El cuarto día de la vista oral, como duodécimo testigo, fue llamado el policía al que nosotros esperábamos. No llevaba mucho en la brigada de homicidios. Su tarea había sido recuperar el vídeo de la cámara de vigilancia del parking. El presidente pidió que le explicara cómo había conseguido que los servicios de seguridad del hotel le entregaran la cinta. Sí, claro. Dijo que había cotejado in situ la hora que aparecía sobreimpresionada en los monitores del despacho de seguridad del hotel. Que había apreciado una diferencia de sólo un minuto respecto de la hora real. Que había redactado una nota sobre esta circunstancia.
Cuando llegó el turno de preguntas de la defensa, lo primero que pedí fue que me confirmara que el día que había obtenido el vídeo era en efecto el 29 de octubre. Dijo que sí, que era correcto, que era un lunes sobre las 17.00 horas.
—Y, dígame, ¿le preguntó al guardia del hotel si el 28 de octubre había cambiado la hora al horario de invierno? —inquirí.
—¿Qué? No. Si la hora estaba bien. Ya le he dicho que lo comprobé…
—El vídeo es del 26 de octubre. Ese día regía todavía el horario de verano. No fue hasta dos días más tarde, el 28 de octubre, cuando se hizo el cambio al horario de invierno.
—No entiendo… —dijo el policía.
—Es muy sencillo. Podría ser que el reloj de la cámara de vigilancia marcara siempre la hora de invierno. Si ese reloj marcara las 15.00 horas en verano, serían en realidad las 14.00; mientras que si marcara las 15.00 en invierno, sería la hora correcta.
—Cierto.
—El día de los hechos, el 26 de octubre, estaba vigente el horario de verano. El reloj marcaba las 15.26. Si no hubieran cambiado la hora, serían las 14.26. ¿Lo entiende?
—Sí —dijo el policía—. Pero eso sólo en teoría.
—De esa teoría se trata, precisamente. La pregunta, pues, es si el reloj había sido debidamente ajustado. Porque, en caso contrario, el acusado habría salido de la habitación una hora antes de que la mujer de la limpieza encontrara el cadáver. Durante esa hora, cualquier otra persona podría haber matado a la víctima. Es por eso, oficial, que la pregunta al personal de seguridad del hotel hubiera sido decisiva. ¿Por qué no la hizo?
—No recuerdo si la hice o no. Puede que los de seguridad me lo dijeran…
—Tengo aquí una declaración del jefe de seguridad que tomamos hace unos días. Dice que nunca han tocado el reloj. Que desde que se instaló la cámara ha seguido siempre el mismo horario, el de invierno, por más señas. ¿Recuerda ahora mejor si le hizo la pregunta?
Entregué una copia de la declaración al tribunal y otra a la fiscalía.
—Creo… creo que no la hice —reconoció entonces el policía.
—Señoría, ¿sería tan amable de mostrar al testigo, del legajo de fotografías B, los folios que van del doce al dieciocho? Se trata de las imágenes en las que se ve cómo el imputado sale del garaje.
El presidente rebuscó en el legajo amarillo y extendió ante sí la impresión en papel de las imágenes grabadas por la cámara. El testigo se acercó a la mesa del juez y las examinó.
—¿Lo ve? Ahí lo tiene. 15.26:55. Ésa es la hora —dijo el policía.
—Sí, la hora equivocada. ¿Puedo pedirle que dirija su atención al brazo del acusado en la fotografía número cuatro? Por favor, fíjese bien. Se aprecia perfectamente la mano izquierda, pues en ese momento está accionando el botón. El señor Boheim llevaba ese día un Patek Philippe. ¿Puede usted distinguir las cifras que aparecen en la fotografía?
—Sí, son fácilmente reconocibles.
—Dígame, ¿qué hora lee usted?
—Las 14.26 —respondió el policía.
