Hawkmoon tendió una lanza flamígera al conde Brass.
—Dudo que surtan mucho efecto, pero hemos de intentarlo.
El conde Brass gruñó.
—Habría preferido un mano a mano con ese bicho.
—Aún es posible que disfrutéis de ese placer —dijo Hawkmoon, con siniestra ironía.
La poderosa bestia metálica apareció sobre la colina más cercana y se detuvo cuando percibió su olor, o tal vez cuando oyó los latidos de sus corazones.
Bowgentle se colocó detrás de sus amigos, pues carecía de lanza flamígera.
—Estoy un poco harto de morir —sonrió—. ¿Es ése el sino de los muertos? ¿Morir una y otra vez, gracias a incontables reencarnaciones? Se me antoja una broma muy pesada.
—¡Ahora! exclamó Hawkmoon, y apretó el botón de su lanza flamígera.
El conde Brass le imitó en el mismo instante.
Haces rubíes se estrellaron contra la bestia, que rugió. Sus escamas brillaron y se pusieron al rojo vivo en ciertos puntos, pero el calor no pareció afectar a la bestia. Las lanzas flamígeras no servían de nada. Hawkmoon meneó la cabeza y tiró su arma. El conde Brass hizo lo mismo. Era estúpido desperdiciar la energía de las lanzas.
—Sólo hay una forma de acabar con ese monstruo —dijo el conde Brass.
—¿Cuál?
—Tirarla a un pozo.
—Pero no tenemos ningún pozo a mano —indicó Bowgentle, mientras lanzaba nerviosas miradas a la bestia, cada vez más próxima.
—O un precipicio —insistió el conde Brass—, si pudiéramos lograr que cayera por un precipicio…
—No hay ningún precipicio en las cercanías —dijo con paciencia Bowgentle.
—En ese caso, supongo que pereceremos —dijo el conde Brass, con un encogimiento de hombros.
Entonces, antes de que los otros dos adivinaran sus intenciones, desenvainó su enorme espada y se abalanzó hacia la bestia metálica con un salvaje grito de guerra, como un hombre metálico que atacara a una bestia metálica. El monstruo rugió. Se detuvo, posó sus cuartos traseros sobre el suelo y agitó sus garras al azar, que hendieron el aire.
El conde Brass esquivó las garras y lanzó un mandoble al pecho del ser. La espada rebotó en las escamas. El conde Brass dio un salto hacia atrás, alejándose de las traidoras garras, y dirigió su espada contra la enorme muñeca del monstruo.
Hawkmoon acudió en su ayuda y atacó una pata de la bestia con su espada. Y Bowgentle, a quien la bestia mecánica había hecho olvidar cuánto le desagradaba matar, intentó hundir la espada en la cara del monstruo, pero sus fauces metálicas se cerraron sobre el arma y se la arrebataron.
—Retroceded, Bowgentle —dijo Hawkmoon—. Ya no podéis hacer nada.
La cabeza de la bestia se giró al oír su voz y las garras azotaron el aire. Hawkmoon, al intentar esquivarlas, tropezó y cayó.
El conde Brass cargó de nuevo, y su rugido casi emuló al de su adversario. La hoja de su espada volvió a chocar contra las escamas. La bestia buscó el origen de aquel engorro.
Los tres estaban agotados. El viaje a través del desierto había disminuido sus fuerzas. La huida de las colinas había terminado de destrozarles. Hawkmoon supo que iban a perecer en el desierto y que nadie sabría cuál había sido su final.
Vio que el conde Brass gritaba cuando fue lanzado hacia atrás varios metros por un golpe de garra. El conde, entorpecido por su pesada armadura, cayó al suelo y se revolvió, pero no pudo levantarse.
La bestia metálica intuyó la debilidad de su enemigo y avanzó con la intención de aplastar al conde Brass bajo su peso.
Hawkmoon lanzó un grito gutural y corrió hacia el monstruo, descargando la espada sobre su lomo, pero no sirvió de nada. La bestia siguió avanzando inexorablemente hacia el conde.
