—En la zona sur —informó Jin.
—Vaya usted solo —dijo Suze—. Le daré dinero para el tubo-tranvía. Pero no vuelva.
—¿Y cuando la policía me pregunte dónde he estado, qué les digo?
El rostro de Suze se volvió más sombrío.
—Dígales que estuvo perdido.
—Podría… si mereciera la pena.
El bufido esta vez fue salvaje.
—Si tuviéramos dinero para sobornos, ¿estaríamos aquí?
—Me malinterpreta usted, señora. Mi moneda es la información. Aunque, ¿sabe?, es la segunda persona en Kibou que intenta sobornarme. ¿Es alguna costumbre local?
Ella hizo una mueca.
—¿Quién fue la primera?
—CrisBlanco.
—Impresionante.
—A mí me impresionó, aunque no de la manera que ellos pretendían. Los regalos pequeños son para vender cosas. Los regalos grandes son para ocultarlas. Me hizo sentir mucha… mucha curiosidad.
—¿Así que aceptó usted su regalo grande, Vorkosigan-san?
Él no se molestó en corregirlo a «Vorkosigan-sama», o posiblemente «dono»; al menos, había pronunciado el apellido bien.
—En ese nivel, un no despectivo no sólo es corto de miras, sino potencialmente peligroso. Creo que un día o dos de descanso aquí podrían ser buenos para mi salud.
—¿Y cómo sé yo que esa carta a su amigo no nos causará más problemas?
—No lo hará si yo lo digo. Soy el jefe.
Ella arrugó los labios.
—Sí, tiene esa capacidad para pavonearse, ¿no?
En sus buenos tiempos indudablemente Suze había visto a un montón de jefes pavonearse. Miles se preguntó si se habían dado cuenta de lo atentamente que eran observados.
Jin había estado siguiendo la conversación haciendo chirriar ansiosamente su silla.
—¡Podría llevar esa carta, Suze! No me importa.
Miles abrió la mano con un gesto hacia Suze, mitad persuasión, mitad súplica.
—Piénselo. No pierde ningún secreto que no haya perdido ya. —Se interrumpió antes de decir «a menos que proponga que me asesinen»; no tenía sentido hacer sugerencias—. Y gana mi gratitud.
—¿Y qué vale eso?
En Barrayar, mucho. Pero no estaban en Barrayar, como Roic había recalcado varias veces.
—Ya se me ocurrirá algo.
Sus cejas alzadas indicaron un grave escepticismo. Pero se dirigió a Jin:
—¿No te dijo Yani que lo dejaras allí? ¡Mira los problemas que nos causan las buenas acciones, Jin! —Miles no estaba seguro de que esto contara como un sí o como un no, pero ella suspiró y continuó—: Lleva a Vorkosigan-san a los almacenes y búscale algo con lo que pueda escribir. Y ve.
Jin se puso ansiosamente en pie. Miles le dio las gracias y lo siguió a la salida antes de que Suze pudiera cambiar de opinión.
Jin observó, moviéndose de un lado a otro, cómo Miles-san, como había decidido llamarlo porque aquel apellido era impronunciable, rebuscaba entre las diversas cajas medio vacías de papel de notas en las estanterías del almacén. Era del tipo que usan las damas ancianas para escribir notas formales de agradecimiento, decoradas con flores y demás, aunque Jin vio con cierta codicia una que tenía perritos. Con un gesto rápido, el hombrecito hizo su elección, y luego se dirigió hacia los diversos utensilios de escritura de la caja. Encontró dos que funcionaban, se los guardó en el bolsillo y miró alrededor.
—Este lugar parece un mercadillo de chatarra. O el desván de la Casa Vorkosigan…
—Cada vez que alguien encuentra algo que no quiere, lo trae aquí para que lo use cualquiera —explicó Jin—. O cuando… hum…
«Cuando bajan con Tenbury por última vez», pero no pudo decirlo. Ni siquiera estaba seguro de que pudiera saber eso.