En el banco ocupado por la prensa, lleno a rebosar, cundió la alarma. El fiscal superior Schmied se acercó entonces a la mesa del juez para ver las fotos originales. Se tomó su tiempo, cogió las fotos una por una y las observó atentamente. Al final asintió con la cabeza. Eran los sesenta minutos que le faltaban para aceptar la posibilidad de un culpable alternativo y absolver con ello a Boheim. Llegados a este punto, el juicio terminaría enseguida, no disponían de más pruebas contra mi cliente. El presidente anunció que el tribunal necesitaba un receso.
A instancias de la fiscalía, media hora más tarde se revocó la orden de prisión que pesaba sobre Boheim; en la siguiente sesión, fue absuelto sin necesidad de más pruebas.
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El fiscal superior Schmied felicitó a Percy Boheim por la absolución. Luego volvió sobre sus pasos, enfiló el largo pasillo que lo llevaba a su despacho, ultimó unas notas sobre el desenlace del proceso y abrió el siguiente sumario que lo aguardaba sobre la mesa. Tres meses más tarde se jubiló.
Abbas fue detenido aquella misma noche. El policía encargado de interrogarlo procedió muy hábilmente. Le dijo que Stefanie sólo se había prostituido para salvarlo a él, y le leyó la declaración de la amiga a la que Stefanie había contado todo. Cuando Abbas comprendió el sacrificio que ella había hecho, se vino abajo. Pero tenía experiencia con la policía y no confesó nada: los hechos siguen a día de hoy sin esclarecer. Abbas no pudo ser imputado, no había pruebas suficientes.
Un mes después del juicio, Melanie Boheim interpuso una demanda de divorcio.
Schmied no comprendió el asunto de la hora hasta pasados unos meses desde su jubilación; y como hacía un apacible día de otoño, negó con la cabeza. No bastaría para que se reabriera el procedimiento, ni explicaría la hora que marcaba el reloj de Boheim. De un puntapié, apartó una castaña del camino y bajó a paso lento por la alameda, mientras pensaba en lo extraña que es la vida.
Lenzberger y Beck merodeaban por el andén. Cabezas rapadas, pantalones y botas militares, andares desgarbados. En la chaqueta de Beck se leía THOR STEINAR; en la camiseta de Lenzberger, PITBULL GERMANY.
Beck era un poco más bajo que Lenzberger. Lo habían condenado en once ocasiones por delitos de agresión. La primera lesión la había infligido con catorce años, cuando salió de ronda con los mayores y los ayudó a dar una paliza a un vietnamita. Luego la cosa fue a peor. A los quince años estuvo por primera vez en un correccional de menores, a los dieciséis se hizo un tatuaje. En la primera falange de los cuatro dedos de la mano derecha había una letra; juntas, formaban la palabra «O-D-I-O»; en el pulgar de la mano izquierda lucía una esvástica.
Lenzberger tenía solamente cuatro condenas en su certificado de antecedentes penales, pero llevaba consigo un nuevo bate de béisbol de metal. En Berlín se venden quince veces más bates que pelotas.
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Beck increpó a una señora mayor, que se asustó. Él rió y dio dos zancadas hacia ella con los brazos en alto. La mujer, que iba al trote corto, aceleró el paso y, agarrando bien el bolso, se esfumó.
Lenzberger golpeó una papelera con el bate de béisbol. El ruido metálico reverberó en toda la estación; no necesitó mucha fuerza para abollar la chapa. El andén estaba casi desierto, faltaban cuarenta y ocho minutos para que saliera el siguiente tren, uno de alta velocidad con destino a Hamburgo. Se sentaron en un banco. Beck, con los pies sobre el asiento; Lenzberger, sobre el respaldo. Aburridos como estaban, tiraron la última botella de cerveza a las vías. Se rompió en mil pedazos, y la etiqueta se despegó lentamente hacia arriba.
