Pero incluso el hombre de armas más leal tenía que ir a veces al cuarto de baño, y por eso, maldita fuera la economía, Roic pedía constantemente un soldado de apoyo, o mejor, dos, para este tipo de excursiones. Había regresado, ¿antes de anoche? ¿O había perdido más de un día en este cautiverio aturdido? Había vuelto a la sala principal de la recepción para descubrir que milord no estaba allí, aunque con una rápida comprobación lo encontró una planta más arriba, después de unas serpenteantes escaleras, en una sección más privada de la fiesta. Los comunicadores de muñeca tenían un canal de seguridad codificado; no hubo ningún código tipo «ven-aquí-te-necesito», así que Roic tembló impaciente y controló sus nervios. Cuando milord por fin bajó por las serpenteantes escaleras, lo divisó, y se reunió con él, tirándose de las mangas en un gesto de satisfacción consigo mismo; su aspecto era cualquier cosa menos tranquilizador. Para alguien que lo conociera bien, claro está. Era el brillo maníaco en sus ojos, y la sonrisa huidiza, y el aire general de gozo. Las cosas más terribles podían llenarlo de alegría.
—¿Qué? —murmuró Roic alarmado.
—Más tarde —contestó milord—. Las paredes oyen.
Roic tuvo que apretar los dientes hasta que la medianoche los encontró de vuelta en su habitación compartida, donde milord sacó por primera ver su silenciador antimicros, y su codificador de mensajes también. Se sentó en la única consola de la habitación y empezó a teclear.
—¿Y eso? —preguntó Roic—. ¿Por qué parece de pronto um, feliz?
—He tenido mi primer avance en este caso, después de días de tiempo muerto. Alguien acaba de intentar sobornarme.
Roic se envaró. Un intento de soborno a un Auditor Imperial podía garantizar la pena de muerte, en Barrayar. «Pero no estamos en Barrayar, lástima.»
—Esto… ¿Y eso es bueno?
—Dicen que donde hay humo hay fuego —continuó diciendo milord, tecleando alegremente lo que quiera que estuviera redactando sólo para el Emperador—. O tal vez espejos. Te lo advierto, fue un soborno sutil y elegante. Casi me alegro de no estar tratando con idiotas. Oh, Laisa, tenías razón, tenías razón. ¿Cómo lo supo tu bonita nariz komarresa?
—¿Qué me dice? —preguntó Roic, ansioso.
—Claro, no has estado nunca en el cuerpo de mercenarios galácticos. Ni en operaciones encubiertas. Ambos tienen políticas probadas respecto a los sobornos. En mi antigua flota, la regla era aceptarlo todo, registrarlo con el Mando, y hacer exactamente lo que ibas a hacer de todas formas. En operaciones especiales era similar: aceptar y seguir hasta donde llegara el hilo. Porque los hilos llevan en dos direcciones, ya sabes. Síguelo, tira a ver qué hay del otro extremo… ¡Ja! —Terminó su entrada con una reverencia.
—¿Qué tipo de soborno? —insistió Roic—. ¿O… no debería saberlo?
«¡Por favor, no me haga trabajar a oscuras!»
—Unas opciones de compra muy interesantes en la Shiragiku-sha… La Corporación Criogénica del Crisantemo Blanco, en su nombre completo. CrisBlanco es la compañía que está en proceso de establecer una franquicia en Komarr, ya sabes. Parece que podría obtener beneficios a un ritmo muy favorable. De hecho, me prestarían dinero sin intereses, para que les pague después de que mi valor se duplique. ¿Qué podría ser mejor para ellos que alardear ante los accionistas locales con mis increíbles contactos en las altas esferas? Aunque, curiosamente, no me ofrecieron derecho a voto. Los votos están reservados para sus patronos subcero.