La mirada de Miles se iluminó.
—¡Ah! ¡Zapatos!
Se acercó cojeando a la pila. Jin lo siguió, y se puso a buscar también. Los pies galácticos eran un poco más pequeños que los suyos, pero claro, Jin había tenido que buscar zapatos de reemplazo hacía apenas un mes, cuando sus dedos asomaron en su último par como brotes de primavera a través del suelo. Los zapatos de señora eran todos inútiles incluso para la mayoría de las mujeres de aquí, y tendían a acumularse, pero Miles encontró por fin un par de zapatillas deportivas que le quedaban bien. Tenían un diseño de flores femenino, pero no pareció darse cuenta mientras se los ponía y se apretaba los cordones.
—Esto está mejor. Ahora puedo moverme.
Se dio la vuelta, escrutando los estantes con más atención.
—Ah. ¡Bastones!
Se acercó a la colección que había en un rincón y escogió, eliminando algunos recios de tipo médico con múltiples patas de goma, y otros que eran demasiado largos. Hizo su elección final blandiéndolos como si fueran espadas y golpeándolos contra la pared, así que Jin no estuvo seguro de si estaba buscando un soporte o un arma. Pero por si acaso era lo primero, Jin lo condujo de vuelta a su casa en el tejado por la ruta interior, subiendo por las escaleras de emergencia y saliendo por la puerta de la torre térmica.
Miles-san se apoderó de la mesa y la silla, preparó el papel y frunció el ceño, con gesto concentrado. Entonces se inclinó y empezó a escribir, con pausas largas y ocasionales. Jin limpió las cajas de las gallinas, las contó por si acaso alguna había vuelto a encontrar el pretil, y cepilló a Lucky antes de que el hombre terminara de escribir, sellara la nota, y alzara la cabeza y mirara alrededor.
—¿Tienes un cuchillo limpio y afilado? ¿O un alfiler, o una aguja?
—Lo miraré…
Jin acabó encontrando un pequeño escalpelo en el botiquín que había recogido una vez, y se lo tendió. Miles-san lo observó, se encogió de hombros, y para alarma de Jin se pinchó el pulgar con el extremo afilado. Después de extraer una gota de sangre, se inclinó y apretó con el dedo la solapa del papel, dejando una clara huella dactilar en la línea, que luego rodeó con un círculo y sus iniciales.
—Sí, guau —dijo Jin—. ¿Por qué hace eso?
—ADN. La huella dactilar es una marca tan buena como la daga-sello de mi abuelo. Mejor. No hacían escáneres de ADN en su época. Después de todo, no se puede esperar que el agregado se impresione con una nota anónima encontrada en la calle. —Procedió entonces a darle a Jin un conjunto de indicaciones bastante complicadas para cuando llegara a la zona este, y le hizo repetírselas luego. El resultado lo hizo suspirar, e inclinarse de nuevo para escribir el nombre del hombre en el exterior del sobre después de todo.
»Espero que llegues de un modo u otro. No le entregues esto a nadie que no sea el teniente Johannes o el cónsul Vorlynkin, recuerda. Es muy privado.
Jin lo prometió, y se fue a buscar su caja de monedas, para sacar lo suficiente para la tarifa del tubo-tranvía, ida y vuelta. No quedó mucho.
—¿Eso es todo tu banco? —preguntó Miles-san, mirando por encima de su hombro. Jin asintió—. Bueno, si haces mi entrega, lo recuperarás.
Jin no estuvo seguro de cuánto crédito darles a esas palabras, pero asintió de todas formas. A su vez, le dio a Miles-san un puñado de instrucciones por si se producía algún tipo de emergencia animal mientras estaba fuera, cosa que hizo que el hombre parpadeara un poco. Pero le repitió las instrucciones sin equivocarse. Jin se guardó la carta dentro de la camisa, echó una dubitativa mirada por encima del hombro y bajó por la escalera.