Hawkmoon se interpuso entre el animal y su amigo. Dirigió mandobles contra las garras, contra el pecho. Los huesos le dolían terriblemente cada vez que la espada chocaba contra el metal.
Pero la bestia no se desvió de su objetivo. Sus ojos ciegos miraron al frente sin ver.
Entonces, también Hawkmoon fue lanzado a un lado. Quedó tendido, magullado y aturdido, y vio con horror que el conde Brass pugnaba por levantarse. Vio que una de las patas monstruosas se alzaba sobre la cabeza del conde y que éste levantaba un brazo para protegerse. Logró ponerse en pie y avanzó dando tumbos, sabiendo que era demasiado tarde para salvar al conde Brass, aunque consiguiera llegar a tiempo a la bestia. Bowgentle (que carecía de arma, salvo un trozo de espada) se movió al unísono con él. Se precipitó hacia el monstruo como si creyera que podía apartarlo con las manos desnudas.
Y Hawkmoon pensó: «He arrastrado a mis amigos a otra muerte. Lo que Kalan les dijo es verdad. Da la impresión de que soy su némesis».
Y entonces, la bestia de metal vaciló.
Emitió un sonido muy parecido a una queja.
El conde Brass no desaprovechó la oportunidad. Se apartó a toda prisa de la pata gigantesca. Aún le faltaban fuerzas para incorporarse, pero se puso a reptar sin soltar la espada.
Tanto Bowgentle como Hawkmoon se quedaron inmóviles y se preguntaron por qué se había parado la bestia.
El ser mecánico reculó. Sus lamentos adoptaron un tono temeroso. Ladeó la cabeza como si escuchara una voz que los demás no oían.
El conde Brass se levantó por fin y se preparó para hacer frente al monstruo.
Entonces, la bestia se desplomó con tal fuerza que la tierra tembló. Los brillantes colores de sus escamas se apagaron, como si de repente se hubiera herrumbrado. No se movió.
—¿Cómo? —preguntó el conde Brass, estupefacto—. ¿La hemos matado?
Hawkmoon se puso a reír cuando distinguió un levísimo contorno que había aparecido en el inmaculado cielo del desierto.
—Alguien lo ha hecho por nosotros —dijo.
Bowgentle dio un respingo cuando vio el contorno.
—¿Qué es eso? ¿El fantasma de una ciudad?
—Casi.
El conde Brass gruñó. Arrugó la nariz y levantó la espada.
—Este nuevo peligro no me gusta ni un pelo.
—No es un peligro… para nosotros —dijo Hawkmoon—. Soryandum regresa.
Los contornos se fueron perfilando cada vez más, hasta que una ciudad se aposentó sobre el desierto. Una ciudad vieja. Una ciudad en ruinas.
El conde Brass maldijo y se acarició el bigote, todavía dispuesto a atacar.
—Envainad vuestra espada, conde Brass —indicó Hawkmoon—. Ésta es la Soryandum que buscábamos. El pueblo fantasma, aquellos antiguos inmortales de los cuales os hablé, han venido a rescatarnos. Ésta es Soryandum la bella. Mirad.
Y Soryandum era bella, pese a su estado ruinoso. Sus murallas cubiertas de musgo, sus fuentes, sus altas torres truncadas, sus flores ocres, naranjas y púrpuras, sus agrietadas calzadas de mármol, sus columnas de granito y obsidiana… Todo era bello. Y la ciudad, incluso las aves que anidaban en las casas desgastadas por el tiempo y el viento que soplaba por sus calles desiertas, tenía un aire de tranquilidad.
—Esto es Soryandum —repitió Hawkmoon, casi en un susurro.
Se encontraban en una plaza, junto a la bestia metálica muerta.
El conde Brass fue el primero en reaccionar. Cruzó el pavimento resquebrajado y tocó una columna.
—Sólida —gruñó—. ¿Cómo es posible?
