e inmediatamente retrocedieron un paso.
La caja estaba forrada de plástico y dividida en dos compartimentos; en cada uno de ellos había un ojo algo deforme, y todavía húmedo, que los miraba. En el lado interior de la tapa había pegada una foto de una chica. Nordeck la reconoció enseguida: era Sabine, la hija de Gerike, el maestro de primaria. El día anterior había celebrado su decimosexto cumpleaños. Philipp había ido a la fiesta, y anteriormente había hablado de ella a menudo. Nordeck había supuesto que su hijo se había enamorado de Sabine. Pero en ese instante palideció: la chica de la foto no tenía ojos, se los habían recortado.
Nordeck buscó el número de teléfono del maestro en su agenda, le temblaba el pulso. Sostenía el auricular de tal modo que los policías también pudieran oír. Gerike se sorprendió de la llamada. Le dijo que no, que Sabine no estaba en casa. Que justo después de la fiesta se había ido a visitar a una amiga a Múnich. No, no había dicho nada todavía, pero eso no era raro.
Gerike trató de tranquilizar a Nordeck:
—Seguro que no pasa nada, Philipp la acompañó a coger el tren nocturno.
~ ~ ~
La policía hizo preguntas a dos empleados de la estación, revolvió la casa de Nordeck e interrogó a todas las personas que habían asistido a la fiesta de cumpleaños. No había ningún indicio del paradero de Sabine.
El médico forense analizó los ojos hallados en la caja de puros; eran ojos de oveja. También la sangre de la ropa de Philipp era de origen animal.
Unas horas después de la detención de Philipp, un granjero encontró otra oveja detrás de su casa de labranza. Se la echó a los hombros y, bajo la lluvia, la llevó por la calle del pueblo hasta el puesto de policía. El pelaje del animal estaba empapado, pesaba mucho; la sangre y el agua resbalaban por la chaqueta impermeable del granjero. La dejó caer en los escalones del puesto de policía; la lana mojada golpeó contra la puerta y dejó una mancha oscura en la madera.
A medio camino entre la casa solariega y el pueblo, compuesto por unas doscientas casitas bajas, arrancaba una senda que llevaba a la casa frisia con techado de caña construida sobre el dique, una casa abandonada a la que todos se referían como la «choza del malecón». De día era el punto de encuentro de los niños, que iban a jugar; por la noche, las parejas se daban cita bajo la pérgola. Desde allí podía verse el mar y oírse los chillidos de las gaviotas.
Los policías encontraron el móvil de Sabine entre la avena húmeda, y, no muy lejos de allí, una diadema. Sabine la llevaba puesta la tarde de su cumpleaños, dijo su padre. Acordonaron la zona y un centenar de policías peinaron las marismas con perros adiestrados en la búsqueda de cadáveres. Se reclamó la presencia de agentes de la policía científica, que, con sus monos blancos de Tyvek, buscaron nuevas pruebas. Pero no encontraron nada más.
El ejército de policías hizo que también la prensa acudiera a Nordeck, y cualquiera que se dejara ver por la calle era entrevistado. Nadie salía apenas de casa, la gente echaba las cortinas y la taberna del pueblo quedó desierta. Sólo los periodistas con sus bandoleras de colores llenaban el bar. Tenían los portátiles abiertos, maldecían la lentitud de la conexión a internet y se contaban unos a otros noticias que no existían.