La fiebre fue remitiendo poco a poco y Michalka durmió casi veinticuatro horas de un tirón. Cuando despertó, se hallaba a solas en una habitación enjalbegada. Alguien había lavado su chaqueta y sus pantalones, que estaban debidamente doblados sobre la única silla que había en la estancia; la mochila estaba al lado. Cuando intentó levantarse, las piernas le fallaron, todo a su alrededor se tornó negro. Se sentó en la cama y permaneció un cuarto de hora en esa posición. Entonces hizo un segundo intento. Necesitaba ir al lavabo con urgencia. Abrió la puerta y salió al pasillo. Una mujer se le acercó gesticulando vehementemente con los brazos y negando con la cabeza: «No, no, no.» Lo tomó del brazo y lo obligó a volver a la habitación. Él le dio a entender cuál era su necesidad, ella asintió y señaló un cubo que había debajo de la cama. Encontró hermosa a la mujer y volvió a dormirse.
La siguiente vez que despertó, se encontraba mejor. Miró en su mochila; el dinero seguía allí, no faltaba un céntimo. Podía abandonar la habitación. Estaba solo en aquella casita, compuesta de dos habitaciones y una cocina. Todo estaba limpio y ordenado. Salió fuera y se encontró en una pequeña plaza de pueblo. El aire era puro y de un frescor agradable. Los niños se abalanzaron sobre él. Reían. Querían tocarle el cabello pelirrojo. Cuando lo hubo comprendido, se sentó en una piedra y se dejó hacer. Los niños se divertían. Al cabo llegó la mujer hermosa en cuya casa se alojaba. Lo regañó y tiró de él, llevándoselo de nuevo adentro, donde le dio unas tortas de cereales. No dejó una miga. Ella le sonrió.
Poco a poco, fue conociendo la aldea de los caficultores. Lo habían encontrado en el cafetal, lo habían subido hasta lo alto del cerro y habían mandado buscar un médico de la ciudad. Habían sido muy amables con él. Cuando hubo recobrado las fuerzas, se ofreció a ayudarlos. Los campesinos se quedaron pasmados, luego aceptaron.
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Medio año más tarde seguía viviendo en casa de la mujer. Lentamente fue aprendiendo la lengua. Primero su nombre: Ayana. Escribía la transcripción fonética de las palabras en un cuaderno. Se reían cada vez que él cometía un error de pronunciación. A veces ella le pasaba la mano por el pelo rojo. Un día se besaron. Ayana tenía veintiún años. Su marido había muerto dos años atrás en un accidente en la capital de la provincia.
Michalka se puso a pensar en el cultivo del café. La cosecha era laboriosa y se realizaba a mano entre los meses de octubre y marzo. Enseguida comprendió cuál era el problema: la aldea era el último eslabón de la cadena comercial. El hombre que iba a recoger los granos secos de café ganaba más y trabajaba menos. Pero ese hombre tenía un viejo camión, y en el pueblo nadie sabía conducir. Michalka compró un vehículo mejor por 1.400 dólares y llevó personalmente la cosecha a la fábrica. Obtuvo un precio nueve veces superior y repartió las ganancias entre los campesinos. Luego enseñó a conducir a Dereje, un joven de la aldea. Dereje y él pasaron entonces a recoger los granos de café también en las aldeas vecinas. Pagaban a los campesinos el triple de lo que recibían hasta entonces. Pronto pudieron permitirse comprar un segundo camión.
Michalka buscaba la manera de aligerar el trabajo. Fue a la capital de la provincia, adquirió un generador diésel y, con llantas usadas y cables de acero, montó un teleférico que unía el cafetal con la aldea. Construyó dos grandes cajas de madera que harían las veces de recipientes para el transporte. El teleférico se vino abajo en dos ocasiones, hasta que dio con la distancia justa entre los postes y los reforzó con puntales de acero. El anciano de la aldea observaba sus experimentos con recelo, pero cuando el teleférico funcionó, fue el primero que acudió a felicitarlo. Los granos de café podían entonces transportarse a mayor velocidad, los campesinos no tenían que cargarlos en la espalda hasta la aldea. Podían recolectarlos más deprisa y el trabajo era menos cansado. A los niños les encantaba el teleférico; en las cajas de madera pintaron caras, animales y un hombre pelirrojo.
Michalka quería seguir mejorando el rendimiento de la cosecha. Los campesinos extendían los granos de café en unos armazones e iban dándoles la vuelta durante cinco semanas, hasta que estaban casi secos. Los armazones estaban dispuestos delante de las cabañas o sobre los tejados. Los granos se estropeaban si se mojaban, debían secarse en capas muy finas porque de lo contrario se echaban a perder. Era un trabajo agotador que cada cual debía hacer por su cuenta. Michalka compró cemento, hizo una mezcla de hormigón, y en la entrada de la aldea construyó una superficie en la que todos los campesinos podían depositar la cosecha. Ideó unos rastrillos de gran tamaño para que los campesinos, todos a la vez, pudieran dar la vuelta a los granos con más facilidad. Para proteger el café de la lluvia, tendieron sobre la superficie un plástico transparente, bajo el cual los granos se secaban más deprisa. Los campesinos estaban contentos; suponía menos trabajo y nunca más se echó a perder una cosecha.