—Siempre he rechazado las afirmaciones sensacionalistas de los creyentes en lo sobrenatural —dijo Bowgentle—, pero empiezo a preguntarme…
—Es la ciencia lo que ha traído a Soryandum —dijo Hawkmoon—. Y es ciencia lo que se la llevó. Yo lo sé. Fui quien proporcionó la máquina necesaria al pueblo fantasma, porque le resulta imposible abandonar la ciudad. En otro tiempo, esa gente era como nosotros, pero a lo largo de los siglos, gracias a un proceso que ni tan sólo yo comprendo, se libraron de su envoltura física y se transformaron en entes mentales. Pueden tomar forma física cuando lo desean y poseen más fuerza que la mayoría de los mortales. Son gente pacífica, y tan bella como su ciudad.
—Sois muy halagador, viejo amigo —dijo una voz surgida del aire.
—¿Rinal? —Preguntó Hawkmoon, que había reconocido la voz—. ¿Sois vos?
—En efecto, pero ¿quiénes son vuestros compañeros? Han confundido a nuestros instrumentos. Por eso nos mostramos reticentes a revelarnos, por si os hubieran inducido mediante engaños a conducirles a Soryandum, abrigando malas intenciones hacia nuestra ciudad.
—Son —buenos amigos —contestó Hawkmoon—, pero no de este segmento temporal. ¿Es eso lo que confunde a vuestros instrumentos, Rinal?
—Tal vez. Bien, confiaré en vos, Hawkmoon, por razones obvias. Sois un invitado bien recibido en Soryandum, porque gracias a vos hemos sobrevivido.
—Y gracias a vosotros que yo he sobrevivido —sonrió Hawkmoon—. ¿Dónde estáis, Rinal?
La figura de Rinal, alta y etérea, apareció de repente a su lado. Iba desnudo, sin el menor adorno, y su cuerpo poseía cierta opacidad lechosa. Su rostro era enjuto y sus ojos parecían ciegos, tan ciegos como los de la bestia mecánica, aunque miraba a Hawkmoon.
—Fantasmas de ciudades, fantasmas de hombres dijo el conde Brass, envainando la espada—. En cualquier caso, si nos habéis salvado la vida de esa cosa —indicó a la bestia mecánica—, he de daros las gracias. —Hizo una reverencia—. Os doy humildemente las gracias, señor fantasma.
—Lamento que nuestra bestia os causara tantos problemas —dijo Rinal de Soryandum—. La creamos hace muchos siglos, para proteger nuestros tesoros. La habríamos destruido, pero temíamos que los sicarios del Imperio Oscuro regresaran para apoderarse de nuestras máquinas y utilizarlas con fines perversos; por otra parte, no podíamos hacer nada hasta que se aproximaran a nuestra ciudad, pues, como bien sabéis, Dorian Hawkmoon, nuestro poder no traspasa los límites de Soryandum. Nuestra existencia está completamente ligada a la existencia de la ciudad. Sin embargo, fue fácil ordenar a la bestia que muriera.
—Fue una gran idea por vuestra parte, duque Dorian, aconsejarnos que retrocediéramos hacia aquí —dijo Bowgentle de todo corazón—. De lo contrario, los tres habríamos muerto.
—¿Dónde está vuestro amigo? —preguntó Rinal—. El que os acompañó en vuestra primera visita a Soryandum.
—Oladahn ha muerto dos veces —respondió Hawkmoon en voz baja.
—¿Dos veces?
—Sí, y estos otros amigos han estado a punto de morir por segunda vez, como mínimo.
—Me intrigáis —dijo Rinal—. Venid, os obsequiaremos con algunas viandas y, entretanto, me explicaréis todos estos misterios.
Rinal condujo a los tres amigos por las calles resquebrajadas de Soryandum, hasta llegar a una casa de tres pisos que carecía de entrada en la planta baja. Hawkmoon ya conocía la casa. Aunque en apariencia no se diferenciaba de las demás casas en ruinas, aquí vivía el pueblo fantasma cuando necesitaba adoptar forma humana.
