—Miles-san dijo que tenía que llevarle una respuesta.
—Sí —dijo el cónsul—. Espera ahí.
Señaló una silla junto a la pared, una de un par que flanqueaban un pequeño escritorio con flores de seda en lo alto, y un espejo encima. Ambos hombres volvieron a bajar corriendo las escaleras.
Jin se sentó. Sólo la firmeza y la brevedad de aquel «sí» le dieron valor para no echar a correr mientras tenía la oportunidad. Por mucho que dudaran de Jin, parecían tomarse en serio la carta de Miles-san, lo cual era un alivio.
Se quedó solo largo rato. Se levantó una vez, para echar un vistazo a las habitaciones que flanqueaban el vestíbulo. Una era una especie de salón, muy bonito; la otra era más austera, con aspecto de oficina. No había ningún indicio de animales, ni siquiera un pájaro en una jaula o un gato. Se alegró de no haberse puesto a buscar cuando otro hombre salió del pasillo del fondo, lo miró sorprendido, y dijo:
—¿Puedo ayudarte?
Al menos este tipo hablaba con acento normal de Kibou. Jin negó vigorosamente con la cabeza.
—El teniente Johannes se encarga de eso. De mí.
La calma con la que Jin pronunció el nombre del teniente pareció tranquilizar al hombre.
—Oh —dijo, y volvió a entrar en la oficina, para sentarse de nuevo ante la comuconsola e iniciar allí algún tipo de trabajo. Jin se quedó sentado en su asiento después de eso.
Vorlynkin regresó al cabo de un largo rato. Traía en la mano otro sobre sellado, sencillo y con aspecto comercial, mucho más grueso que el que Jin había entregado.
—¿Crees que podrás entregarle esto en mano a lord Vorkosigan… y sólo a él?
Jin se levantó.
—He llegado hasta aquí.
—Sí que lo has hecho.
Con visible reticencia, el cónsul le entregó el sobre. Jin se lo guardó dentro de la camisa una vez más, y no perdió tiempo en escapar.
«No he comprendido nada.» Jin miró hacia atrás, aprensivo, mientras atravesaba una vez más la verja de hierro. Pero se alegró de que Miles-san pareciera tener amigos. Más o menos.
En cuanto vio a Jin saltar el pretil, Miles regresó a la cafetería del sótano, cuidando de no perderse. Al parecer llegaba temprano para almorzar, ya que sólo unas cuantas cabezas se volvieron para seguirlo. Se le ocurrió que aquí llamaba menos la atención con esta ropa hecha jirones que si hubiera llevado su uniforme de Auditor Imperial, un traje tan severo que indicaba «persona peligrosa» en todo el Nexo no importaba cuáles fueran las características de la moda local. «Refugiado callejero» era una opción mucho mejor para sus necesidades actuales.
El puñado de mesas estaba separado de la cocina por un gran mostrador, con armarios de metal encima. Miles se acercó y encontró un gran samovar eléctrico que prometía té. Junto al dispensador había una colección dispar de tazones, con un cartel escrito a mano que decía «¡Friega tu taza!». No podía decir si las tazas eran personales o para uso de cualquiera, lo cual le ofreció una oportunidad perfecta para entablar conversación con la mujer, evidentemente la sustituta de Ako, que removía una olla con diez litros de sopa.
Se dirigió a ella:
—¿Puedo usar una de éstas?
La mujer se encogió de hombros.
—Adelante. Pero friéguela después. —Dio un golpecito con el cucharón en el borde de la olla y lo hizo a un lado—. ¿Es nuevo aquí?
—Muy nuevo.
—Las reglas son: cocina lo que quieras, friega después, sustituye lo que uses, contribuye con dinero a la despensa cuando puedas. Apúntate en el turno de limpieza que hay delante del frigorífico.
—Gracias. Sólo té por ahora…
Miles tomó un sorbo. Estaba hecho a fuego lento, era barato y amargo, y sirvió a su propósito de animarlo en ambos sentidos.