De todas las formas retorcidas de interpretar la democracia que Roic había conocido, aún peor que las acciones de votación planetaria en el mercado secundario de Komarr, la que más lo mareaba era la costumbre de Kibou-daini de dejar votar a los muertos. Votos delegados, naturalmente, dejados en manos de las criocorporaciones que cuidaban de sus congelados y los conducían hacia un futuro desconocido y curiosamente lejano. Porque si ibas a confiarle a una compañía tu muerte y tu próxima vida, tu voto era poquita cosa en comparación.
«Sin duda pareció una buena idea en su momento», había observado el señor, cuando se enteró del hecho. Doscientos o trescientos años atrás, cuando las extrañas costumbres de enterramiento de Nueva Esperanza (Roic no podía dejar de pensar en ellas de otra forma) estaban empezando a obtener popularidad.
—Ja —murmuró milord, y envió su mensaje por su medio codificado y desviado.
Roic conocía ese «ja». Le producía escalofríos.
Y después, a la cama, para levantarse y enfrentarse al último día de la conferencia, que había salido, por lo que Roic podía decir, como no se esperaba nadie, ni siquiera el nervioso milord.
¿O sí se lo esperaba? Con retraso, se preguntó si milord habría sido capturado también en la melé del vestíbulo.
Podría estar aquí. Roic abandonó la arandela y se acercó al otro lado para golpear tres veces seguidas la pared de su habitación. Otra vez. Nada. Probó con el otro lado de la habitación, aunque tuvo que estirarse para llegar. Silencio. Las habitaciones contiguas podían estar vacías, o sus compañeros cautivos aún demasiado drogados para oír, o responder. O tal vez allí estaban sus captores, y acababa de alertarlos de su regreso a la consciencia. «Maldición. ¿Lo intento de nuevo más larde?»
Continuó trabajando en la arandela, que le causaba llagas en los dedos pero no se aflojaba, y reflexionó. Sólo había apartado los ojos de milord un momento, y entonces sus viejos reflejos de la guardia urbana intervinieron, mientras lanzaba al menos a media docena de secuestradores potenciales a un tubo elevador y huía, porque eran civiles desarmados y ése no era su trabajo, aunque nadie más lo estaba haciendo. Seguro que se había ganado un montón de airada atención por parte de sus atacantes con eso, al menos hasta que el rayo aturdidor lo alcanzó. «Tal vez milord escapó, y me rescatará.» Una situación embarazosa con la que podría vivir, decidió Roic.
Con el súbito chasquido de la puerta al abrirse, Roic se sobresaltó y se llevó rápidamente las manos al regazo. La puerta se abrió, y un joven flacucho de pelo oscuro y lacio y el ojo medio cerrado e hinchado de color magenta y púrpura la atravesó y durante un momento miró receloso a Roic, sentado en su colchón. Avanzó cojeando hasta fuera del alcance del arco de la cadena de Roic, dejó en el suelo una especie de bandeja de propaganda Come-Listo y la empujó hacia el prisionero con lo que parecía ser el mango de una escoba. La bandeja estaba todavía cerrada. Bien, así que Roic no iba a morir de hambre… ¿Ni a ser envenenado? «No hagas suposiciones prematuras», casi pudo oír la voz de milord. Roic advirtió que tenía muchísima hambre, pero no hizo ningún movimiento hacia la bandeja.
—Yo te he visto antes —dijo de repente—. En el vestíbulo del hotel.
Lo observó de cerca. Las cosas sucedieron demasiado rápido en su momento para que Roic pudiera saber si el secuestro era cosa de aficionados o de profesionales, pero al recordarlo, decidió que era una mezcla. El pistolero que le había disparado con el aturdidor se mostró bastante tranquilo, pero el grupo de hombres asignados para controlar y llevarse a los cautivos… bueno, ésos desde luego no encajaban con la idea de Roic de lo que era el baremo mínimo, ya fuera militar, paramilitar, o de tropa de boy scouts. Fue un secuestro en masa, sin embargo, y por tanto no centrado específicamente en la gente de Barrayar (el ego de milord se sentiría herido por ello), pero Roic no estaba seguro de que eso hiciera que las cosas fueran más enigmáticas o no.
