—¡Kalan! —Hawkmoon había reconocido al científico del Imperio Oscuro—. Imaginé que seríais vos. Nadie os vio morir. Todo el mundo pensó que el charco de materia encontrado en vuestro laboratorio eran vuestros restos. Pero ¡nos engañasteis!
—¡Quema demasiado! —chilló Kalan—. Esta máquina es muy delicada. La destruiréis.
—¿Y a mí, qué?
—Sí… Las consecuencias… ¡serán horribles!
Pero Hawkmoon siguió disparando el rayo rubí sobre la pirámide. Kalan continuó gritando y retorciéndose.
—¿Cómo hicisteis creer a estos desgraciados que moraban en un submundo? ¿Cómo les sumisteis en una noche perpetua?
—¿Y a vos qué os parece? —aulló Kalan—. Reduje sus días a una fracción de segundo, para que ni siquiera advirtieran la progresión del sol. Aceleré sus días y enlentecí sus noches.
—¿Cómo creasteis la barrera que les impedía acceder al castillo de Brass o a la ciudad?
—Igual de fácil. ¡Ja, ja! Cada vez que llegaban a las murallas de la ciudad les hacía retroceder unos minutos, para que nunca llegaran a ellas. Trucos de poca monta, Hawkmoon, pero os advierto que la máquina no es tan tosca… Es súper delicada. Podría descontrolarse y destruirnos a todos.
—¡Me da igual, Kalan, siempre que logre acabar con vos!
—¡Sois cruel, Hawkmoon!
Y Hawkmoon rió como un poseso al percibir el tono acusador de la voz de Kalan. Kalan, que había injertado la Joya Negra en su cráneo, que había colaborado con Taragorn en destruir la máquina de cristales que protegía al castillo de Brass, que había sido el mayor y más perverso de los genios que habían proporcionado al Imperio Oscuro su poder científico… ¡Y acusaba a Hawkmoon de crueldad!
Mientras tanto, el fuego rubí se derramaba sin cesar sobre la pirámide.
—¡Me estáis desposeyendo del control! —aulló Kalan—. Si me voy ahora, no podré volver hasta que haya efectuado reparaciones. No podré liberar a vuestros amigos…
—¡Creo que podremos pasarnos sin vuestra ayuda, mequetrefe! —rió el conde Brass—. De todos modos, gracias por vuestros desvelos. Quisisteis engañarnos y ahora pagáis vuestra iniquidad.
—He dicho la verdad: Hawkmoon os conducirá a la muerte.
—Sí, pero serán muertes nobles, y Hawkmoon no tendrá ninguna culpa.
El rostro de Kalan se retorció. Sudaba por todos los poros a medida que la pirámide se calentaba más y más.
—Muy bien. Tiro la toalla, pero me vengaré de vosotros cuatro…Vivos o muertos, iré a buscaros. Ahora, regreso a…
—¿Londra? —gritó Hawkmoon—. ¿Os escondéis en Londra?
Kalan lanzó una carcajada horripilante.
—¿Londra? Sí…, pero no la Londra que vos conocéis. Hasta la vista, monstruoso Hawkmoon.
La pirámide se desdibujó, acabó desvaneciéndose, y dejó a los cinco en la orilla, silenciosos, pues daba la impresión de que, en aquel momento, no había nada más que decir.
Un rato después, Hawkmoon señaló el horizonte.
—Mirad —dijo.
El sol empezaba a salir.
Mientras desayunaban las impresentables viandas que Kalan de Vitall había dejado al conde Brass y a los otros, discutieron sobre lo que debían hacer.
Era obvio que los cuatro permanecían, de momento, en el ciclo temporal de Hawkmoon, pero nadie sabía cuánto perduraría.
—Antes os hablé de Soryandum y del pueblo fantasma —dijo Hawkmoon a sus amigos—. Es nuestra única esperanza de conseguir ayuda, pues no creo que el Bastón Rúnico nos la concediera, aunque lo encontráramos y la solicitáramos.
