Criopolis (2 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Criopolis
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Para la ciencia ficción, la posibilidad, por remota que sea, existe gracias a la potencia especulativa del género, y eso genera una cultura que Lois McMaster Bujold analiza en esta novela y a la que se enfrenta Miles Vorkosigan llegado a un planeta del que se nos dice que está casi a igual distancia de la revolución o del colapso económico. En el seno de esta cultura, el personaje del criohuérfano Jin, guía e informante de Miles en el planeta, es un hallazgo más de los muchos a los que nos tiene acostumbrados Lois McMaster Bujold
.

La aventura, divertida e inteligente, está servida. ¡No se la pierdan! La protagoniza nada más y nada menos que Miles Vorkosigan

MIQUEL BARCELÓ

1

Caían ángeles por todas partes.

Miles parpadeó, intentando aclarar las vetas doradas que convertían su visión en meros destellos retinales, pero persistían empecinadas en forma de figuras diminutas, los rostros desconsolados, las bocas redondas. Oía sus gritos ondulantes como el chisporroteo de hogueras lejanas, los ecos amparados por las laderas de las montañas.

«Ah, magnífico. Alucinaciones auditivas también.»

Pero en su actual estado de confusión las visiones parecían más peligrosas. Si podía ver cosas que no estaban allí, también era posible que no viera cosas que sí estaban, como escaleras, o agujeros en el suelo de ese pasillo. O barandillas de balcones, pero, ¿no las sentiría, presionando contra su pecho? No es que no pudiera ver nada en esta oscuridad total… ni siquiera sus manos, que extendía inseguro por delante. Su corazón latía demasiado rápido, resonándole en los oídos como una marea ahogada, su boca seca jadeaba. Tenía que detenerse. Miró a los ángeles que caían, con el ceño fruncido, irritado. Si iban a brillar así, bien podrían al menos iluminar sus aledaños, como pequeñas luces gravitatorias celestiales. Nada más útil.

Tropezó, y su mano chocó contra algo que sonó a hueco. ¿Había cambiado esa parte de la pared? Recogió los brazos, abrazándose, temblando. «Sólo tengo frío, sí, eso es.» Cosa que debía de ser por el poder de la sugestión, ya que estaba sudando.

Vacilante, extendió de nuevo las manos y palpó la pared del pasillo. Empezó a avanzar más despacio, pasando ligeramente los dedos por las débiles líneas y ondulaciones de los bordes de los cajones y los pomos, fila tras fila, almacenados hacia arriba, fuera de su alcance. Detrás de cada cajón, un cadáver: tieso, silencioso, aguardando con loca esperanza. Cien cadáveres cada treinta pasos más o menos, miles más alrededor de cada esquina, cientos de miles en este laberinto perdido. Millones.

Esa parte, por desgracia, no era una alucinación.

Las Criotumbas, llamaban a este lugar que, según los rumores, serpenteaba a lo largo de kilómetros por debajo de la ciudad. Los ordenados bloques de nuevos mausoleos en la zona occidental de la urbe, la Criopolis, no abastecían todas las antiguas instalaciones dispersas alrededor y por debajo de la ciudad, que se remontaban a ciento cincuenta o doscientos años atrás, algunas todavía en funcionamiento, otras despejadas y abandonadas. ¿Algunas abandonadas sin ser despejadas? Miles se esforzó por escuchar, tratando de detectar un zumbido tranquilizador de las máquinas refrigeradoras más allá de la marea de sangre y los gritos de los ángeles. Eso sí que era una pesadilla para él: todas aquellas filas de cajones que encontraba bajo sus dedos y que ocultaban no una esperanza congelada, sino la cálida y pútrida muerte.

Sería estúpido echar a correr.

Los ángeles seguían cayendo. Miles se negó a permitir que lo que quedaba de su mente se distrajera en un intento por contarlos, ni siquiera por un método estadísticamente válido de muestreo y multiplicación. Miles había hecho la cuenta de la vieja manera cuando llegó por primera vez a Kibou-daini, ¿cuándo, hacía cinco días? «Parece más tiempo.» Si los criocadáveres se almacenaban en los pasillos con una densidad, de media, de cien cada diez metros, eso hacía diez mil por cada kilómetro de pasillo. Cien kilómetros de pasillos por cada millón de muertos congelados. Por tanto, entre ciento cincuenta y doscientos kilómetros de criopasillos se extendían bajo esta ciudad de algún modo.

«Estoy tan perdido.»

Sus manos estaban despellejadas y doloridas, las rodilleras de los pantalones desgarradas y húmedas. ¿De sangre? Había habido conductos y túneles, ¿no? Sí, lo que habían parecido kilómetros también. Y más túneles de servicio corrientes, iluminados por tubos en el techo y sin la carga de siglos de mortandad. Sus agotadas piernas tropezaron, y se detuvo una vez más, para asegurarse de su equilibrio. Deseó intensamente tener su bastón, perdido en la escaramuza anterior (¿cuántas horas habían pasado ya?), y que ahora podría utilizar como un ciego de la Vieja Tierra o de la propia Era del Aislamiento de Barrayar, golpeando con él delante de sus pies en busca de esos agujeros del suelo, tan vividamente imaginados.