—¿Lleva aquí mucho tiempo?
—Vine con mi abuela. No estaré mucho más.
Mientras él decidía cómo hacer que no se abundara sobre eso, una voz familiar y cascarrabias sonó tras el mostrador.
—¿Está lista ya la sopa?
Un hombre alto y encorvado se asomó a mirar a través de la ventanilla para servir. Unos impresionantes bigotes blancos caídos reforzaban su ceño fruncido, y se agitaban mientras hablaba. Como los palpos de un insecto, ah.
—Otra media hora —respondió la mujer—. Vuelve a sentarte.
—Creo que lo conozco —murmuró Miles—. ¿No se llama Yani?
—Sí, es él.
Yani acercó los pies para coger una taza de té del dispensador. Miró a Miles con mala cara.
Miles le respondió con una sonrisa jovial.
—Buenos días, Yani.
—Así que ya está sobrio. Bien. Váyase a casa.
Yani cogió su taza con las dos manos, para compensar los temblores tal vez, y volvió a una de las mesas. Miles, impertérrito, lo siguió y se sentó frente a él.
—¿Por qué no se ha marchado? —preguntó Yani.
—Todavía estoy esperando mi taxi, como si dijéramos…
—Nos pasa a todos.
—Jin dice que es usted un redivivo. ¿De verdad que se hizo congelar hace un siglo?
Eso debió de ser allá por el final de la Era del Aislamiento de Barrayar, al inicio de un torrente de nueva historia que Yani se había pasado más o menos durmiendo.
—Cabría imaginar que los cronistas orales se le echarían encima.
Yani soltó una risa amarga.
—No crea. Aquí la gente está harta de entrevistas a redivivos. Creí que los periódicos irían a pagarme, pero somos demasiados. No nos quiere nadie. Todo cuesta demasiado. La ciudad es harto grande. Se suponía que los asentamientos estarían más esparcidos. Demonios, yo creía que la terraformación estaría ya a medio camino del polo. La política ha salido mal, y ya nadie tiene modales…
Miles fue haciendo ruiditos de asentimiento. Si había una cosa que había aprendido en su juventud, era cómo complacer a un anciano escuchando sus quejas. Yani no necesitaba más que un gesto para lanzarse a denunciar el moderno Kibou, un mundo que no tenía ni necesidad de él ni sitio. Algunas de sus frases eran tan manidas que salían en forma de párrafo, como si las hubiera contado una y otra vez a quien se parara a escucharlo. Que, por cierto, no era nadie: los otros pocos residentes que entraron dieron un amplio rodeo a la mesa de Yani. Sus ojos reumáticos se animaron ante este nuevo público que no mostraba signos visibles de querer salir por piernas, y el estatus de drogata sospechoso de Miles quedó temporalmente olvidado.
Mientras Yani seguía hablando, Miles recordó a su propio abuelo. El general y conde Piotr Vorkosigan, libertador planetario, deshacedor y rehacedor de emperadores, y causante de un montón de historia que Yani se había perdido, había engendrado a su heredero siendo ya mayor, así que había casi tres generaciones entre abuelo y nieto en vez de dos. Con todo, se habían amado el uno al otro a su modo peculiar. ¿Cómo habría cambiado la vida de Miles si Piotr hubiera sido congelado cuando Miles tenía diecisiete años, en vez de enterrado de verdad en el suelo? ¿La posibilidad de su regreso habría sido una promesa, o una amenaza?
El viejo general fue como un árbol, pero un árbol no sólo da refugio de la tormenta. ¿Cuán distinto sería Barrayar si aquella recia torre no hubiera caído, permitiendo que la luz del sol penetrara hasta el suelo del bosque para que crecieran nuevos brotes? ¿Y si el único modo de efectuar cambios en Barrayar hubiera sido destruir violentamente lo que había existido antes, en vez de esperar a que el ciclo de las generaciones lo eliminara lentamente?
