Crónicas de la América profunda (5 page)

BOOK: Crónicas de la América profunda
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Empezamos a oír el cuento de que Joe, el ciudadano medio, debía hacerse responsable de su propia vida y sin ninguna ayuda del gobierno allá por los años setenta, cuando los conservadores de la guerra fría, Irving Kristol y Norman Podhoretz, expusieron estas teorías llamándose a sí mismos «neoconservadores». Y así pusieron nombre a la tendencia política de ultraderecha que aborrecía apasionadamente los impuestos y cualquier clase de ayuda social, y favorecía un sistema de defensa nacional lo bastante poderoso como para que Estados Unidos dominara cualquier rincón del mundo o, llegado el caso, el mundo entero. Los neoconservadores odiaban el fenómeno de la contracultura y lo veían como el origen de todos los males de Norteamérica. Y contemplaron con preocupación el nacimiento de lo que para ellos era un pernicioso giro de la política norteamericana hacia el modelo europeo del Estado del bienestar, sobre todo con los programas de la «Gran Sociedad» de Lyndon Johnson, una época durante la cual hubo por primera vez financiación federal para escuelas públicas, préstamos universitarios, programas de inserción social y programas sanitarios, y que consiguió reducir a la mitad la pobreza en todo el país. América estaba cerca de convertirse en un Estado comunista del bienestar, exclamaban los neoconservadores, y más valía que la gente empezara a hacerse responsable de sí misma. Ha llovido muchísimo desde entonces, y hoy en día los
neocons
son prácticamente los amos del Partido Republicano, e intentan recortar todavía más las partidas de la Seguridad Social y reducir el seguro de desempleo, todo ello en nombre de la «responsabilidad personal».

Ahora bien, ¿qué clase de responsabilidad personal es posible en un entorno neoconservador? El único valor que posee un asalariado es su disposición a intercambiar un día de trabajo por un día de paga, cuyo precio nunca tiene derecho a decidir. ¿De qué recursos puede valerse para prosperar? Su único recurso es el salario que percibe. Pero en el nuevo entorno
neocon
resulta que ése no es un salario que le permita realizar ningún tipo de ahorro. Ni que le dé acceso a la educación superior. Le da justo para vivir al día, rezar para que no ocurra algún desastre que le haga perder su empleo y tener siempre la sensación de ser un perdedor. Otra cerveza, por favor.

Es cierto que aquí y allá todavía existen obreros de clase media, de la misma manera que aún hay sindicatos. Pero unos y otros están contra las cuerdas, como un viejo boxeador desfigurado y con la cara llena de cortes y los vasos capilares reventados, y sin que ningún árbitro se decida a intervenir para detener esa carnicería. El mito americano de la auto-superación no tiene otro propósito que hacer que los trabajadores pobres lleguen a la íntima conclusión de que en cierto modo son inferiores a los demás, dado que no son capaces de aplicar ese mito a sus propias vidas. ¡Maldita sea, Pootie!, ¡si hasta los inmigrantes se montan su propio negocio y les va bien! ¿Cómo es que a ti ni siquiera te alcanza para pagar los plazos del camión? Ahora mismo, y en esto coinciden hasta las cifras retocadas del gobierno, un tercio de los trabajadores norteamericanos gana menos de nueve dólares por hora. Dentro de una década, cinco de cada diez empleos con una tasa elevada de crecimiento serán de baja categoría, una broma cruel de la que la próxima generación no podrá escapar. Cada vez habrá más personas que trabajen como dependientes, cajeros de supermercado y empleados de la limpieza, según las estadísticas de la Oficina de Trabajo.

Algunos de nosotros nacimos hijos de un dios pringado, sabiendo desde el primer día que la vida no tiene por qué ser fácil y que apenas te da oportunidades para aplicar eso de la responsabilidad personal. Pero al menos siempre creímos que nuestros hijos podrían optar a una vida mejor. Es cierto que yo conseguí una vida mejor que la de mis padres. Actualmente resulta poco menos que imposible seguir creyendo en ese sueño. Estoy seguro de que si hoy mismo intentara entrar en la universidad con mis mediocres calificaciones de instituto de aquel entonces, sin ningún tipo de becas para estudiantes de familias pobres, sin programas de apoyo social para pagar la hipoteca, no llegaría ni de lejos a donde he llegado. Hace años había becas para la enseñanza media, y montones de programas de ayuda social, y la educación secundaria preparaba más o menos a la gente para el ingreso a la universidad.

Eso no significa que en aquel entonces no hubiera entre las clases una zanja profunda y detestable. Claro que la había. Pero ahora esa zanja se ha convertido en un abismo tan profundo como el cañón del Colorado, y va a peor. Los programas de ayuda ya no tienen fondos federales y lo que queda son puros timos propagandísticos sin efectos reales. En cuanto vieron que el niño pobre de familia inculta no sabía hacer la o con un canuto, las élites de la clase dirigente se apresuraron a formar un pelotón de linchamiento de la maestra de turno, y se sintieron justificados cuando decidieron desviar el presupuesto educativo en beneficio de los ricos. Los líderes conservadores han comprendido muy bien que la educación tiene un efecto liberalizador en la sociedad. En la actualidad están ideando métodos para pasar de tapadillo fondos federales hacia las escuelas fundamentalistas cristianas, esas madrassas norteamericanas, una forma segura de idiotizar más aún a las masas, si es que alguna vez fue necesario esmerarse tanto.