Sus secuestradores no lo habían golpeado demasiado en la trampa que les salió mal, confiando en cambio en un hipospray de sedantes para mantener al cautivo bajo control. Por desgracia eran el mismo tipo de sedantes a los que Miles era violentamente alérgico, o incluso, a juzgar por sus síntomas actuales, la misma droga. Se esperaban un aturdido peso muerto y en cambio se encontraron luchando con un hombrecillo maníaco y gritón. Eso sugería que sus captores no lo sabían todo sobre él, una idea algo reconfortante.

O tal vez no sabían nada. «Hijos de puta, podéis apostar a que ahora mismo estáis en lo alto de la lista del lord Auditor Imperial Miles Vorkosigan. Pero ¿con qué nombres? Sólo cinco días en este maravilloso mundo, y ya unos desconocidos absolutos intentan matarme.»Tristemente, ni siquiera era un récord. Deseó saber quiénes eran. Deseó estar de vuela en el Imperio de Barrayar, donde el temible título de Auditor Imperial significaba algo para la gente. «Desearía que estos puñeteros ángeles dejaran de chillarme.»

—Bandadas de ángeles —murmuró, experimentando un cántico—, cantadme para que descanse.

Los ángeles rechazaron convertirse en una bola, como un fuego fatuo, y conducirlo fuera de este lugar. Se le acabó la vana esperanza de que su subconsciente hubiera estado controlando su dirección mientras el resto de su mente estaba fuera de combate, para inspirarlo de forma dramática. Hacia delante. Un pie delante del otro, ¿no era la forma adulta de resolver los problemas? Sin duda, a su edad, ya tendría que ser un adulto.

Se preguntó si estaba caminando en círculos.

Su mano encontró aire negro en un estrecho cruce, hecho para acceder a las máquinas de apoyo de este lado, que ignoró. Más tarde, otro. Ya había picado y había explorado demasiados, lo cual en parte explicaba cómo había dado la vuelta tan horriblemente.

Seguir recto o, si este pasillo era un callejón sin salida, a la derecha, en la medida de lo posible, ésa era su nueva regla.

Pero entonces sus dedos se toparon con algo que no era una hilera de criocajones, y se detuvo bruscamente. Palpó sin volverse, porque volverse, lo había descubierto, destruía la poca orientación que todavía poseía. ¡Sí, una puerta! Deseó que no fuera sólo otro trastero. Que no estuviera cerrada con llave, para variar.

«¡No está cerrada, bien!» Miles siseó entre dientes y tiró. Las bisagras chirriaron por la corrosión. ¡Parecía pesar una tonelada, pero la maldita cosa se movió! Coló un pie por la abertura y palpó alrededor. Había suelo, no un agujero… si sus sentidos no volvían a mentirle. No tenía nada con lo que mantener la puerta abierta; esperó con todas sus fuerzas volver a encontrarla si esto resultaba ser otro callejón sin salida. Con cuidado, se puso a cuatro patas y pasó, palpando ante él.

No era otro trastero. ¡Escaleras, escaleras de emergencia! Parecía estar en un rellano delante de la puerta. A su derecha, los peldaños subían, fríos y sucios bajo su mano magullada. A su izquierda, bajaban. ¿Por qué camino? Tendría que empezar a subir, tarde o temprano, sin duda. Probablemente era una ilusión, aunque poderosa, creer que podría descender eternamente. Este laberinto no podía bajar hasta el magma del planeta, después de todo. El calor derretiría a los muertos.

Había una barandilla, no demasiado débil, pero empezó a subir a cuatro patas de todas formas, palpando cada escalón para asegurarse de que estaba allí antes de apoyar su peso en él. Un cambio de dirección, más dolorosa subida. Otro giro en otro rellano. Probó con la puerta, que tampoco estaba cerrada con llave, pero no entró. No se permitirá volver aquí a menos que se quedara sin escaleras, con esas interminables filas de cadáveres. Trató de contar los tramos, pero perdió la cuenta después de unos cuantos giros. Se oyó a sí mismo gemir entre dientes al ritmo del ulular de los ángeles, y se obligó a guardar silencio. Oh, Dios, ¿eso que veía allí arriba era un leve brillo gris? ¿Luz real, o sólo otro espejismo?

Supo que era luz de verdad cuando vislumbró el pálido brillo de sus manos, los blancos fantasmas de las mangas de su camisa. No se había deshecho en la oscuridad, después de todo.

En el siguiente rellano encontró una puerta con una ventana de verdad, un panel cuadrado y sucio tan ancho como sus dos brazos extendidos. Torció el cuello y se asomó, parpadeando contra el tono gris que parecía tan brillante como el fuego y lo hacía lloriquear. «Oh, dioses y pececillos, que no esté cerrada…»

Empujó, y soltó un suspiro de alivio cuando la puerta se movió. No chirrió tan fuerte como la de abajo. «Podría ser un tejado. Cuidado.» Reptó de nuevo, hasta salir por fin al aire libre. No era un tejado, sino un ancho callejón a nivel del suelo. Apoyando una mano en la pared de estuco tras él, Miles se puso en pie y contempló nubes de color pizarra, una niebla pegajosa, y un atardecer que caía. Todo luminoso como no podía imaginarse.