Michalka entendió que la calidad del café podía mejorarse si, además de secar los granos, los trataba. La aldea estaba situada junto a un riachuelo de agua cristalina de manantial. Lavó a mano algunos granos de café recién recolectados y los separó en tres cisternas. Por muy poco dinero, y gracias a la mediación de un comerciante, consiguió una máquina que separaba la pulpa de los granos. Los primeros intentos salieron mal; los granos despulpados mediante este método tardaban demasiado en fermentar y luego se estropeaban. Aprendió que era cuestión de mantener las instalaciones absolutamente limpias; un solo grano olvidado de otras ocasiones podía echar a perder todo el proceso. Al final funcionó. Lavó el café tratado con agua y retiró los restos de la piel apergaminada de los granos. Delimitó una zona pequeña de la superficie de hormigón y los puso a secar. Cuando llevó un saco de estos granos al comerciante, le pagaron el triple. Michalka explicó el funcionamiento a los campesinos; con el teleférico, podían recolectar a una velocidad tal que a las doce horas los granos se someterían al proceso de lavado. A los dos años, la aldea producía los mejores granos de café de toda la región.
Ayana se quedó embarazada. Esperaban la llegada de la criatura con ilusión. Cuando la pequeña nació, la llamaron Tiru. Michalka se sentía orgulloso y feliz. Sabía que le debía la vida a Ayana.
La aldea prosperó. Al cabo de tres años había cinco camiones, la cosecha estaba organizada a la perfección, los cafetales de los campesinos iban creciendo, habían instalado un sistema de riego y plantado árboles para protegerlos del viento. Michalka era respetado, lo conocían en toda la comarca. Los campesinos destinaban una parte de sus ganancias a una caja común. Michalka había llevado de la ciudad a una joven maestra y velaba por que los niños de la aldea aprendieran a leer y escribir.
Si alguien de la aldea enfermaba, Michalka cuidaba de él. El médico había reunido un botiquín y le había enseñado rudimentos de medicina. Aprendió rápidamente, vio cómo se trataba la septicemia y ayudaba en los partos. Al atardecer, el médico solía pasar un rato en casa de Michalka y de Ayana, les contaba la larga historia de esa tierra bíblica.
En caso de disputas, pedían consejo al hombre pelirrojo. Michalka era insobornable; juzgaba como lo hace un buen juez, sin tener en cuenta el linaje o el lugar de procedencia. La gente confiaba en él.
Había encontrado su vida. Ayana y él se querían, Tiru crecía y gozaba de salud. Michalka no acababa de creerse la suerte que había tenido. Sólo de tarde en tarde, cada vez menos, tenía alguna pesadilla. Entonces Ayana se despertaba y lo acariciaba. Le decía que en su lengua no existía el pasado. Todos esos años a su lado habían hecho de Michalka una persona apacible y serena.
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Un día las autoridades se fijaron en él. Querían ver su pasaporte. El visado había expirado hacía mucho tiempo, llevaba ya seis años viviendo en Etiopía. Fueron amables, pero insistieron en que debía ir a la capital para aclarar el asunto. Al despedirse, Michalka tuvo un mal presentimiento. Dereje lo llevó al aeropuerto; mientras se alejaba, su familia le decía adiós con la mano; Ayana lloraba.
En Adís Abeba lo mandaron a la embajada alemana. Allí, uno de los funcionarios miró en el ordenador y desapareció con su pasaporte. Michalka tuvo que esperar una hora. Cuando el funcionario reapareció, lo hizo muy serio y acompañado de dos guardias. Lo detuvieron, el funcionario le leyó la orden de arresto dictada por un juez de Hamburgo. Por atracar un banco. Su culpabilidad quedaba probada por las huellas dactilares que había dejado en el mostrador de la oficina bancaria. Sus huellas estaban en la base de datos porque una vez se había visto involucrado en una reyerta. Michalka trató de zafarse. Lo derribaron y lo esposaron. Tras pasar una noche en el calabozo que había en el sótano de la embajada, voló a Hamburgo acompañado de dos guardias de seguridad y fue puesto a disposición del juez. A los tres meses, fue condenado a una pena mínima de cinco años. Fue una sentencia benigna porque el delito se había cometido mucho tiempo atrás y Michalka no tenía antecedentes penales.
No podía escribir a Ayana porque ni siquiera existía una dirección. La embajada alemana en Adís Abeba no pudo o no quiso ayudarlo. En la aldea, por supuesto, no había teléfono. Michalka no tenía ninguna foto. Apenas hablaba con nadie y se convirtió en un ser solitario. Se sucedieron los días, los meses, los años.
