Crónicas de la América profunda (4 page)

BOOK: Crónicas de la América profunda
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El problema es que el seguro médico le cuesta tanto como el alquiler. Su marido gana ocho dólares por hora limpiando coches en un concesionario, y si no hay accidentes les quedan 55 dólares a la semana para comida, calefacción y todo lo demás. Pero si surge un pequeño gasto extra, aunque sea de sólo treinta dólares, lo compensan no yendo a comprar una de las medicinas de Dottie —o tal vez dos, o tres—, con lo cual ella va enfermando cada vez más, hasta que pueden permitirse volver a comprar esas medicinas. A sus cincuenta y nueve años, estos repetidos subidones de la presión arterial y los aumentos repentinos de la diabetes le garantizan que no podrá cobrar de la Seguridad Social por mucho tiempo una vez cumplidos los sesenta y tres años, suponiendo que llegue a cumplirlos. Cualquier día, esta dama tan voluminosa dejará de cantar.

Dot empezó a trabajar a los trece años. Se casó a los quince. Nada del otro mundo. Si le añades que «aprendió a tocar la guitarra a los seis», ya tendrás un retrato muy preciso de la vida normal de la mitad de los sureños de mi clase y generación. Dot ha limpiado casas y servido mesas, y pagado la Seguridad Social durante toda su vida. Pero en los últimos tres años no ha podido trabajar debido a su estado de salud. La insuficiencia cardíaca que padece Dot es tan grave que esta noche apenas podrá cantar un par de canciones antes de encontrarse a punto de sufrir un desmayo.

Con todo, los administradores locales de la Seguridad Social, calvinistas impasibles y tontos del culo que atesoran los dólares federales como si fueran suyos por aquello de que hay que ser muy responsable con el uso que le damos al dinero de los contribuyentes, le han dicho una y otra vez a Dot que podría trabajar perfectamente a tiempo completo. A lo que Dot en una ocasión respondió: «¿Trabajar? Escuche, señorita, no puedo caminar y casi no veo. Ni siquiera puedo respirar cuando canto. ¿Qué maldito trabajo se le ocurre a usted que me vendría bien? ¿Hacer de muñeco Michelín a la entrada de una gasolinera?». Incapaz de conmoverse con pequeñeces tales como la miseria humana, la funcionaria logró que Dot saliese llorando de la oficina. De hecho, ahora Dot se pasa todo el tiempo llorando. No obstante, esta noche nos deleitará con una canción, quizá incluso con dos. Luego bajará del escenario con la ayuda de su bastón, la subirán a un coche y la llevarán a casa.

Aunque pueda parecer que mi gente usa las urnas electorales como instrumento de autoflagelación, la verdad es que Dottie votaría por cualquier candidato —negro, blanco, lisiado, ciego o chiflado— que ella creyera que realmente se tomaría la molestia de ayudarla. Lo sé porque le he preguntado si votaría por un candidato que quisiera crear un programa nacional de asistencia sanitaria. «¿Votarle? ¡Se la chuparía encantada!». No es frecuente que los votantes lleguen a tales extremos en su aprobación de los candidatos.

Pero ningún candidato, ni republicano ni demócrata, ofrecerá asistencia sanitaria, o nada que merezca de verdad ese nombre, aunque tengo el presentimiento de que para las próximas elecciones los demócratas harán circular algún falso rumor al respecto. Con suerte, a Dottie la llamará un encuestador, valorará por teléfono su intención de voto e introducirá sus datos en un ordenador. Pero ése es el contacto más cercano que nuestro sistema está dispuesto a establecer con una mujer diabética de ciento treinta kilos, propietaria de un pajarito y con un marido demasiado deprimido para abandonar la butaca frente al televisor como no sea para ir a mear o porque se le haya hecho la hora de enfilar sus torpes pasos rumbo al trabajo de lavacoches.

Se supone que los norteamericanos son todos asquerosamente sanos, universitarios, ricos y felices. Pero en Latinoamérica he visto a indios semidesnudos comiendo larvas y fregando la ropa en las rocas del río que eran mucho más felices que mis conciudadanos y que, en algunos casos, estaban más protegidos por sus gobernantes. Una vez, en Sonora, México, en un poblado de indios saris, me puse muy enfermo y necesitaba un médico. Todos y cada uno de los indios sari de aquel estado de México gozaban de asistencia sanitaria, pero el norteamericano que estaba defecando hasta los intestinos detrás de sus chozas, aquel hombre con unos ingresos anuales cincuenta veces superiores a los de ellos, no podía pagarse un seguro médico en su propio país porque era un joven periodista autónomo y carecía del sistema de protección con que suelen contar los asalariados de un periódico o una revista. De todos modos, ojalá también pudiera decir que los saris tenían un medicamento autóctono capaz de curar la disentería. Por desgracia, no es así.

