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Kalle no dijo nada. Había aprendido a callar y no tenía miedo de la cárcel. Ya había estado allí en más de una ocasión, hurtos y robos con fuerza. Había oído mi nombre allí dentro y me pidió que asumiera su defensa. Quería saber qué había pasado con Irina, su propio caso le traía sin cuidado. Dijo que no tenía dinero, pero que debía ocuparme de su novia.
Si Kalle hubiera declarado, se habría salvado, pero fue difícil convencerlo. No hacía más que preguntar todo el tiempo si eso no podía perjudicar a Irina. Me agarraba fuerte del brazo, temblaba, decía que no quería cometer ningún error. Lo tranquilicé y le prometí que encontraría un abogado para Irina. Al final accedió.
Llevó a la policía hasta el hoyo del parque municipal y estuvo presente cuando exhumaron al gordo y clasificaron las partes del cuerpo. También mostró a los agentes el lugar donde había enterrado a su perro. Fue un malentendido; desenterraron también el esqueleto del perro y se quedaron mirándolo con aire de interrogación.
Los forenses certificaron que todas las heridas se habían producido con posterioridad a la muerte. Analizaron el corazón del gordo: había muerto de un infarto, no había duda. Las sospechas de homicidio quedaron en nada.
Finalmente, los cargos se redujeron al hecho de haberlo descuartizado. La fiscalía pensó en acusarlo de un delito de profanación de cadáver. La ley prohíbe hacer ultraje de un cadáver. Cortar un cadáver con una sierra y enterrarlo es un ultraje grave, dijo el fiscal.
Llevaba razón. Pero no se trataba de eso. Lo único que importaba era la intención del imputado. El objetivo de Kalle era salvar a Irina, no profanar el cadáver.
—Ultraje por amor —dije.
Presenté una resolución de la Corte Federal de Justicia que daba la razón a Kalle. El fiscal enarcó las cejas, pero retiró los cargos.
Las órdenes de prisión fueron revocadas y ambos excarcelados. Con la ayuda de una abogada, Irina presentó una petición de asilo y pudo quedarse temporalmente en Berlín. No se incoó ningún expediente de expulsión.
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Estaban sentados en la cama, el uno al lado del otro. Una bisagra de una de las puertas del armario se había salido durante el registro policial, y la puerta colgaba torcida. Por lo demás, nada había cambiado. Irina le cogía la mano a Kalle, miraban por la ventana.
—Ahora tendremos que hacer otra cosa —dijo Kalle.
Irina asintió y pensó en la enorme suerte que tenían.
Consuelo pensaba en el cumpleaños de su nieto, ese día tenía que comprarle sin falta la consola de videojuegos. Tenía turno desde las siete. El trabajo como camarera de hotel resultaba agotador, pero era un empleo estable, mejor que la mayoría de los trabajillos que había tenido hasta la fecha. El hotel pagaba algo más de las tarifas al uso, era el mejor de la ciudad.
Sólo le faltaba por limpiar la habitación 239. Consignó la hora en la hoja de servicio. Le pagaban por habitación hecha, pero la dirección del hotel exigía que se cumplimentara esa hoja. Y Consuelo hacía todo cuanto quería la dirección. No podía permitirse perder el trabajo. Escribió en el papel: «15.26 h.»
Consuelo tocó el timbre. Como nadie respondió, llamó a la puerta con los nudillos y volvió a esperar. Luego desbloqueó la cerradura electrónica y abrió la puerta un palmo. Tal como se lo habían enseñado, anunció en voz alta:
—Servicio de limpieza.
Como no obtuvo respuesta, entró en la habitación.
Era una suite de treinta y cinco metros cuadrados decorada en cálidos tonos ocres. Las paredes estaban revestidas de una tela beige y en el suelo de parquet había una alfombra de color claro. La cama estaba revuelta, en la mesilla de noche había una botella de agua abierta. Entre las dos
chaises-longues
de color naranja yacía una joven desnuda, Consuelo le vio los pechos antes que la cara, tenía la cabeza tapada. En el borde de la alfombra clara, la sangre había impregnado los flecos de lana y dibujado en rojo una suerte de festón. Consuelo contuvo el aliento, el corazón le iba a mil, avanzó dos pasos con cautela. Debía ver la cara de la mujer. Y fue entonces cuando soltó un grito. Tenía delante una masa pastosa y sanguinolenta de huesos, cabello y ojos, parte de la masa encefálica blanquecina había salido de la cabeza reventada y salpicado el parquet oscuro, y la pesada lámpara a la que Consuelo quitaba el polvo todos los días emergía del rostro embadurnada de sangre.
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Abbas se había quitado un peso de encima. Acababa de confesar todo. Estaban sentados en el pequeño piso de Stefanie, que lloraba.