Por primera vez, a Miles se le ocurrió que podría no ser sólo cuestión de votos, ni siquiera de la falta de progresos médicos para invertir el deterioro geriátrico, lo que hacía que las criocorporaciones congelaran a más clientes de los que revivían.
Yani se había lanzado ahora a una larga diatriba sobre cómo su criocorporación lo había estafado, evidentemente no entregándolo a este nuevo mundo físicamente joven, rico y famoso, que era más o menos como había vuelto Miles al suyo. Yani parecía un viajero del tiempo que hubiera descubierto por la tremenda que no le gustaba más su destino que su punto de partida, y que no llegaba a comprender que el único factor común era él mismo, y que ahora no podía volver atrás. ¿Cuántos como él recorrían las calles de Kibou? Miles aprovechó que tenían las tazas vacías para coger ambas y levantarse para volver a llenarlas.
Mientras fregaba su taza y llenaba la de Yani, le murmuró a la cocinera:
—¿Es cierto que Yani fue rechazado por ser un redivivo?
Ella bufó.
—Yo me atrevería a decir que nadie lo quería tampoco hace cien años. No sé por qué pensaba que el mundo habría cambiado.
Miles contuvo una sonrisa.
—No me extraña.
Ella advirtió el conato de sonrisa, y lo miró con más atención.
—No es usted muy viejo. ¿Está enfermo?
Miles parpadeó.
—¿Tan resacoso parezco?
—Pensé que por eso estaría aquí.
—Bueno, tengo una enfermedad crónica, pero no me gusta hablar mucho del tema.
¿Cómo se había dado cuenta la mujer? Un desorden como el suyo apenas se notaba por fuera, como, digamos, las lesiones en la piel. Miles sospechó que aquí tenía de nuevo una conversación de la que poder ir tirando, y que le acababan de poner una pista en bandeja. Pero ¿de qué se trataba?
Sin embargo, antes de que pudiera continuar, ella se dio la vuelta y dijo:
—¡Oh! ¡Tenbury-san!
Un montón de cabezas se volvieron hacia la puerta, por la que entraba un hombre con un mono gastado, una camisa con las mangas subidas y una enorme cantidad de pelo, pero las miradas fueron seguidas principalmente por breves gestos con la cabeza o saludos amistosos. Los saludos fueron correspondidos igualmente en silencio. El hombre se acercó a la zona de la cocina. Metió las manos en la maraña de su barba gris amarronada para rascarse la barbilla, saludó a la cocinera con otro gesto y extendió una vasija familiar, que ella cogió para fregarla y llenarla de café.
—Tu almuerzo está preparado, Tenbury-san —dijo ella por encima de su hombro—. El saco está en el frigorífico.
El hombre gruñó dando las gracias y se puso a hurgar dentro del refrigerador industrial. Miles advirtió que debajo de toda aquella mata de pelo no tenía la constitución de un oso, sino que era flaco y pálido. Extrajo un saco de tela, se volvió y miró a Miles.
—Usted es nuevo.
—Soy amigo de Jin —respondió Miles, no del todo directamente. «O al menos, él me recogió.»
—¿De veras? ¿Dónde está el chico?
—Lo envié a que me hiciera un recado.
—Oh. Bien. Ya es hora de que trabaje en algo.
—Hay un grifo que gotea en el dos-diez —le informó la cocinera.
—Vale, vale. Traeré mis herramientas después de cenar —dijo el hombre. Recogió su vasija y se marchó.
—¿Quién era ése? —preguntó Miles mientras la cocinera cogía de nuevo su cucharón.
—Tenbury. Es el custodio.
Miles recordó tenuemente haber oído el término un par de veces antes, y se preguntó si su significado era tan fuera de lo corriente como el de secretaria de Suze. Pero si realmente quería saber de dónde venía la energía y adónde iban los residuos, ésta era su oportunidad. ¿Debería esperar a Jin para ponerse manos a la obra? Miles no tenía mucho tiempo para explorar. Sus pies se pusieron en marcha, decidiendo por él.