Les había referido muchos acontecimientos que tendrían lugar en su futuro, pertenecientes ya al pasado de Dorian.
—Habrá que darse prisa —dijo el conde Brass—, antes de que Kalan regrese…, porque estoy seguro de que lo hará. ¿Cómo iremos a Soryandum?
—No lo sé —respondió Hawkmoon, con escalofriante sinceridad—. Desplazaron su ciudad de nuestras dimensiones cuando el Imperio Oscuro les amenazó. Mi única esperanza es que la hayan devuelto a su emplazamiento anterior, ahora que le peligro ha pasado.
—¿Y dónde está Soryandum…, o dónde estaba? —preguntó Oladahn.
—En el desierto de Syrania.
El conde Brass enarcó sus cejas rojizas.
—Un desierto enorme, amigo Hawkmoon. Un desierto inmenso. Y duro.
—Sí, todo eso y más. Por eso han llegado tan pocos viajeros a Soryandum.
—¿Y esperáis que crucemos ese desierto en pos de una ciudad que tal vez siga allí? —sonrió con amargura D'Averc.
—Sí. Es nuestra única esperanza, sir Huillam.
D'Averc se encogió de hombros y volvió la cabeza.
—Tal vez el aire seco sea beneficioso para mi pecho.
—Por lo tanto, también hemos de atravesar el Mar Medio, ¿eh? —dijo Bowgentle—. Necesitamos un barco.
—Hay un puerto no lejos de aquí —explicó Hawkmoon—. Encontraremos una embarcación que nos permita realizar el largo viaje hasta las costas de Syrania, hasta el puerto de Hornus, si es posible. Después, nos adentraremos en el interior, a lomos de los camellos si podemos alquilarlos, hasta dejar atrás el Éufrates.
—Un viaje que se prolongará durante muchas semanas —indicó Bowgentle, con aire pensativo—. ¿No hay una ruta más rápida?
—Ésa es la ruta más rápida. Los ornitópteros viajan a mayor velocidad, pero son notablemente caprichosos y carecen del alcance que necesitamos. Los flamencos corredores de la Kamarg nos habrían ofrecido una alternativa, pero no quiero atraer sobre nosotros la atención de mis súbditos. Provocaría demasiada confusión y dolor en aquellos a quienes amamos, o amaremos. Por lo tanto, tendremos que ir disfrazados a Marshais, el mayor puerto de los alrededores, y embarcarnos como viajeros normales en el primer barco disponible.
—Veo que habéis pensado en todo. —El conde Brass se levantó y empezó a guardar sus pertenencias en las alforjas—. Seguiremos vuestro plan, mi señor de Colonia, y confío en que Kalan no encuentre nuestra pista antes de que lleguemos a Soryandum.
Dos días más tarde llegaron con la máxima discreción a la bulliciosa ciudad de Marshais, tal vez el mayor puerto marítimo de aquella costa. Había amarrados más de cien barcos, bajeles comerciales de altos mástiles, avezados en cruzar toda clase de mares en todo tipo de condiciones atmosféricas. Y los hombres eran dignos de tales barcos, hombres bronceados por el viento, el sol y el mar, duros, de ojos penetrantes y voz áspera, lacónicos. Muchos iban desnudos hasta la cintura, y vestían tan sólo faldas pantalón de seda o algodón, teñidas de docenas de colores, con pulseras y tobilleras que solían ser de metales preciosos, engastadas de joyas. Alrededor del cuello y la cabeza llevaban atados largos pañuelos, de colores tan vivos como los de sus pantalones. Muchos portaban armas al cinto, sobre todo cuchillos y chafarotes. La mayoría de estos hombres llevaban encima todas sus posesiones, pero éstas, en forma de brazaletes, pendientes y similares, valían una pequeña fortuna, que podían dilapidar a lo largo de escasas horas en cualquiera de las numerosas tabernas, salas de juego y prostíbulos diseminados por las calles que conducían a los muelles de Marshais.