Abbas había crecido en Chatila, un campo de refugiados palestinos en Beirut. Sus zonas de recreo estaban situadas entre chabolas con puertas de chapa ondulada, edificios de cinco plantas llenos de agujeros de bala y coches viejísimos de fabricación europea. Los niños iban en chándal y llevaban camisetas con inscripciones occidentales; pese al calor, las niñas de cinco años se cubrían la cabeza con un pañuelo, y había pan caliente envuelto en un papel muy fino. Abbas había nacido cuatro años después de la gran matanza. Por aquel entonces, la milicia cristiana libanesa había mutilado y asesinado a cientos de personas, violado a mujeres y disparado incluso a niños. Más tarde, nadie fue capaz de contar el número de víctimas; el miedo se quedó para siempre. A veces, Abbas se tumbaba en el suelo de barro de su calle. Intentaba contar la intrincada maraña de cables eléctricos y telefónicos que había tendidos entre las casas y que cortaban el cielo en pedazos.
Sus padres habían pagado mucho dinero a los «pasadores», querían que su hijo tuviera un futuro en Alemania. Entonces contaba diecisiete años. Naturalmente, no le concedieron asilo político y las autoridades le denegaron el permiso de trabajo. Vivía de los subsidios estatales, todo lo demás le estaba prohibido. Abbas no podía ir al cine ni al McDonald’s; no tenía PlayStation ni teléfono móvil. El idioma lo aprendió en la calle. Era apuesto pero no tenía novia, no hubiera podido invitarla siquiera a un helado. Abbas sólo se tenía a sí mismo. Se pasaba el día sentado sin hacer nada; estuvo doce meses tirando piedras a las palomas, viendo la tele en la residencia de refugiados y matando el rato frente a los escaparates lujosos del Kurfürstendamm. Se aburría soberanamente.
Un buen día empezó con los pequeños robos. Lo pillaron y, tras la tercera amonestación del juez de menores, cumplió su primera condena de privación de libertad. Fue una época estupenda. En la cárcel hizo muchas amistades, y cuando lo soltaron había comprendido ya un par de cosas. Le habían dicho que a la gente como él —y muchos allí eran como él— sólo le quedaba el tráfico de drogas.
Fue muy sencillo. Entró a trabajar para un importante
dealer
que ya no hacía la calle. El dominio de Abbas era una estación del ferrocarril metropolitano, lo compartía con otros dos. Al principio él era sólo el «búnker», una caja fuerte humana para los estupefacientes. Guardaba las papelinas con las dosis en la boca. Otro se encargaba de negociar la venta, y un tercero cogía el dinero. Lo llamaban trabajo.
Los yonquis pedían «polvo marrón» o «polvo blanco» y pagaban con billetes de diez o veinte euros que habían robado, mendigado o ganado con la prostitución. El trato se cerraba deprisa. A veces las mujeres ofrecían su cuerpo a los camellos. Si alguna se conservaba bien, Abbas se iba con ella. Al principio le interesaba porque las chicas hacían todo cuanto les pedía. Pero llegó un momento en que empezó a molestarle la avidez que había en sus ojos: no lo querían a él, sino la droga que guardaba en la chaqueta.
Cuando llegaba la policía, tenía que salir por piernas. Enseguida empezó a reconocerlos, incluso de paisano llevaban uniforme: zapatillas de deporte, riñonera y chaqueta hasta las caderas. Daba la impresión de que fueran todos al mismo peluquero. Y mientras Abbas corría, tragaba. Si conseguía embucharse las bolsitas de celofán antes de que lo alcanzaran, era difícil que aportaran alguna prueba. En ocasiones le administraban vomitivos. Entonces se sentaban a su lado y esperaban a que vomitara las bolsitas dentro de un colador. De tarde en tarde moría alguno de sus nuevos amigos, los jugos gástricos deshacían el celofán demasiado deprisa.
Era un negocio peligroso, rápido y lucrativo. Abbas tenía entonces dinero y mandaba con regularidad sumas importantes a su familia. Había dejado de aburrirse. La chica a la que quería se llamaba Stefanie. Había estado observándola largo rato mientras bailaban en una discoteca. Y cuando ella se volvió, él, el gran camello, el rey de la calle, se ruborizó.
Evidentemente, ella no sabía nada de sus trapicheos. Por la mañana Abbas le dejaba cartas de amor en la puerta de la nevera. Les decía a sus amigos que, cuando Stefanie bebía, podía ver cómo el agua le bajaba por la garganta. Ella se convirtió en su patria, no tenía nada más. Echaba de menos a su madre, a sus hermanos y el cielo estrellado sobre Beirut. Pensaba en su padre, en cómo lo había abofeteado por haber robado una manzana en un puesto de fruta. Tenía por entonces siete años.
—En nuestra familia no somos delincuentes —había dicho el padre.
Había regresado donde el frutero y pagado la manzana. A Abbas le hubiera gustado ser mecánico de coches. O pintor. O carpintero. O cualquier otra cosa. Pero se había convertido en camello. Y ahora ya ni siquiera era eso.
Hacía un año había estado por vez primera en un salón recreativo. Al principio sólo iba acompañado de sus amigos; fanfarroneaban, se las daban de James Bond y tonteaban con las camareras guapas. Pero un día empezó a ir solo, a pesar de que todos se lo habían advertido. Las máquinas tragaperras ejercían un poder de atracción sobre él. Llegado a cierto punto comenzó a hablar con ellas, cada una tenía su carácter; como los dioses, decidían su destino. Sabía que era adicto al juego. Llevaba cuatro meses perdiendo todos los días. Incluso mientras dormía oía la musiquilla de las tragaperras que anunciaba el premio. No podía evitarlo, tenía que jugar.