Es suficiente para sentir nostalgia por los dos únicos presidentes estadounidenses que hicieron campaña a favor de una asistencia sanitaria para todos: Nixon y Johnson. Muéstrenme a un partido político dispuesto a aproximarse a la gente trabajadora norteamericana y hacer campaña electoral puerta a puerta en ciudades y barrios como los míos —que es lo que habría que hacer para movilizar a esta panda de obreros pringados— y ese partido podrá abrir una brecha en la muralla que separa la colina del Capitolio de las personas a las que se supone que los políticos sirven. Pero todos sabemos que eso es más que improbable. Los partidos no lideran revoluciones: se limitan a caminar en pos de ellas. Y eso sólo en caso de verse forzados a hacerlo. Los demócratas comenzaron a apoyar al movimiento en defensa de los derechos civiles solamente después de que los linchamientos y los manguerazos a presión y las multitudinarias manifestaciones provocaran el suficiente escándalo público como para que esos políticos pensaran que podían arañar algún que otro voto gracias al lamentable espectáculo que podía verse cada noche en todos los televisores del país. Eso fue cuando todavía era posible que ver en llamas una vieja ciudad como la mía llamara la atención de Washington. Sospecho que, si hoy en día ocurriese algo así, lo más probable es que la reacción se limitase a enviar a las fuerzas de seguridad a calmar los ánimos.

Pero Dink y Pootie y Dot son los norteamericanos menos predispuestos a rebelarse y montar unos disturbios callejeros de verdad. El espíritu disidente no cala lo suficiente en Estados Unidos como para llegar a ciudades como Winchester, Virginia. Nunca lo ha hecho. En cualquier caso, aun siendo escasamente propensos a la revolución, estos mismos ciudadanos le han dado alas a la revolución de la derecha con sus votos, esa misma revolución de derechas que surgió de ciertos supuestos conflictos culturales acerca de los cuales ninguno de ellos ni siquiera ha oído hablar en su vida.

En los viejos tiempos, la lucha de clases se libraba entre ricos y pobres, y ése es el tipo de lucha de clases en la que yo puedo hincar el diente. Hoy en día está claro que esa lucha se libra entre los ilustrados y los ignorantes, lo que desde luego produce un conflicto cultural, si es así como queremos denominarlo. Pero lo cierto es que nadie conseguirá acercarse a Dink ni a Dot, ni a ninguno de los que están de este lado de la ciudad, y menos con todo ese parloteo elitista acerca de los conflictos culturales. Bastante cuesta llegar a ellos argumentando algo tan sencillo como que los republicanos son el partido de los supermillonarios brutos e insensibles. Si les preguntas a ellos, los más brutos son los que acaban haciéndose ricos. Sin ir más lejos, fijémonos en Bobby Fulk, el agente inmobiliario con el que todos crecimos. Es más tonto que hecho de encargo, pero tiene unos cuantos millones. Y todavía bebe Bud Light y se pasa por el Royal Lunch de vez en cuando. Además, seguro que cualquiera de nosotros podría acertar la lotería de los veintinueve estados y llegar a ser tan rico como Bobby Fulk.

Para los progresistas va a ser una lucha muy complicada. Vamos a tener que recoger con nuestras propias manos y sin guantes este animal atropellado que yace en medio de la carretera. Vamos a tener que explicar todo eso del progresismo palabra por palabra a la gente del Royal Lunch, porque sus vidas de trabajadores pobres felizmente encerrados en guetos culturales como el de Winchester siempre han estado perfectamente encapsuladas por una mezcla de retórica religiosa, dinero, amiguismo y el mundo de las grandes corporaciones. Explicarles todo eso del progresismo requerirá un esfuerzo enorme, porque mis conciudadanos tienen asimilado el hecho de que son pobres y absolutamente ignorantes, y en muchos sentidos lo aceptan como su destino, y punto. Incluso cuando son humillados por la funcionaria de la Seguridad Social. Malcolm X lo dejó muy claro cuando dijo que el primer paso de la revolución tenía que ser la educación masiva del pueblo. Sin educación nada puede cambiar. Lo que mi gente necesita es que alguien les grite bien alto: «¡A ver si prestáis atención, maldita sea! Somos más brutos que un arado y necesitamos formación y cultura, a ver si de una puñetera vez nos enteramos de qué diablos pasa en el mundo». En una ocasión alguien me dijo eso y, junto con la recomendación de no mezclar nunca Mad Dog 20/20 (Mad Dog 20/20 es un vino baratísimo y peleón) con whisky, es el mejor consejo que me han dado en la vida. Pero en Norteamérica nadie va a alzar la voz para decir algo así, porque suena elitista. Suena antiamericano y antidemocrático. Y en determinados lugares, si sueltas algo parecido, de fijo que te rompen la nariz. En un sistema sucedáneo de la democracia, en el que se mantiene vivo el cuento chino de que todos somos iguales, es inaceptable decir que el hecho de que todos tengamos los mismos derechos constitucionales puede que no signifique que somos todos iguales. Hace falta disfrutar de una formación auténtica y de una verdadera voluntad de superación para como mínimo situarse en la línea de salida de quienes pretenden conseguir la igualdad socioeconómica.