Los cinco cansados hombres, que se cubrían los rostros con capuchas para no ser reconocidos, se adentraron en aquel frenesí de ruidos, colores y movimientos. En cualquier caso, Hawkmoon sabía que les reconocerían: cinco héroes cuyas efigies colgaban de muchos letreros de tabernas, cuyas estatuas se alzaban en muchas plazas, cuyos nombres se utilizaban para proferir juramentos y para narrar historias que nunca eran más increíbles que la verdad. Hawkmoon sólo preveía un peligro, que en su esfuerzo por ocultar el rostro fueran confundidos con hombres del Imperio Oscuro, contumaces en su deseo de emplear máscaras. En una calle apartada encontraron una posada más tranquila que las demás, y pidieron una habitación grande para los cinco, mientras uno bajaba al muelle para averiguar si había algún barco disponible.
Fue Hawkmoon, que se había dejado barba durante el viaje, el elegido para llevar a cabo los trámites necesarios. En cuanto terminaron de comer se dirigió al puerto y no tardó en regresar con buenas noticias. Un barco mercante zarpaba a primera hora de la mañana. Admitía pasajeros y el precio del pasaje era razonable. No iba a Hornus, sino a Behruk, un poco más arriba de la costa. Hawkmoon decidió al instante comprar pasajes para todos. Se acostaron enseguida, pero ninguno durmió bien, pues les torturaba la idea de que la pirámide y Kalan regresarían.
Hawkmoon se dio cuenta de lo que la pirámide le había recordado. Era algo similar al Globo Trono del rey emperador Huon, el objeto que había mantenido con vida a aquel homúnculo increíblemente viejo, hasta que el barón Meliadus lo mató. ¿Era posible que la misma ciencia hubiera creado ambos artilugios? Muy probable. ¿O acaso Kalan había encontrado un depósito oculto de máquinas antiguas, ya que habían sido enterradas en diferentes lugares del planeta, y las había utilizado? ¿Y dónde se escondía Kalan de Vitall? ¿En otro Londra? ¿Se había referido a eso?
Hawkmoon fue el que durmió peor de todos, pues estos pensamientos y otros mil acudían sin cesar a su cerebro. Y se durmió con la espada desenvainada en la mano.
En un claro día de otoño zarparon en un veloz bajel de altos palos llamado "La Reina de Rumanía" (su puerto de origen estaba en el Mar Negro), cuyas velas y cubiertas centelleaban y que parecía deslizarse sin esfuerzo sobre las aguas.
Navegaron sin el menor problema durante los dos primeros días, pero al tercero amainó el viento y el mar permaneció en calma. El capitán no se decidió a desarmar los remos, porque la tripulación era escasa y no quería sobrecargarla de trabajo; prefirió esperar un día, confiando en que el viento se levantara. La costa de Kyprus, una isla cuyo reino, como tantos otros, había sido vasallo del Imperio Oscuro, se veía a lo lejos, circunstancia que resultó muy frustrante para los cinco amigos. No habían salido de su camarote en toda la travesía. Hawkmoon había explicado su extraño comportamiento, diciendo que eran miembros de una secta religiosa, que efectuaban un peregrinaje y debían pasar todo el viaje rezando, de acuerdo con sus votos. El capitán, un honrado marinero que había solicitado un precio justo por el pasaje y no quería problemas con sus pasajeros, aceptó esta explicación sin hacer preguntas.
A mediodía del día siguiente, cuando el viento aun no se había materializado, Hawkmoon y los demás escucharon un gran alboroto sobre sus cabezas: gritos, juramentos, el sonido apresurado de pies, tanto descalzos como calzados con botas, que corrían de un lado a otro.
—¿Qué pasará? —preguntó Hawkmoon—. ¿Piratas? Ya nos hemos encontrado con piratas en aguas cercanas, ¿no es cierto, Oladahn?
—¿Eh? —Oladahn mostró estupefacción—. Éste es mi primer viaje por mar, duque Dorian.
Hawkmoon, no por primera vez, recordó que Oladahn aún tenía que vivir la aventura del barco del Dios Loco, y pidió disculpas al pequeño montañés.