Entonces lo avistaron. El hombre estaba sentado dos bancos más allá, tendría unos cuarenta y cinco años, medio calvo, gafas baratas de montura negra, traje gris. Un contable o funcionario, pensaron, un sosaina cuyos mujer e hijos lo esperaban en casa. Beck y Lenzberger intercambiaron una sonrisa burlona; era la víctima ideal, alguien a quien poder amedrentar. Hasta ese momento, la noche no había ido bien, ninguna mujer, muy poco dinero para cosas realmente buenas. La novia de Beck lo había dejado el viernes, estaba harta de tanto griterío y del alcohol. Aquel lunes por la mañana la vida era una mierda… hasta que descubrieron a aquel hombre. Se engolfaron en fantasías de violencia, se dieron el uno al otro unas palmaditas en el hombro y fueron hacia él del brazo.
Beck se dejó caer en el banco, al lado del hombre, y le eructó en el oído. Olía a alcohol y mala digestión.
—¿Qué, viejo, hoy ya hemos follado?
El hombre sacó una manzana del bolsillo de la chaqueta y la limpió con la manga.
—Eh, gilipollas, estoy hablando contigo.
Beck le quitó la manzana de un manotazo y la aplastó; la pulpa de la fruta salpicó las botas militares.
El hombre no miró a Beck. Permaneció impasible, la mirada baja. Beck y Lenzberger lo interpretaron como una provocación. Beck le clavó con fuerza el índice en el pecho.
—Vaya, uno que no quiere responder —dijo, y le dio una bofetada.
Al hombre se le resbalaron las gafas, pero no se las ajustó. Como seguía sin moverse, Beck se sacó un cuchillo de la bota. Era largo, con una hoja de punta afilada por ambos lados y dentada en la base. Lo blandió delante de la cara del hombre, que se limitaba a mirar al frente. Beck lo pinchó un poco en el dorso de la mano, no mucho, un mero rasguño. Miró con expectación al hombre, en cuya mano asomó una gota de sangre. Lenzberger aguardaba impaciente lo que iba a suceder, y, de pura excitación, golpeó el banco con el bate de béisbol. Beck posó un dedo en la gota de sangre y la extendió sobre el dorso de la mano del hombre.
—¿Qué, gilipollas? ¿Va mejor?
El hombre seguía sin reaccionar. Beck se puso hecho una furia. El cuchillo cortó el aire, dos veces de derecha a izquierda, a apenas unos centímetros del pecho del hombre. A la tercera, el cuchillo acertó. Rasgó la camisa y rajó al hombre en la piel, una herida de veinte centímetros de longitud, casi horizontal; un poco de sangre impregnó el tejido y formó una ondulada línea roja.
En el andén opuesto había un médico que esperaba el primer tren de la mañana para acudir a un congreso de urología en Hannover. Más tarde declararía que el hombre apenas se había movido, que todo había ido muy deprisa. La cámara de la estación, que grabó lo ocurrido, no mostró más que algunas imágenes fijas en blanco y negro.
Beck volvió a tomar impulso, Lenzberger lo jaleaba. El hombre cogió a Beck por la mano en la que blandía el cuchillo al tiempo que lo golpeaba en el pliegue del codo derecho. El golpe cambió la dirección del cuchillo sin atajar el impulso. La hoja describió una parábola. El hombre dirigió la punta del cuchillo entre la tercera y la cuarta costilla de Beck, que se hirió a sí mismo en el pecho. Cuando el acero penetraba en la piel, el hombre golpeó con fuerza el puño de Beck. Fue todo un solo movimiento realizado con soltura, casi un paso de baile. La hoja se hundió por completo en el cuerpo de Beck y le partió el corazón. Beck vivió todavía cuarenta segundos. Se mantuvo en pie y se miró de arriba abajo. Tenía aferrada la empuñadura del cuchillo y dio la impresión de que leía el tatuaje que tenía en los dedos. No sintió ningún dolor, las sinapsis de los nervios no enviaban ya ningún impulso. No se dio cuenta de que se estaba muriendo.
El hombre se volvió hacia Lenzberger y lo miró. No había adoptado ninguna actitud especial, estaba ahí sin más. Esperando. Lenzberger no sabía si escapar o enzarzarse en una pelea, y como el hombre seguía teniendo aspecto de contable, tomó la decisión equivocada. Levantó el bate de béisbol. El hombre le asestó un solo golpe, un breve movimiento hacia el cuello de Lenzberger, tan rápido que las imágenes fijas de la cámara de la estación no pudieron registrarlo. Luego volvió a sentarse y ya no prestó más atención a sus agresores.