La estructura de la que acababa de salir se alzaba una planta más, pero enfrente otro edificio se elevaba más aún. No parecía tener puertas a este lado, ni ventanas bajas, pero arriba, paneles oscuros brillaban plateados con la luz difusa. Ninguna estaba rota, pero las ventanas tenían un aspecto vacío y fantasmal, como los ojos de una mujer abandonada. Se parecía bastante a una zona industrial, sin tiendas ni casas a la vista. No había luces, ni de seguridad ni de otro tipo. ¿Almacenes, o una fábrica desierta? Un viento helado arrastró una bolsa de plástico por el resquebrajado pavimento, un pedazo de basura brillante más sólida que todos los ángeles quejumbrosos del mundo. O de su cabeza. Lo que fuera.

Se encontraba todavía, según juzgó, en la capital de la Prefectura Territorial de Northbridge, o Kitahashi, ya que todos los lugares de este planeta parecían alardear de tener dos nombres intercambiables, para asegurar la confusión del turista, sin duda. De haber llegado a cualquier otra zona urbana de este tamaño, tendría que haber caminado más de cien kilómetros bajo tierra en línea recta, y aunque los cien kilómetros no serían pan comido considerando cómo tenía ahora los pies, lo de la línea recta quedaba descartado del todo. Podría estar irónicamente cerca de su punto de partida en el centro de la ciudad, pero en conjunto le parecía que no.

Apoyando una mano en el áspero estuco, en parte para sujetarse y en parte porque ahora se había convertido en una sombría costumbre supersticiosa, Miles se volvió a la derecha y siguió el callejón hasta el primer cruce. La acera estaba fría. Sus captores le habían quitado los zapatos al principio; tenía los calcetines hechos jirones, y posiblemente también la piel, pero tenía los pies demasiado entumecidos para sentir dolor.

Su mano pasó sobre un grafiti viejo, hecho con pintura roja y luego borrado de manera imperfecta. «Quemad a los muertos.» No era la primera vez que veía el eslogan desde que había llegado: una vez en la pared de un paso a nivel camino del espaciopuerto, donde una cuadrilla de limpieza trabajaba ya para quitar la pintada, y con más frecuencia en los túneles de servicio, donde no se esperaba que se aventurara ningún turista. En Barrayar, la gente quemaba ofrendas para los muertos, pero Miles sospechaba que no era eso lo que significaba aquí. La misteriosa frase estaba en su lista de cosas que tenía que investigar, antes de que todo se torciera… ¿ayer? ¿Esta mañana?

Tras doblar la esquina llegó a otra calle o carretera de acceso sin iluminar, cerrada al otro lado por una verja ajada. Miles vaciló. De la penumbra y la lluvia de ángeles surgieron dos figuras que caminaban una al lado de la otra. Miles parpadeó rápidamente, intentando aclararse, y luego deseó no haberlo hecho.

La figura de la derecha era un lagarto perlado de Tau Ceti, tan alto, o tan bajo, como él mismo. Su piel ondulaba con escamas de colores diversos, marrones, amarillas, negras, marfil en el cuello alrededor de la garganta y en la panza, pero en vez de avanzar a saltitos como un sapo, caminaba recto, lo cual era una pista. Un auténtico lagarto perlado de Tau Ceti, a cuatro patas, podría llegarle a Miles a la cintura, así que no era especialmente grande para su especie. Pero también llevaba sacos colgando de las manos, algo que claramente no casaba con la conducta de un lagarto perlado auténtico.

Su compañero, el más alto… bueno. Una cucaracha mantequera de metro ochenta de alto era claramente una criatura salida de sus pesadillas. Con su aspecto de sabandija gigante, el abdomen pálido y pulsante, las alas marrones dobladas sobre el caparazón, y la cabeza bamboleante, caminaba sin embargo sobre dos patas traseras finas como palillos y también llevaba sacos de tela en las garras delanteras. Sus patas centrales desaparecían y volvían a aparecer inseguras, y el cerebro de Miles no podía decidir exactamente cómo considerar al repulsivo bicho.

Mientras la pareja se acercaba y frenaba el paso, mirándolo, Miles se apoyó con más fuerza en la pared más cercana y dijo con cautela:

—Hola…

La cucaracha volvió su cabeza de insecto y lo estudió a su vez.

—No te acerques, Jin —aconsejó a su compañero más bajito—. Parece una especie de drogata perdido. Mírale los ojos.

Sus mandíbulas y palpos se agitaban mientras hablaba, y su voz masculina sonaba como la de un viejo cascarrabias.

Miles quiso decir que, aunque en efecto estaba drogado, no era ningún adicto, pero aclarar la distinción parecía un desafío demasiado grande. Probó en cambio con una sonrisa grande y tranquilizadora. Sus alucinaciones retrocedieron.

—Eh —dijo Miles, molesto—. No puedo tener un aspecto tan malo como lo tienen ustedes para mí. Acéptenlo.

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