El alboroto y la confusión aumentaron. Miraron por el ojo de buey, pero no vieron señales de que un barco les atacara, ni oyeron ruido de batalla. Tal vez algún monstruo marino, algún ser que había sobrevivido al Milenio Trágico, había surgido de las aguas en un punto invisible para ellos.
Hawkmoon se levantó, se puso la capa y cubrió su cabeza con la capucha.
—Voy a investigar dijo.
Abrió la puerta del camarote y subió la corta escalerilla que llevaba al puente. Y allí, cerca de la popa, se hallaba la causa del terror que invadía a la tripulación, y de ella surgía la voz de Kalan de Vitall, que exhortaba a los hombres a lanzarse sobre los pasajeros y asesinarles de inmediato, o el barco se hundiría.
La pirámide proyectaba una luz blanca y cegadora, y se recortaba nítidamente contra el azul del cielo y del mar.
Hawkmoon volvió al camarote y cogió una lanza flamígera.
—¡La pirámide ha vuelto! —dijo—. Esperad aquí mientras me ocupo de ella.
Subió y se precipitó hacia la pirámide, estorbado por los hombres aterrorizados, que se apartaron a toda prisa.
Una vez más, un rayo de luz roja surgió del extremo rubí de la lanza flamígera y se estrelló contra el blanco de la pirámide, como sangre al mezclarse con leche. Pero esta vez no brotaron gritos de la pirámide, sino carcajadas.
—¡He tomado precauciones contra vuestras toscas armas, Dorian Hawkmoon! He fortalecido mi máquina.
—Vamos a ver hasta qué punto —dijo Dorian, con semblante sombrío.
Había intuido que a Kalan le ponía nervioso utilizar la energía de su máquina para manipular el tiempo, que tal vez Kalan no estaba muy seguro de los resultados que obtendría.
Y de pronto, Oladahn de las Montañas Búlgaras estuvo a su lado con el ceño fruncido y una espada en su peluda mano.
—¡Fuera de aquí, falso oráculo! —gritó Oladahn—. No te tememos.
—Tenéis motivos sobrados para temerme —replicó Kalan. Su rostro era visible a través del material semitransparente de la pirámide. Estaba sudando. La lanza flamígera obraba algún efecto.— ¡Poseo los medios de controlar todos los acontecimientos de este mundo… y de los demás !
—¡Pues controladlos! —le desafió Hawkmoon, y subió al máximo la potencia de su arma.
—¡Aaaaj! Idiotas… Si destruís mi máquina, desestructuraréis el tejido temporal. Todo fluirá, el caos se apoderará del universo. ¡Toda inteligencia morirá!
Y entonces, Oladahn se abalanzó sobre la pirámide, girando la espada sobre su cabeza, y trató de atravesar la peculiar sustancia que protegía a Kalan del rayo lanzado por la lanza flamígera.
—¡Atrás, Oladahn! —gritó Hawkmoon—. ¡La espada no os servirá de nada !
Pero Oladahn descargó dos mandobles sobre la pirámide, la atravesó y casi empaló a Kalan de Vitall, que se volvió y ajustó una pequeña pirámide que sujetaba en la mano. Dirigió una mirada henchida de maldad a Oladahn.
—¡Cuidado, Oladahn! —chilló Hawkmoon, presintiendo de nuevo peligro.
Oladahn echó hacia atrás el brazo para descargar otro golpe sobre Kalan.
Oladahn gritó.
Miró a su alrededor desconcertado, como si viera algo más que la pirámide y la cubierta del barco.
—¡El oso! chilló—. ¡Me ha cogido!
Y después, con un aullido estremecedor, desapareció.
Hawkmoon dejó caer la lanza flamígera y se lanzó hacia adelante pero sólo consiguió discernir las facciones burlonas de Kalan antes de que también la pirámide se desvaneciera.
Ni rastro de Oladahn. Hawkmoon sabía que, al menos de momento, el hombrecillo había sido devuelto al momento en que dejó su tiempo. ¿Se le permitiría continuar en él?