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En una tienda de artículos de oficina, compró una caja de chinchetas con la cabeza de un amarillo chillón. Compró las más pequeñas, no quería que dolieran demasiado. A tres calles de allí había una zapatería. Feldmayer no tuvo que esperar mucho: un hombre flaco se probó el zapato, gritó de dolor, saltó a la pata coja hasta el banco y, entre blasfemias, se sacó la chincheta amarilla del pulpejo del pie. Sosteniéndola entre el índice y el pulgar, la examinó a contraluz y se la mostró al resto de los clientes.
Con la visión de la chincheta extraída, el cerebro de Feldmayer liberó tantas endorfinas que por poco se desploma allí mismo. Durante horas lo inundó una felicidad pura, toda la ansiedad y la sensación de impotencia desaparecieron de golpe, tenía ganas de abrazar al hombre herido y al mundo entero. Con aquel éxtasis, después de muchos meses, volvía a dormir todas las noches de un tirón y tenía un sueño recurrente: el muchacho se sacaba la espina, se levantaba, reía y le guiñaba un ojo.
Transcurrieron sólo diez días hasta que el
Spinario
volvió a mostrarle el pie herido con aire de reproche. Feldmayer suspiró, aunque sabía qué debía hacer; conservaba la caja de chinchetas en el bolsillo.
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Llevaba ya veintitrés años trabajando en el museo, y sus días allí iban a terminar en cuestión de minutos. Feldmayer se puso en pie y sacudió las piernas; en los últimos tiempos se le dormían cada vez más del rato que pasaba sentado. Faltaban tan sólo dos minutos para que todo acabara. Puso la silla debajo del ventanal del centro, igual que la había encontrado en su primer día de trabajo, la colocó debidamente y la limpió con la manga de la chaqueta. Luego se acercó por última vez a la estatua.
Nunca en veintitrés años había tocado al muchacho de la espina. Ni planeado nada de lo que iba a ocurrir. Se vio a sí mismo agarrando la estatua con las manos; sintió el mármol pulido, frío, cuando lo cogió del pedestal. Pesaba más de lo que esperaba. Lo sostuvo a la altura de los ojos (ahora sí lo tenía cerca) y luego lo levantó y levantó, cada vez más alto, por encima de su cabeza, se puso de puntillas y estiró los dedos de los pies lo máximo que pudo. Permaneció en esta posición durante casi un minuto, hasta que empezó a temblar. Respiró hondo, lo más hondo de que fue capaz, arrojó con todas sus fuerzas la estatua al suelo y gritó. Feldmayer gritó como nunca había gritado en su vida. El grito retumbó en la sala, se propagó de pared en pared; fue tan desgarrado que, nueve salas más allá, en el café del museo, una de las camareras dejó caer una bandeja llena. La escultura impactó en el suelo y, con un estallido sordo, se hizo añicos; una losa de mármol se resquebrajó.
Y entonces sucedió algo extraño. Feldmayer tuvo la sensación de que la sangre de sus venas cambiaba de color, de que mudaba a un rojo pálido. Notaba cómo salía del estómago y se extendía por todo el cuerpo hasta las puntas de los dedos de las manos y los pies, iluminándolo por dentro. La losa resquebrajada, las muescas en las paredes de ladrillo y las motas de polvo se hicieron esculturales, todo se cernía sobre él, daba la impresión de que los fragmentos de mármol estaban suspendidos en el aire. Entonces distinguió la espina. Brillaba con una luz singular, la vio simultáneamente desde todos los ángulos, hasta que se disolvió y la perdió de vista.
Feldmayer se hincó de rodillas. Alzó lentamente la cabeza y miró por la ventana. El castaño se elevaba con ese verde suave que sólo se da en los primeros días de primavera; el sol de la tarde proyectaba sombras móviles en el suelo de la sala. Se habían acabado los dolores. Feldmayer notaba el calor en el rostro, le picaba la nariz; y entonces se echó a reír. Rió y rió, se llevó la mano a la barriga, y ya no pudo parar.
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Los dos policías que lo acompañaron a casa se quedaron asombrados de la austeridad de su piso. Lo sentaron en una de las dos sillas que había en la cocina y se dispusieron a esperar hasta que se tranquilizara y pudiera tal vez explicarles algo.
Uno de los agentes fue a buscar el baño. Abrió por error la puerta del dormitorio, entró en la habitación, que estaba a oscuras, y buscó a tientas el interruptor de la luz. Entonces lo vio: paredes y techo estaban empapelados con miles de fotografías, unas pegadas sobre otras, no quedaba un milímetro por cubrir. Había fotografías hasta en el suelo y en la mesilla de noche. Todas mostraban el mismo motivo, sólo cambiaba la ubicación: hombres, mujeres y niños sentados en escalones, en sillas, en sofás y alféizares, sentados en piscinas, en zapaterías, en praderas y a orillas de lagos. Todos sacándose del pie una chincheta amarilla.