¿Acaso nos extraña que una encuesta Gallup revele que el 48 por ciento de los norteamericanos creen que Dios, tras escupirse en sus fornidas zarpas, se dijo manos a la obra y se puso a crear el universo, una pequeñez que le llevó siete días? Sólo el 28% de los norteamericanos cree en la teoría de la evolución. No es casual que este número corresponda aproximadamente al porcentaje de norteamericanos con estudios universitarios. Así que todos esos liberales tan inteligentes harían bien dejando su depresión y su whisky de primera para más tarde, porque esto tiene trazas de ir a peor.

Hasta el día en que quienes cuentan con cierta cuota de poder e influencia se percaten de que es beneficioso que la gente reciba una formación de verdad y hagan posible el acceso a la educación sin necesidad de contraer una deuda aplastante, la chusma que vive en el corazón del país seguirá votando por peligrosos majaderos calzados con botas de cowboy. Y eso significa educar a todo el mundo, no sólo a los cuatro empollones y a la media docena de locos de las ciencias que actualmente pueden dar el salto, como brillantes promesas, en las escuelas de Winchester y otras zonas rurales.

Esos pocos elegidos acaban en Nueva York, Houston o Boston, consiguen empleos como científicos, periodistas o economistas, y viven en ciudades donde hay boutiques de café y cines de arte y ensayo. Pero ¿qué hay del resto? ¿Qué pasa con la nueva generación de chicos destinados a sufrir el mismo ciclo tradicional de pasividad y odio a todo lo que huela a intelectual? Ahora mismo hay millones de jóvenes que se sentirán afortunados si les admiten en el ejército, y que si son súper afortunados ingresarán en alguna escuela profesional para luego ser absorbidos y embrutecidos para siempre por la cultura norteamericana del trabajo. En Winchester, por ejemplo, aunque ahora estamos siendo invadidos por unas cuantas familias procedentes de Washington D.C., gente de barrio residencial capitalino que piensa de un modo diferente, a la mayoría de los chicos nacidos aquí todo eso de la movilidad social se la sopla. La escuela les importa un bledo, y les importa todavía menos lo que la gente educada y sofisticada piense de ellos.

Ésta es una crisis terrible y silenciosa. La pasividad, la aversión por el intelecto y la beligerancia contra el mundo exterior comienzan muy temprano en las vidas de nuestros críos. Nace en casa y continúa en la escuela primaria. Aunque la clase trabajadora de Norteamérica al completo cambiara súbitamente de actitud y quisiera enviar a todos y cada uno de sus hijos a la universidad, y aunque todos esos chicos lograran excelentes calificaciones y desearan ampliar sus horizontes, una transformación de esta naturaleza sería económicamente imposible con un sistema como el actual. Nadie tiene suficientes ahorros ni posibilidades de obtener un préstamo. Muchos lectores norteamericanos de estas páginas financiaron los estudios de sus hijos con una segunda hipoteca sobre su vivienda. Hoy en día, los escasos trabajadores que son propietarios de su casa se han quedado sin capacidad de endeudamiento porque han tenido que refinanciar la propiedad para pagar las deudas de la tarjeta de crédito o las facturas médicas. Las posibilidades son aún menores para los trabajadores pobres que viven de alquiler. Pagan la renta hasta el día en que se mueren, y ni siquiera les queda la esperanza de dejar a sus hijos un título de propiedad en concepto de patrimonio. Así que, a lo largo de generaciones, o se quedan estancados o van perdiendo terreno. Y permanecen tan burros como el día en que nacieron, y siguen bebiendo cerveza en el Royal Lunch y votando a los republicanos, porque jamás llegarán siquiera a oír ninguna voz liberal auténtica, de esas que llegan al fondo de una cuestión y revelan ciertas verdades innegables. ¡Qué diablos van a oírlas, si hoy en día esas voces ni siquiera las oyen ya los propios liberales! Y, sin embargo, ellos las escucharían. En muchas ocasiones, en esta misma taberna he encontrado a más de uno que estaba de acuerdo con todos los argumentos expuestos.

Una de las pocas cosas buenas de hacerse mayor es que uno puede recordar lo que parece haber sido borrado deliberadamente de la memoria nacional. Hace cincuenta años, los hombres y mujeres de buena fe estaban de acuerdo en que todo ciudadano tenía derecho a una asistencia sanitaria y a una educación gratuitas y fiables. Se consideraba un objetivo estatal que cada ciudadano pudiese explotar su potencial, e incluso los republicanos respaldaban esta idea. Eisenhower quería crear un seguro médico nacional, al igual que Nixon. Ahora esto se considera un objetivo inviable (y seguramente es una idea que apesta a comunismo, Pootie).