Hizo a la cocinera un gesto de despedida con la mano, dejó la taza llena junto a Yani, dio un golpecito con los nudillos en la mesa para indicar que se marchaba, y llegó a la puerta justo a tiempo para seguir los pasos de Tenbury. Las gastadas suelas de goma de los zapatos recuperados de la basura de Miles eran tan silenciosas como esperaba. Chirriaron unos goznes. Miles rodeó una esquina para descubrir que una puerta volvía a cerrarse de nuevo en otra escalera. Tomó aliento y continuó.
Los escalones descendían hasta la oscuridad. Su respiración se avivó. Para intenso alivio, un súbito brillo se reflejó en las paredes de delante: Tenbury había sacado una linterna. Así que el hombre no veía en la oscuridad como un hombre lobo; bien. En el cuarto rellano, el roce de una puerta pesada al abrirse fue seguido por la pérdida de la luz reflejada. Miles avivó el paso, extendió las manos y encontró el picaporte. Abrió la puerta con más cautela, poniéndose de lado para pasar por la abertura y cerrándola con el mínimo de sonido.
La luz oscilante se perdía a su derecha. Se volvió hacia ella, pensando que los fuegos fatuos atraían a los viajeros incautos a su perdición. Mientras la seguía fue consciente de los pequeños destellos que bailaban en el borde de su visión como luciérnagas flotantes, aumentando el efecto engullidor de la noche. Parpadeó, y se convirtieron en luces indicadoras dispersas, verdes para todo va bien, colocadas al azar a ambos lados de las paredes del pasillo.
Reacio, Miles extendió la mano y la dejó correr por encima de los ahora familiares bultos de las apretadas filas de los criocajones. Excepto que éstos no estaban abandonados y vacíos, sino en funcionamiento, o al menos una porción de ellos. Bien aislados, las caras de los cajones estaban a temperatura ambiente: no había peligro de que su piel se congelara y él quedara atrapado en una creciente crisálida de bloques de hielo. Retiró la mano de todas formas, dirigiéndose al centro del pasillo ayudado por la luz fantasmal.
Se detuvo de golpe cuando, al fondo del pasillo, se abrió otra puerta. Luces corrientes de oficinas-laboratorios-viviendas lo deslumbraron temporalmente, creando un halo en torno a una cabeza peluda que afortunadamente no se dio la vuelta. La puerta se cerró, y Miles se sumergió de nuevo en la oscuridad. A medida que su visión nocturna regresó lentamente la densa oscuridad quedó aliviada, si ésa era la palabra, por las lucecitas verdes dispersas. Apenas podía distinguir las mangas de su camisa.
Bien, así que no había encontrado el surtidor ni los transformadores eléctricos. Había encontrado el secreto más profundo de este lugar: criocámaras en funcionamiento. Un puñado de misterios encajaron en su sitio.
Suze y compañía dirigían una criocorporación secreta. No, una criocooperativa. Y, a menos que estuviera equivocado, sin licencia, sin pagar impuestos y sin pasar por ninguna inspección. Clandestina, ilegal en todos los sentidos.
Kibou-daini, un planeta entero tan obsesionado con burlar la muerte que incluso la gente de la calle conseguía rapiñar esperanza.
Lo cual era mejor que vivir, y morir, en una caja de cartón a la intemperie, Miles tuvo que admitirlo. Abrió la boca en lo que podría haber sido una risa silenciosa. «Y yo creía que había hecho algunas cosas audaces en mis tiempos…» Cómo demonios Suze y los ayudantes que pudiera tener a sus órdenes habían conseguido controlar una instalación entera, cuando este lugar estaba siendo desmantelado y despojado, sus clientes trasladados a la elegante nueva Criopolis de la zona oeste, con sus brillantes pirámides iluminadas, era una historia que Miles de pronto se moría por escuchar.