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La dirección del museo presentó una denuncia contra Feldmayer por daños materiales y expresó su intención de solicitar una indemnización por daños y perjuicios. La fiscalía abrió diligencias por cientos de casos de lesiones. El jefe de la unidad competente de la fiscalía resolvió someter a Feldmayer al examen de un perito psiquiatra. Salió un informe curiosísimo. El psiquiatra no acababa de decidirse: por un lado, decía, Feldmayer había sufrido una psicosis; por el otro, no descartaba que se hubiera curado a sí mismo gracias al destrozo de la estatua. Podía ser que Feldmayer fuera peligroso, y que algún día las chinchetas se convirtieran en cuchillos. Pero también podía ser que no.
Finalmente, la fiscalía formuló una querella criminal ante un tribunal de escabinos. Eso significaba que el fiscal solicitaba una pena que iba de los dos a los cuatro años.
Cuando se formula una querella, es el tribunal quien debe decidir si la admite o no a trámite. El juez inicia el procedimiento cuando considera más probable una condena que una absolución. O al menos eso es lo que dicen los manuales. Porque en la realidad concurren cuestiones de índole muy diversa. A ningún juez le gusta dejar su decisión en manos de un tribunal superior, de ahí que muchos procedimientos se inicien pese a que el juez, en el fondo, crea que va a terminar absolviendo al acusado. Si el juez no quiere iniciarlo, suele tratar de dialogar con la fiscalía para cerciorarse de que ésta no presentará un recurso.
El juez, el fiscal y yo estábamos reunidos en el despacho del primero y discutíamos el caso. Las pruebas de la fiscalía me parecían insuficientes: no había más que las fotografías, la acusación no disponía de testigos y tampoco estaba claro de cuándo eran las fotos (quién sabe, a lo mejor los delitos habían prescrito). El informe del perito no revelaba gran cosa, y Feldmayer no había hecho ninguna confesión. Quedaban los daños ocasionados a la estatua. Yo tenía claro que el principal responsable era la dirección del museo. Habían encerrado a Feldmayer durante veintitrés años en una habitación y se habían olvidado de él.
El juez era de mi parecer. Estaba indignado. Dijo que preferiría ver en el banco de los acusados a la dirección del museo, que al fin y al cabo había sido la administración municipal la que había arruinado la vida de aquel hombre. El juez quería el archivo de la causa por tratarse de un hecho no constitutivo de delito. Fue muy explícito. Sin embargo, dicho archivo exige la anuencia del ministerio público, y nuestro fiscal no estaba por la labor.
Con todo, al cabo de unos días recibí la notificación del archivo de las actuaciones. Cuando telefoneé al juez, me comentó que, para sorpresa de todos, el superior de nuestro fiscal había accedido. El motivo, por supuesto, nunca se hizo oficial, pero estaba más claro que el agua: de haber continuado el procedimiento, la dirección del museo se habría visto sometida a preguntas no precisamente agradables en un juicio público. Y un juez indignado habría tenido la manga muy ancha con la defensa. Feldmayer habría salido con una pena mínima, pero la ciudad y el museo habrían sido llevados ante un tribunal.
Al final, la misma dirección del museo se abstuvo de interponer una demanda civil. En el almuerzo que tuvimos, el director dijo que se alegraba de que Feldmayer no fuera el vigilante de la sala donde estaba la Salomé.
Feldmayer conservó el derecho a percibir una pensión; el museo emitió un comunicado, que apenas tuvo eco, en el que informaba que una estatua había resultado dañada por un accidente; no se mencionó el nombre de Feldmayer, que jamás volvió a tener una chincheta en la mano.
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Habían recogido los fragmentos de la estatua en una caja de cartón y los habían llevado a los talleres del museo. Una restauradora recibió el encargo de reconstruirla. Extendió los pedazos sobre una mesa cubierta con una tela negra. Sacó fotografías de todas las esquirlas y consignó más de doscientos fragmentos en una libreta.
Cuando se puso a trabajar, en el taller reinaba el silencio. Había abierto una ventana, el calor de la primavera se adueñó de la habitación; la restauradora observaba los fragmentos mientras fumaba un cigarrillo. Estaba feliz de poder trabajar allí después de terminar la carrera, el
Spinario
era su primer trabajo importante. Sabía que la reconstrucción podía durar mucho tiempo, tal vez años.
Enfrente de la mesa había una pequeña cabeza de Buda, tallada en madera, procedente de Kioto. Era antiquísima y presentaba una grieta en la frente. El Buda sonreía.
Estaba adormilada, la cabeza reposada sobre el muslo de él. Era una tarde de un caluroso día de verano, las ventanas estaban abiertas, se sentía a gusto. Se conocían desde hacía dos años, ambos estudiaban Ciencias Empresariales en Bonn y asistían a las mismas clases. Ella sabía que él la quería.