Alcanzar esa meta, encaminarse a tales objetivos humanistas, era algo que se esperaba de los liberales norteamericanos. De los políticos del Partido Demócrata. De los millones de personas que se consideraban a sí mismas gente progresista y con ideales. Nadie pensaba ni de coña que los republicanos —el partido de los empresarios— se esforzarían alguna vez por mejorar la educación de los obreros, o la salud de sus familias, o cualquier otra cosa que no fuera el resultado electoral. Eso era lo que los demócratas y los liberales defendían: el progreso colectivo y de la clase trabajadora. Entre 1932 y 1980, los demócratas mantuvieron una cómoda mayoría en las dos cámaras del Congreso, salvo durante cuatro años repartidos en dos períodos (1947-1949 y 1953-1955). Lo normal hubiera sido que a lo largo de esos cuarenta y ocho años el partido de Roosevelt hubiese hecho lo necesario para que todo el mundo tuviera acceso a una educación y una asistencia sanitaria gratuitas. Y más aún en los noventa, los años de las vacas gordas. En esos momentos el mercado de valores estaba en auge, los liberales de la clase media profesional y semiprofesional tenían los diplomas universitarios al alcance de la mano, y los préstamos educativos los condujeron a la prosperidad. Gozaban de buenos trabajos y unos planes de pensiones patrocinados por las empresas —los 401K—, que habían sido recientemente implantados y que había que ir engordando, y los vuelos a Francia estaban tirados de precio y…, bueno…, ya se sabe lo que pasa. No podría señalar a nadie con el dedo. Desde luego que yo fui uno de ellos.

De modo que ahora estoy sentado en el Royal Lunch junto a la ventana mirando pasar a gente que no sólo fracasa en su intento por conseguir aquello a lo que tiene derecho, sino que ni siquiera consigue lo indispensable. Ni techo ni sustento. Ni siquiera una pizca de compasión. Aquí mismo, en las viejas calles de mi ciudad. Tanto en Winchester como en muchas otras poblaciones históricas del Este de Estados Unidos, los antiguos muros de ladrillo ocultan mucha pobreza. Tres cuartas partes de los habitantes de esta ciudad tienen ingresos inferiores a un setenta y cinco por ciento del salario medio nacional, y una enorme cantidad de personas viven exclusivamente de la Seguridad Social. El porcentaje de viviendas precarias de alquiler es aquí tan elevado como el de una gran urbe. El 56% de los residentes viven de alquiler y pagan una renta que, en proporción con sus ingresos, es la más alta de todo el estado. Los códigos de control habilitados para las viviendas de alquiler nunca se han hecho cumplir porque los grandes propietarios y los dueños de los barrios bajos siempre tienen la mayoría en el ayuntamiento. Con el transcurso del tiempo han convertido la ciudad en un paraíso para los dueños de las viviendas precarias de alquiler. Así es como funcionan las cosas, no sólo aquí sino también en miles de pequeñas y medianas ciudades de todo el país, cada una de las cuales cuenta con sus propios «barrios de mala muerte».

Cuando regresé a Winchester en 2001 las cosas estaban peor que nunca. Así que en 2004 empecé a armar follón en los plenos del ayuntamiento, montando numeritos tales como regalarle al consejo —frente a las cámaras de la televisión— algunas ratas muertas halladas en habitaciones de niños, y agujas hipodérmicas recogidas en patios de recreo. Aquello no tuvo el menor el efecto, de modo que abandoné mis intentos de avergonzar a esa gente y durante los dos años posteriores me dediqué a formar la Asociación de Inquilinos de Winchester, el primer sindicato de arrendatarios del estado. No nos atrevíamos a llamarlo «sindicato» porque ése es un término que merece todo el desprecio en un país antisindicalista donde nadie se hubiera unido a nuestras justas reivindicaciones, y la palabra en sí misma nos habría convertido en blanco de diversos detractores, desde la derecha local hasta los políticos de todo el estado.

El panorama era hostil. Los miembros de la asociación sufrían las amenazas de los caseros y administradores de fincas. Un propietario me empujó por las escaleras y luego llamó a la policía, alegando que había agredido a su esposa, una anciana de setenta años. Con sólo echar un vistazo los policías se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo realmente. En medio de todo esto teníamos que luchar para evitar el desahucio ilegal de los arrendatarios que se habían unido a la asociación, y salíamos a la calle después de la jornada laboral para dedicarnos a asesorar a la gente, fueran o no miembros de la asociación. Estaban presentes todos los elementos de un conflicto de clases, un hecho que los neoconservadores y los columnistas de la derecha no pasaron por alto, y enseguida nos acusaron de intento de agitación y de promover un conflicto de clases donde no había diferencia de clases, y de sacar a relucir la existencia de los sin techo cuando no había nadie en esa situación.

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