¿Por qué mi gente es tan indiferente a la información? Aunque pueda parecerlo, nuestras madres no nos dejaron caer de cabeza al suelo cuando nos parieron. ¡Maldita sea!, ¡si gracias a nuestros hijos hasta tenemos Internet! Aun así debo decir que mi fe en Internet como democracia de la información se debilitó cuando una vez le sugerí a un amigo amenazado de desahucio por su casero que buscáramos en Google «derechos del inquilino» para así conocer sus posibilidades, y me quedé boquiabierto viéndolo teclear: «expulsión del inquilino». (Por si fuera poco, enseguida nos apareció la publicidad de una página web que decía:
JENNIFER LE LAME EL SABLE GIGANTE A SU VECINO
, y aquello consiguió distraernos). Dos semanas más tarde, sin embargo, mi amigo había encontrado NewsMax.com, el sitio web de los neoconservadores, y, mira por dónde, se las había arreglado solito para añadirlo a su lista de «favoritos». A veces creo que el Ilustre y Antiguo Partido Republicano estadounidense emite una feromona especial que atrae por igual a los memos y al dinero.

El desarrollo intelectual y vital de esta gente, la de los currantes más jodidos, no sólo se ve entorpecido por la estrechez mental provinciana de la sociedad en la que han nacido. Son seres predestinados a convertirse en siervos y permanecer toda la vida así por la existencia de una red local de familias adineradas, gente de la banca y la construcción, abogados y empresarios, a los que les va muy bien tener mano de obra barata, incondicional y obediente, capaz de pagar alquileres elevados y costosas facturas médicas. Esa élite social realiza una importante inversión en el cultivo de estas fuerzas de trabajo a base de no invertir en absoluto (¡a eso se llama sacar dinero de la nada!) en educación y calidad de vida, salvo en las suyas propias. Lugares como Winchester son, tal como ellos dicen, «paraísos del inversor». Lo cual se traduce en que son ciudades con impuestos bajos, pocas o nulas normativas locales, ningún movimiento sindical y una cámara de comercio dispuesta como una manada de putas a dar la bienvenida a cualquier nueva industria contaminante de ácido para baterías a cuyos empleados les esté prohibida la afiliación sindical. «¡La contaminación me la suda, tío! Vamos a vender unos terrenitos, amigo. ¡Vamos a trapichear con bienes raíces, que es lo que mola!». Grandes constructores, agentes inmobiliarios, abogados…, todo el mundo se lleva su tajada del pastel, todos excepto los mediocres y gilipollas palurdos no sindicados, que serán contratados con sueldos míseros en esa fantástica nueva fábrica de humos contaminantes.

Al mismo tiempo, y esto es más importante incluso que lo anterior, este cártel del mundo de los negocios controla a la mayoría de los cargos electos y consejos municipales. También domina los planes de urbanismo y las recalificaciones de solares, y controla el futuro del empleo local. Lo cual provoca situaciones absolutamente ridículas. Por ejemplo, cuando los educadores de nuestra ciudad decidieron celebrar un congreso sobre las futuras necesidades laborales de nuestra juventud, el principal conferenciante era el gerente de una planta industrial de la zona, Valley Protein, una enorme y apestosa fábrica de reciclaje donde cocinan animales atropellados y convierten la grasa derretida en una sustancia pegajosa que se usa como ingrediente en los piensos para el ganado. El conferenciante recibió una ferviente ovación del comité escolar y de los vendedores de conservas de Main Street, y nadie, ni una sola alma en toda la sala de congresos del hotel Best Western pensó que había ni un ápice de ironía en el aplauso.

Mientras tanto, los republicanos conservadores bombardean con una propaganda estrepitosa sobre «la responsabilidad personal» a los empleados de clase obrera que frecuentan el Royal Lunch. La mayoría de los trabajadores de por aquí creen en esa idea tan de moda, eso de «la responsabilidad personal». Sus padres y sus madres les enseñaron a aceptar la idea de que eran responsables de sus actos. Y ahora que ya son mayores asumen la responsabilidad de sus vidas y no quieren regalos del gobierno. Aceptar cualquier forma de ayuda social es para ellos una señal de fracaso y debilidad moral. Por lo tanto, no aprueban ningún tipo de gasto público destinado a ayudar a los necesitados. Pero, por mucho que confíen en sus propias fuerzas, ¿qué oportunidades están a su alcance teniendo en cuenta que viven con salarios que no les permiten ahorrar ni un centavo? ¿Qué oportunidades y qué futuro les esperan si viven al día y además ahora han de rezar para que no haya despidos en J. C. Penney, Home Depot o Toll Brothers Home?

Según los mitos económicos de los republicanos, los seres humanos son competidores económicos natos. El mercado es la nueva Olimpia donde el «hombre económico» realiza cabriolas y brincos; el todopoderoso mercado es racional y premia la eficiencia, la austeridad y el trabajo duro; y la libre competencia selecciona según criterios «racionales» a los que mejor compiten, lo cual significa que los ricos son merecedores del estatus del que disfrutan. Según la doctrina conservadora, la falta de éxito sólo se puede atribuir a la inferioridad, y por esta razón en el Royal Lunch casi todos se sienten unos seres inferiores desde el punto de vista social. Pero aun así, todos piensan que son personas capaces de confiar en sí mismas. Y aceptan la mandanga esa de la responsabilidad personal.

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