Jin estuvo nervioso en el tubo-tranvía, temeroso de que la gente lo mirara, pero nadie lo cogió por el brazo ni lo arrastró hasta Seguridad. Casi se perdió en la gran estación de tránsito del centro, pues las rutas a la zona este le eran desconocidas, pero mantuvo la mirada fija en los mapas de las paredes e hizo un esfuerzo para que no se le notara el pánico. La gente servicial podía ser tan peligrosa para él como la recelosa. Encontró el tren adecuado y la parada adecuada por fin.
Un paseo de seis manzanas, con demasiadas vueltas, lo llevó a su destino. El vecindario no estaba lleno de ordenados edificios de apartamentos como aquellos en los que había crecido, sino de casas imponentes con jardines amurallados. Varias tenían brillantes placas de metal junto a las cancelas, indicando que eran embajadas planetarias: la de Escobar era una mansión especialmente grande e impresionante. El consulado de Barrayar, por suerte también claramente etiquetado, no era tan intimidatorio por contraste: en realidad era una casa bastante pequeña, tan cerca de la calle que Jin no tuvo tiempo de asustarse subiendo por el camino de acceso. No había guardias uniformados, y la verja decorativa de hierro era tan baja que Jin podría haber saltado por encima, si no hubiera estado abierta de modo invitador. Jin tragó saliva y llamó al timbre.
Un hombre rubio en mangas de camisa abrió la puerta, sus ajustados pantalones verdes sujetos por tirantes. Parecía cansado y contraído, y le hacía falta un afeitado. Miró a Jin con el ceño fruncido.
—Nada de solicitudes ni mendigos —dijo, desanimándolo.
Tenía el mismo acento extraño que Miles-san, y Jin advirtió para su desazón que no todos los galácticos eran bajitos. Este hombre era muy alto.
—Por favor, señor, soy un mensajero. Traigo una carta para el teniente Johannes o el cónsul Vor… hum… Vorlynkin.
Por la breve descripción que Miles-san había hecho del teniente, Jin pensó que podría tratarse de este hombre, pero ¿atendían las puertas los tenientes? Además, pensó Jin con algo de enfado, Miles-san había dicho que era un chico simpático, no un adulto que daba miedo. Aunque supuso que los tenientes tenían que ser adultos.
—Yo soy Johannes.
Jin rebuscó dentro de su camisa; el hombre se puso tenso, pero se tranquilizó de nuevo cuando Jin extrajo la carta.
—De parte de Miles-san… del señor Vorkosigan. —Jin tuvo cuidado con la pronunciación.
—¡Mierda!
Jin dio un respingo. El teniente Johannes lo aterrorizó aún más agarrándolo por el brazo y arrastrándolo hacia el recibidor, antes de cerrar la puerta. Cogió la carta, la alzó a la luz, y luego se detuvo sólo para gritar hacia la escalera:
—¡Stefin!
Empezó a leer las claras y compactas líneas de escritura.
—¡Vivo, oh, gracias a Dios! ¡Estamos salvados!
Un segundo adulto, algo mayor y aún más alto que el primero, bajó por las escaleras. Iba vestido como cualquier hombre de negocios de Northbridge, hasta los pantalones estilo hakama, excepto que llevaba abierto su haori de mangas anchas, y parecía tan cansado como el teniente.
—¿Qué, Trev?
—¡Mire esto! ¡Una carta de lord Vorkosigan! ¡Está libre!
El segundo hombre miró por encima de su hombro, y exclamó:
—¡Gracias a Dios! Pero ¿por qué no ha venido? —Y, entonces, después de un instante—: ¿Qué? ¿Qué?
El teniente giró la carta y ambos la leyeron.
—¿Está loco?
El hombre mayor dirigió a Jin una mirada suspicaz que despertó los peores temores del muchacho. Los policías acecharon en su imaginación.