El hombre flacucho se tocó el ojo hinchado y retrocedió un paso, mirándolo con mala cara. Parecía que también recordaba a Roic.
—¿Quiénes sois, por cierto? —preguntó Roic—. ¿Por qué demonios me habéis secuestrado a mí… a nosotros?
El flacucho alzó la cabeza. Su ojo bueno se iluminó.
—Somos los Libertadores del Legado de Nueva Esperanza. Porque esta generación —se golpeó el pecho con el puño— finalmente está haciendo lo que hay que hacer para enfrentarse a las corporaciones sedientas de poder. Se han vuelto tan corruptas que no nos queda más remedio que quemar toda la estructura podrida hasta los cimientos y empezar de nuevo. ¡Nos alzamos para morder la mano muerta del pasado que nos convierte en polvo!
Roic entornó los ojos, inquieto, mientras Flacucho, de manera apasionada aunque algo confusa, ampliaba su explicación. Los L.L.N.E. parecían ser una especie de grupo político activista local, que, frustrados con su incapacidad de ganar discusiones verbales (si esto era una muestra, Roic podía ver por qué), intentaban elevar la apuesta con demostraciones físicas. Roic había oído críticas más consideradas de los asuntos locales en la conferencia, en medio de un torrente de quejas, pero el meollo de la discusión parecía ser que Flacucho y sus amigos estaban hechos polvo y sin suerte, y pensaban que si los muertos no insistieran en poseerlo todo a la vista, quedaría más para los vivos. Las corporaciones y los cadáveres parecían mezclarse en la cabeza de Flacucho. Roic se abstuvo de indicar que, de hecho, la riqueza de Kibou-daini la manejaban personas vivas en nombre de las muertas, y aunque éstas fueran sustituidas por gente viva distinta, parecía improbable que nadie eligiera a los L.L.N.E. para la tarea.
—¡Quemad a los muertos! —terminó de decir Flacucho, con el mismo tono con que uno dice amén al final de una oración mecánica.
Quemar, enterrar, congelar, Roic no veía que hubiera mucha diferencia, excepto por la pérdida de algunos órganos reciclados.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con nosotros? —preguntó Roic, con cautela—. No votamos aquí. Nos marchamos la semana que viene. ¿Buscáis rescate?
Flacucho hizo un gesto de orgullosa negativa.
—¡No! ¡Pero estamos decididos a que el Nexo conozca las injusticias y los sufrimientos y los robos en Kibou! Nadie… ni ustedes los galácticos, ni los complacientes asalariados, ovejas gordas que sólo sueñan con sus propios atracones, ni nuestra propia generación oprimida por todo el planeta… ¡Nadie ignorará esto, no importa cómo cierren sus ojos o sus oídos!
—Ah —dijo Roic—. Una estratagema publicitaria ¿eh?
Roic habría preferido el rescate, la verdad. Milord lo habría resuelto en un abrir y cerrar de ojos, en cuanto le permitieran contactar con el consulado barrayarés, y también sin duda con alguna forma retorcida de recuperar el dinero después. Y, sin embargo, Roic nunca había oído hablar de un grupo político marginal que no se sintiera tentado por el dinero.
—Podría haber rescate —ensayó con cautela—. O incluso una recompensa, dependiendo…
Flacucho lo miró despectivo, pero tal vez la idea necesitara su tiempo para calar. Roic tenía preocupaciones más acuciantes.
—Lord Vorkosigan… el tipo para el que trabajo, es inconfundible, te llegará más o menos a la altura del hombro, lleva un bastón, habla sin parar… ¿Está aquí? —¿Era fingida aquella expresión neutra? Roic no estaba seguro. Continuó más urgentemente—: Porque si lo está, tenéis que ponernos juntos, en la misma celda. Soy su tecnomed privado, y me necesita. Le dan unos ataques terribles. Es un lord Vor muy importante, allá en Barrayar. Pagarían un montón si regresara ileso. Pero si se os muere, bueno, no tienes ni idea de lo feas que se pondrían las cosas.