Sus amigos dejaron de llamarlo para traficar con drogas, para ellos no era más que un adicto, exactamente igual que sus clientes, los yonquis. Acabaría robándoles dinero, sabían qué futuro le esperaba y Abbas sabía que tenían razón. Pero eso no era ni de lejos lo peor.
Lo peor era Danninger. Abbas le había pedido prestado dinero, 5.000 euros, y tenía que devolverle 7.000. Danninger era un hombre amable, le había dicho que todo el mundo puede tener algún problema. Abbas no sintió miedo en ningún momento, estaba seguro de que iba a recuperar el dinero, era imposible que las máquinas lo hicieran perder siempre. Se equivocaba. El día que vencía el préstamo, Danninger fue a verlo y le tendió la mano. Luego sucedió todo muy deprisa. Danninger sacó unas tenazas del bolsillo, Abbas miró el mango, recubierto de un plástico amarillo y brillante a la luz del sol. Instantes después, el dedo meñique de la mano derecha de Abbas estaba sobre el bordillo. Mientras él gritaba de dolor, Danninger le alcanzó un pañuelo y le indicó el camino más corto al hospital. Danninger seguía siendo amable, aunque añadió que la deuda se había incrementado. Si Abbas no le pagaba 10.000 euros a lo largo de los tres meses siguientes, se vería obligado a cortarle primero el pulgar, luego la mano, y así sucesivamente hasta llegar a la cabeza. Le dijo que lo sentía, que le caía bien y le parecía un buen tipo, pero que había unas reglas y nadie podía cambiarlas. Abbas no dudó un solo instante de que Danninger hablara en serio.
Stefanie lloró más por el dedo que por el dinero perdido. No sabían qué hacer. Pero ahora al menos eran dos. Ya encontrarían una solución. Los dos últimos años habían encontrado una solución para todo. Stefanie dijo que Abbas debía empezar una terapia cuanto antes. Pero eso no resolvía el problema económico. Stefanie quería volver a trabajar de camarera. Con las propinas, eran 1.800 euros al mes. A Abbas no le convencía la idea de que ella trabajara en una cervecería, estaba celoso de los clientes. Pero no había alternativa posible. Él no podía meterse de nuevo a traficar con drogas, le darían una paliza y lo mandarían a tomar viento.
Al cabo de un mes se hizo evidente que de aquella manera no iban a reunir el dinero. Stefanie estaba desesperada. Tenía que encontrar una solución, temía por Abbas. No sabía nada de Danninger, pero llevaba dos semanas cambiándole a Abbas el vendaje de la mano.
Stefanie quería a Abbas. Era distinto al resto de los chicos que había conocido hasta entonces, más serio y reservado. Abbas le hacía bien, pese a los comentarios desagradables de sus amigas. Ahora era el momento de hacer algo por él, de salvarlo. Pensó que aquella idea era incluso un poco romántica.
Stefanie no tenía nada que pudiera vender, pero sabía que era muy guapa. Y, como todas sus amigas, había leído más de una vez los anuncios de contactos en el periódico de la ciudad y se había reído de ellos. Ahora iba a contestar a uno de esos anuncios, por Abbas, por su amor.
Durante el primer encuentro con el hombre en el hotel de lujo estaba tan nerviosa que temblaba. Se mostró arisca, pero el hombre era amable y en modo alguno como se lo había imaginado. Tenía incluso buen aspecto e iba atildado. Cierto que le dio asco cómo la tocaba y cómo hubo de satisfacerlo, pero, sin saber exactamente cómo, se desenvolvió bien. No era distinto al resto de hombres que había conocido antes de Abbas, sólo mayor. Al acabar, se pasó treinta minutos en la ducha y estuvo cepillándose los dientes hasta que le sangraron las encías. Ahora había quinientos euros en el escondrijo de la lata de café.
Estaba en su casa, echada en el sofá, y se había aovillado en el albornoz. Debía hacerlo solamente un par de veces más y habría reunido el dinero. Pensó en el hombre del hotel, que vivía en otro mundo. El hombre quería verla una o dos veces por semana y pagarle cada vez quinientos euros. Aguantaría. Estaba segura de que no le haría daño. Pero Abbas no podía enterarse. Iba a darle una sorpresa y entregarle el dinero. Le contaría que se lo había dado su tía.
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Percy Boheim estaba cansado. Miró por la ventana del hotel. Había llegado el otoño, el viento arrancaba las hojas de los árboles, atrás quedaban los días radiantes, y en breve Berlín volvería a sumirse en la grisura invernal durante unos buenos cinco meses. La estudiante se había marchado, era una chica simpática, algo tímida tal vez, pero todas lo eran al principio. Era una cosa clara, sin medias tintas: un trato. Pagaba y a cambio recibía el sexo que necesitaba. Nada de amor, nada de llamaditas nocturnas ni demás bobadas. Si ella se acercaba demasiado, él pondría fin al asunto.