—¿Esto es real? —exigió el hombre mayor.
Jin se inclinó, recogió el sobre caído y lo tendió sin pronunciar palabra. Tragó saliva y consiguió responder:
—Él dijo que les gustaría ver la huella dactilar. Dijo que sería igual que el sello de su abuelo.
—¿Eso es sangre?
—Hum… sí.
El hombre mayor le entregó el sobre al teniente.
—Llévelo abajo y compruébelo.
—Sí, señor.
Trev-san desapareció en el pasillo al fondo. Un momento después, Jin oyó cerrarse una puerta, y pies bajando por otras escaleras.
—Discúlpeme, señor, ¿es usted el cónsul? —Jin tenía la vaga idea de que un cónsul era algo parecido a un embajador, pero más pequeño. Más o menos como esta casa, en realidad —. Porque Miles-san dijo: «Entrégale esta carta solamente al teniente o al cónsul Vorlynkin.»
Esta vez había conseguido pronunciar el apellido sin atascarse. Jin esperaba que un embajador fuera más recio y más viejo, pero este hombre era delgado y no tan viejo como Miles-san, o al menos no tenía canas en su pelo castaño.
Yo soy Vorlynkin. —Su mirada se intensificó. Sus ojos eran muy azules, como un caluroso cielo de verano—. ¿Dónde viste a lord Auditor Vorkosigan?
—Yo, hum, lo encontré anoche. Estaba perdido en las Criotumbas. Eso dijo.
—¿Se encuentra bien?
La respuesta parecía más complicada que la pregunta, pero Jin decidió saltarse los detalles y tranquilizarlo.
—Está mucho mejor esta mañana. Le he dado huevos.
Vorlynkin parpadeó y miró de nuevo la carta.
—Si esto no fuera una carta de su propio puño y letra… si esto no es una carta de su propio puño y letra, te sometería a la pentarrápida para que… Eh, ¿dónde lo viste?
—Hum… Donde vivo.
—¿Y dónde es eso?
Ahora sí que tenía un problema, pillado entre Suze y este alarmante desconocido. Se suponía que no debía hablar nunca con extraños, ni hablarle a nadie de las instalaciones, se lo habían dicho a menudo. Se preguntó si podría salir corriendo hacia la puerta y llegar a la calle antes de que el cónsul pudiera echarle mano.
—Hum… ¿Mi casa?
—¿Qué…? —Para su sorpresa, Vorlynkin no insistió en el tema, sino que se fijó de nuevo en la carta—. ¿Cómo está?
—Hum… Hizo un montón de preguntas. —Jin pensó un momento, y declaró—: Ya no está secuestrado, ¿sabe?
—Pero ¿por qué envía a un niño como correo…? —murmuró Vorlynkin.
Jin no estaba seguro de si la pregunta iba dirigida él, así que no intentó ofrecer ninguna respuesta. No parecía tampoco el momento adecuado para explicar que tenía casi doce años. Estaba empezando a pensar que cuanto menos dijera, más a salvo estaría.
El otro tipo (el teniente Johannes, Trev-san, como fuera) regresó al vestíbulo, agitando el sobre ante su jefe.
—Esto es real. ¿Qué hacemos ahora, señor?
—Todavía tenemos que encontrar a su guardaespaldas: el lord Auditor parece creer que hicieron prisionero a Roic. En eso no hay cambio con respecto a los lugareños. Supongo que tendremos que hacer exactamente lo que dice esto. Pero envía un holo de la carta a Asuntos Galácticos de Seglmp en Komarr, codificado y prioritario.
El teniente pareció esperanzado.
—Tal vez ellos tengan una orden. Cualquier otra orden. Una orden que tenga sentido.
—No durante algunos días. Y piensa a quién tendrán que acudir para anular ésta—. Los dos hombres se miraron el uno al otro con misteriosa perturbación—. Seguimos solos en esto.
Jin se aclaró la garganta tímidamente.