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Por vez primera después de tres años, disfrutó de beneficios penitenciarios y le concedieron un permiso de salida. Quería volver inmediatamente a casa, no podía regresar a la cárcel, pero no tenía ni dinero para el vuelo ni pasaporte. Sabía, eso sí, cómo obtener ambas cosas. En la prisión había retenido la dirección de un falsificador en Berlín, y allá se fue, en autostop. Entretanto, volvió a dictarse contra él una orden de búsqueda y captura. Encontró al falsificador, que primero quiso ver el dinero. Michalka casi no tenía.
Estaba desesperado. Estuvo tres días vagando por la ciudad sin comer ni beber. Libraba una batalla consigo mismo, no quería cometer otro delito, pero necesitaba volver a su hogar, junto a su familia, con Ayana y Tiru.
Al final, con el último dinero que le quedaba de la cárcel, compró una pistola de juguete en la estación y entró en el primer banco que vio. Miró a la cajera, empuñaba la pistola con el cañón apuntando hacia abajo. Tenía la boca seca. En voz muy baja, dijo:
—Necesito dinero. Le ruego que me perdone. Lo necesito de veras.
Al principio, ella no le entendió, pero luego le dio el dinero. Más tarde afirmó que había sentido «lástima». Sacó el dinero de un montón preparado para los atracos y accionó con ello una alarma silenciosa. Él lo cogió, dejó la pistola en el mostrador y dijo:
—Lo siento muchísimo. Le ruego que me disculpe.
Delante del banco había un parterre de césped verde. Ya no tenía fuerzas para salir corriendo. Anduvo muy despacio, se sentó y se limitó a esperar. Por tercera vez, Michalka estaba acabado.
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Fue un compañero de celda de Michalka quien me pidió que me encargara del caso; me dijo que lo conocía de Hamburgo y que él asumía las costas de la defensa. Visité a Michalka en la cárcel de Moabit. Me mostró la orden de detención, en el papel rojo habitual que la justicia emplea en estos casos: atraco a un banco, más los veinte meses que le quedaban por cumplir de la antigua condena de Hamburgo. Toda defensa parecía inútil, Michalka había sido cogido in fraganti y condenado ya anteriormente por el mismo delito. La única cuestión, pues, era el alcance de la pena, que sin lugar a dudas iba a ser elevadísima. Pero había en Michalka algo que me impresionaba, algo que me decía que aquel caso era distinto. Aquel hombre no era el típico atracador de bancos. Asumí su defensa.
Durante las semanas que siguieron lo visité a menudo. Al principio apenas me hablaba. Daba la impresión de que había terminado con todo. Poco a poco fue abriéndose y empezó a contarme su historia. No quería revelar nada, creía que, pronunciando sus nombres en la cárcel, traicionaría a su mujer y a su hija.
La defensa puede solicitar que un psiquiatra o un psicólogo examinen al acusado. El tribunal accederá a dicha petición si de tal examen puede concluirse que el acusado padece alguna enfermedad psíquica o presenta un trastorno o una anomalía. Ni que decir tiene que el informe pericial no es vinculante para el tribunal: el psiquiatra no puede decidir si el acusado está exento de responsabilidad penal o tiene responsabilidad atenuada. Eso es algo que sólo puede dictaminar el tribunal. Pero el perito ayuda al tribunal, proporciona a los jueces el fundamento científico.
Era evidente que, en el momento de cometer el delito, Michalka sufría un trastorno; nadie se disculpa al atracar un banco, se sienta en una zona verde con el botín y espera a que lo detengan. El tribunal encargó un examen psiquiátrico forense, cuyo informe por escrito se presentó al cabo de dos meses. El psiquiatra sostenía que Michalka tenía mermada su capacidad de raciocinio. El resto de los detalles los expondría en la vista oral.
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El juicio se celebró cinco meses después de la detención de Michalka. El tribunal lo formaban, además del presidente, un juez joven y dos escabinas. El presidente había dispuesto un solo día para la celebración de la vista oral.
Michalka reconoció la autoría del atraco. Hablaba entre titubeos y en voz excesivamente baja. Los policías refirieron cómo lo habían detenido. Describieron la posición en que se hallaba sentado. El suboficial que lo había «inmovilizado» dijo que no había opuesto resistencia.
La cajera dijo que no había pasado miedo, que el atracador más bien le había dado lástima, que parecía muy triste.
—Como un perro apaleado —agregó.
El fiscal le preguntó si desde entonces tenía miedo en el trabajo, si había solicitado una baja por ansiedad, si tenía que seguir una terapia especial para víctimas de estos casos. La cajera respondió a todo que no. Dijo que el atracador no era más que un pobre diablo, mucho más educado que la mayoría de los clientes. El fiscal estaba obligado a formular aquellas preguntas: si la testigo hubiera tenido miedo de verdad, habría sido motivo de una pena más elevada.
Se hizo una inspección ocular de la pistola de juguete, un modelo barato de fabricación china. Pesaba muy poco y no parecía peligrosa. Cuando una de las escabinas fue a cogerla, se le escurrió de las manos y cayó al suelo; se rompió una pieza. Era imposible tomarse en serio un arma como aquélla.