Fue un golpe preciso en el seno carotídeo, una pequeña dilatación del tracto de salida de la arteria carótida interna. Allí, en ese punto minúsculo, se concentra todo un haz de terminaciones nerviosas que interpretaron la sacudida como un aumento extremo de la presión arterial y mandaron al cerebro de Lenzberger la señal de bajar el ritmo cardíaco. El corazón le latía cada vez más lentamente, la circulación sanguínea se colapsó. Lenzberger se hincó de rodillas, el bate de béisbol cayó al suelo, a su espalda, rebotó un par de veces, rodó por el andén y fue a parar a las vías. El golpe había sido tan fuerte que desgarró la delicada pared del seno carotídeo. La sangre se infiltró y sobreexcitó los nervios, que entonces lanzaron sin interrupción la señal de detener el ritmo cardíaco. Lenzberger cayó de bruces en el andén; un hilo de sangre fue a colarse en las ranuras claras del pavimento y se estancó junto a una colilla. Lenzberger murió, su corazón había dejado simplemente de latir.
Beck se mantuvo en pie dos segundos más. Entonces también él se desplomó, golpeándose la cabeza contra el banco y dejando en él una estría roja. Yacía en el suelo con los ojos abiertos; parecía mirar los zapatos del hombre. Éste se enderezó las gafas, cruzó las piernas, encendió un cigarrillo y esperó a que lo detuvieran.
La primera en llegar al escenario del crimen fue una sargento de policía. La habían mandado junto con un compañero cuando los dos cabezas rapadas habían accedido al andén. Vio los cadáveres, el cuchillo en el pecho de Beck, la camisa rasgada del hombre, y se percató de que estaba fumando. En su cerebro todos los datos cobraron la misma urgencia. Sacó el arma de servicio, apuntó al hombre y le dijo:
—Está prohibido fumar en todo el recinto de la estación.
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—Un
key client
nos ha pedido ayuda. Por favor, ocúpate tú del caso, nosotros asumimos los costes —me dijo el abogado por teléfono.
Dijo que llamaba desde Nueva York, pero lo oía como si estuviera a mi lado. Se trataba de un asunto urgente. Era socio mayoritario de uno de esos bufetes mercantiles que cuentan al menos con una sede en cada país industrializado. Un
key client
es un cliente con el que el bufete gana mucho dinero, un cliente con derechos especiales. Le pregunté de qué se trataba, pero él no sabía nada. Dijo que su secretaria había recibido una llamada de la policía, que sólo le habían dicho que habían detenido a un hombre en la estación. No le habían dado ningún nombre. Que probablemente era un caso de «homicidio o algo así», que no sabía nada más. Se trataba de un
key client
porque aquel número de teléfono sólo lo facilitaban a esa clase de clientes.
Fui a la brigada de homicidios de la Keithstrasse. No importa si las comisarías están ubicadas en modernos rascacielos de acero y cristal o en un cuartel de doscientos años de antigüedad: todas se parecen. El suelo de los pasillos está cubierto de un linóleo de un gris verdoso, huele a productos de limpieza y en las salas de interrogatorios cuelgan pósters de gatos sobredimensionados y postales que los compañeros mandan cuando están de vacaciones. En los monitores y en las puertas de los armarios hay pegadas frases divertidas. Se sirve café tibio de filtro hecho con unas cafeteras de color naranja amarillento y con la placa requemada. Sobre las mesas hay tazas gruesas con inscripciones del tipo I LOVE HERTHA, portalápices de plástico verde claro (marca Helit), y a veces en las paredes cuelgan portafotos de cristal, sin marco, con fotografías de puestas de sol realizadas por algún agente. El mobiliario es funcional y gris claro; los despachos, demasiado estrechos; las sillas, demasiado ergonómicas, y en los alféizares de las ventanas las plantas crecen en arlita.