Dos figuras fantasmales surgieron de lo alto, descendieron hacia Hawkmoon, Bowgentle y el conde Brass, y les izaron sin esfuerzo, transportándoles hasta una amplia ventana del segundo piso que era la entrada a la casa.
Les sirvieron el refrigerio en una habitación limpia y sobria, si bien el pueblo de Rinal no necesitaba comer. La comida era deliciosa, aunque extraña. El conde Brass la atacó con ahínco y apenas habló, mientras Hawkmoon explicaba a Rinal por qué querían la ayuda del pueblo fantasma.
Y cuando Hawkmoon hubo finalizado, el conde Brass continuó comiendo, ante el silencio regocijado de Bowgentle. A éste le interesaba más conocer la historia y la ciencia de Soryandum y sus habitantes, y Rinal le complació. Refirió a Bowgentle que, durante el Milenio Trágico, la mayoría de las grandes naciones y ciudades habían concentrado sus energías en producir armas bélicas cada vez más potentes. Sin embargo, Soryandum había conseguido mantenerse neutral, gracias a su remota posición geográfica. Se había concentrado en profundizar en la naturaleza del espacio, la materia y el tiempo. Así había sobrevivido al Milenio Trágico y conservado su saber, mientras en el resto del mundo era reemplazado por la superstición, como ocurría siempre en tales situaciones.
—Por eso necesitamos ahora vuestra ayuda —dijo Hawkmoon—. Deseamos averiguar cómo escapó el barón Kalan y a dónde. Deseamos descubrir cómo logra manipular la estructura temporal, transportar al conde Brass y a Bowgentle, y a los demás que he mencionado, de una época a otra y no crear en nuestras mentes ninguna paradoja.
—El problema es sencillísimo —contestó Rinal—. Parece que el tal Kalan controla un enorme poder. ¿Es el que destruyó vuestra máquina de cristal, la que os permitió sacar vuestro castillo y la ciudad de este continuo espacio-temporal?
—No, creo que fue Taragorn —dijo Hawkmoon—, pero Kalan es tan inteligente como el antiguo Señor del Palacio del Tiempo. Sin embargo, sospecho que no está muy seguro respecto a la naturaleza de su poder. Se muestra reacio a experimentarlo hasta las últimas consecuencias. Por otra parte, piensa que si yo muriera ahora, el pasado cambiaría. ¿Es eso posible?
Rinal adoptó una expresión pensativa.
—Tal vez —dijo—. Este barón Kalan debe poseer una percepción del tiempo muy sutil. Desde un punto de vista objetivo, no existen pasado, presente o futuro, por supuesto. Sin embargo, las maquinaciones del barón Kalan se me antojan innecesariamente complicadas. Si es capaz de manipular el tiempo hasta ese extremo, ¿por qué no trata de destruiros antes, expresándonos en términos subjetivos, de que os pongáis al servicio del Bastón Rúnico?
—¿Eso cambiaría todos los acontecimientos relativos a la derrota del Imperio Oscuro?
—Ésa es una de las paradojas. Los acontecimientos son los acontecimientos. Suceden. Son ciertos. Pero la verdad varía en dimensiones diferentes. Es posible que exista alguna dimensión de la Tierra, como la vuestra, en que estén a punto de suceder acontecimientos similares…
Rinal sonrió. El conde Brass había fruncido su frente bronceada, y se tiraba del bigote y meneaba la cabeza como si pensara que Rinal estaba loco.
—¿Se os ocurre alguna otra sugerencia, conde Brass?
—A mí me interesa la política —replicó el aludido—. Nunca me han atraído con exceso los aspectos más abstractos de la filosofía. Mi mente no está preparada para seguir vuestros razonamientos.
—La mía tampoco —rió Hawkmoon—. Sólo Bowgentle aparenta saber de qué habla Rinal.
—Algo —admitió Bowgentle—. Algo. Pensáis que Kalan tal vez exista en otra dimensión de la Tierra donde mora un conde Brass que, digamos, es algo diferente del conde Brass que se sienta a mi lado.