Roic no estaba seguro de cómo insistir. Por algún motivo milord había procurado llamar poco la atención aquí, y no quería que por su culpa el precio del rescate aumentara.
Los ataques post-criorresurrección de lord Vorkosigan solían ser la pérdida de conocimiento, seguida de un temblor con los ojos en blanco durante un par de minutos de manera poco atractiva, y luego despertar muy, muy despacio. Era improbable que los ataques fueran fatales, al menos desde que lady Vorkosigan le arrancó la promesa de que nunca, jamás, intentaría conducir él solo un vehículo energético: coche de tierra, aerocoche, volador, lanzadera o cualquier otro tipo de artefacto sin nombre. Los caballos y las bicicletas habían sido un compromiso, y aunque milord odiaba los cascos, accedió a usarlos.
Sin embargo, Flacucho no tenía que saber todo esto, así que Roic retocó los hechos médicos hasta el límite de su invención hasta que Flacucho, la duda creciendo en sus ojos, cedió y dijo:
—¡Muy bien! Preguntaré. —Y añadió, como no habría hecho ningún profesional—: Pero no he visto por aquí a nadie que se parezca a ese tipo.
Flacucho se marchó, dejando a Roic pensando: «Oh-oh. Sicario, no jefe.» Flacucho parecía del tipo de los que Roic había conocido a menudo en sus días como guardia urbano en la capital de Hassadar del Distrito Vorkosigan. Aunque no era lo suficientemente digno de confianza para que lo pusieran a cargo de nada que fuera más complicado que lavar platos, eran tipos fáciles de convencer de que todos sus problemas eran culpa de otro. Roic lo sabía porque solían contárselo, de manera profusa e incoherente, mientras se los llevaba a algún sitio seguro para que durmieran la mona y se les pasara el efecto de la bebida, las drogas o las discusiones. Eso no significaba que no pudieran ser verdaderamente peligrosos, sobre todo cuando se hallaban fuera de pie, y tampoco hacían falta piscinas muy profundas para que sucediera eso.
Ahora mismo, su propia piscina parecía un abismo. ¿Incluían los planes de los Libertadores del Legado matar a sus cautivos uno a uno hasta que se cumplieran sus demandas? «Nuestros pirados de Barrayar sin duda lo harían», pensó Roic, casi orgulloso. Sin embargo, hasta ahora, el asunto había sido extrañamente incruento: aturdidores y drogas, no agujas ni gas nervioso. Pero tal vez, tal vez (¿se atrevía a esperarlo?), milord no estaba en su lista.
Porque si milord moría estando a cargo de Roic, no podría hacer otra cosa sino dar testimonio a través de comunicación segura y cortarse la garganta allí mismo. Morir sería mejor que entregar el informe en mando a ciertas personas. Imaginó las caras del conde y la condesa Vorkosigan, de lady Ekaterin, al oír la noticia. Del comandante Pym, de Aurie. Imaginó a Sasha y la pequeña Helen, de cinco años (tendría que arrodillarse para mirarlos a los ojos): «¿Dónde está papá, Roic?»
Carecía de una hoja adecuada. Había oído decir que los prisioneros se ahogaban tragándose su propia lengua (dobló la suya experimentalmente), pero dudaba de que con él funcionara. Estaba la pared. Lo bastante fuerte para sujetar aquella maldita arandela, desde luego. ¿Podría golpearse con suficiente fuerza contra la pared para romperse un cuello tan recio como el suyo? Parecía prematuro, pero era algo a tener en cuenta. Milord tenía siempre en cuenta comer una buena comida antes de tomar decisiones de vida o muerte, y ahora que lo pensaba, lo mismo hacía milady. Roic suspiró, se arrastró y recogió su Come-Listo.