Patrik le acariciaba la espalda. El libro lo aburría, no le gustaba Hermann Hesse, y si leía los poemas en voz alta era sólo porque ella se lo había pedido. Contemplaba su piel desnuda, la columna vertebral y los omóplatos, recorría su silueta con los dedos. En la mesilla de noche estaba la navaja suiza, con ella había cortado la manzana que se habían comido. Dejó el libro a un lado y cogió la navaja. Con los ojos entornados, ella vio que él tenía una erección. No pudo evitar sonreír, acababan de hacer el amor. Él abrió la navaja. Ella levantó la cabeza en dirección a su pene. Y entonces sintió el corte en la espalda. Gritó, le apartó la mano de un golpe y se puso en pie de un salto. La navaja cayó al suelo de parquet. Ella sentía cómo la sangre le resbalaba por la espalda. Él la miró desconcertado, ella le dio una bofetada, cogió la ropa de la silla y se precipitó al baño. El piso de estudiantes en el que vivía Patrik estaba en la planta baja de un edificio antiguo. Ella se vistió a toda prisa, saltó por la ventana y escapó.
Cuatro semanas más tarde, la policía mandó la citación para prestar declaración al domicilio en el que Patrik estaba empadronado. Y puesto que él, como tantos otros estudiantes, no había cambiado el padrón, la carta no llegó a Bonn, sino que acabó en el buzón de la casa de sus padres en Berlín. Su madre creyó que se trataba de una multa y la abrió. Esa misma noche, sus progenitores discutieron largamente y se preguntaron qué habían hecho mal; luego, el padre telefoneó a Patrik. Al día siguiente, la madre concertó una cita con mi secretaria, y al cabo de una semana la familia vino a mi despacho.
Eran gente decente. El padre era director de obras, un hombre fornido, sin mentón, de brazos y piernas cortos; la madre tendría cuarenta y largos, antigua secretaria, una mujer imperiosa que rebosaba energía. Patrik no armonizaba con sus padres. Era un chico extraordinariamente guapo, de manos delicadas y oscuros ojos castaños. Expuso su versión de los hechos. Explicó que llevaba dos años con Nicole, que jamás habían discutido. Su madre, que lo interrumpía cada dos frases, dijo que se había tratado sin duda de un accidente. Patrik añadió que lo lamentaba, que amaba a la chica, que quería pedirle disculpas pero no la localizaba.
La madre alzó un poco la voz:
—Pues mejor. No quiero que vuelvas a verla. Además, el año que viene irás a St. Gallen, a la universidad.
El padre hablaba poco. Al término de la entrevista preguntó si Patrik iba a salir mal parado.
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Creí que era un caso sin importancia que se resolvería enseguida. La policía lo había puesto ya en manos de la fiscalía. Hablé por teléfono con la fiscal superior encargada de incoar diligencias. Era la jefa de una unidad enorme, la denominada VG, responsable de los delitos de violencia de género. Miles de casos anuales motivados principalmente por el alcohol, los celos y las disputas por los niños. Enseguida accedió y me permitió consultar el sumario.
Al cabo de dos días, tenía las casi cuarenta páginas en mi ordenador. La fotografía de la espalda de la chica mostraba un corte de 15 cm de longitud, los labios de la herida lisos; se curaría fácilmente y no dejaría cicatriz alguna. Sin embargo, estaba convencido de que aquel corte no había sido un accidente. Una navaja que cae provoca otra clase de herida.
Pedí a la familia una segunda entrevista; como el asunto no era urgente, acordamos una cita para tres semanas más tarde.
Cinco días después, la noche de un jueves, cuando cerraba con llave la puerta del despacho y encendía la luz del rellano, me encontré a Patrik sentado en la escalera. Le dije que pasara, pero él negó con la cabeza. Tenía los ojos vidriosos y un cigarrillo sin encender entre los dedos. Volví a entrar en el despacho, cogí un cenicero y le di fuego. Luego me senté a su lado. El temporizador de la luz hizo clic; nos quedamos a oscuras, fumando.
—Patrik, ¿en qué puedo ayudarte? —le pregunté cuando hubo transcurrido un rato.
—Es difícil —dijo.
—Siempre es difícil —asentí, y esperé.
—Nunca se lo he contado a nadie.
—Tómate tu tiempo, aquí se está a gusto.
Hacía frío y estábamos incómodos.
—Quiero a Nicole como nunca he querido a nadie. No tengo noticias de ella, lo he intentado todo. Incluso le escribí una carta, pero no me ha contestado. Tiene el móvil apagado. Su mejor amiga me colgó cuando la llamé.
—Esas cosas pasan.
—¿Qué tengo que hacer?
—La causa penal no es un problema irresoluble. No irás a la cárcel. He leído las diligencias y…
—¿Qué?
—Con toda franqueza: tu versión no se sostiene. No fue un accidente.
Patrik titubeó. Encendió otro cigarrillo.
—Sí, es verdad. En realidad no fue un accidente. No sé si puedo decirle qué fue en realidad.
—Los abogados tenemos el deber de mantener el secreto profesional —dije—. Todo lo que me digas quedará entre nosotros. Sólo tú decides si puedo contarlo y a quién. Tampoco tus padres sabrán nada de esta conversación.