—Pensaba que también iba a encontraros aquí, lord Taragorm —dijo Hawkmoon.
Bajó la espada cuando las lanzas flamígeras apuntaron a su torso.
Taragorm del Palacio del Tiempo lanzó su carcajada dorada.
—Bienvenido, duque Dorian. Habréis observado que estos guardias no pertenecen a la compañía de los Soñadores. Escaparon conmigo del asedio de Londra, cuando Kalan y yo comprendimos que habíamos perdido la partida. Aún así, sondeamos un poco el futuro. Mi desdichado accidente fue amañado, se produjo una explosión que causó mi teórica muerte. Y el suicidio de Kalan, como ya sabéis, fue en realidad su primer salto por las dimensiones. Desde entonces, nuestra colaboración ha dado buenos frutos, pero han aparecido ciertas complicaciones como ya habréis adivinado.
Kalan avanzó y se apoderó de las espadas del conde Brass y Hawkmoon. El conde Brass frunció el ceño, pero daba la impresión de que estaba demasiado atónito para resistirse. Nunca había visto a Taragorm señor del Palacio del Tiempo.
Taragorm continuó, con voz jubilosa.
—Ahora que habéis tenido la bondad de visitarnos, confío en que podemos evitaros dichas complicaciones. ¡No me esperaba este golpe de suerte! Siempre fuisteis un cabezota, Hawkmoon.
—¿Cómo lograréis… libraros de las complicaciones que habéis creado?
Hawkmoon cruzó los brazos sobre el pecho.
La cara de reloj se ladeó un poco, pero el péndulo continuó oscilando, pues estaba equilibrado por una complicada maquinaria, sin que le afectara ningún movimiento de Taragorm.
—Lo sabréis cuando regresemos a Londra dentro de poco. Hablo de la verdadera Londra, por supuesto, no de esta pobre imitación. La idea no fue mía, sino de Kalan.
—¡Vos me apoyasteis! —se lamentó Kalan—. Y yo soy el que se juega la piel, viajando por mil y una dimensiones…
—Nuestros invitados pensarán que somos unos seres mezquinos, barón Kalan-campanilleó Taragorm. Siempre había existido rivalidad entre ambos. Hizo una reverencia al conde Brass y a Hawkmoon—. Os ruego que me acompañéis mientras emprendemos los últimos preparativos del viaje de vuelta a nuestro antiguo hogar.
Hawkmoon no se movió.
—¿Y si nos negamos?
—Os quedaréis aquí para siempre. Ya sabéis que nosotros no podemos mataros. Os aprovecháis de eso, ¿verdad? Bien, vivo en este lugar o muerto en otro, el resultado es el mismo. Y ahora, tened la bondad de cubriros el rostro. Tal vez os parezca un poco rudo, pero temo que en esas cosas soy muy conservador.
—Lamento agraviaros también en eso —dijo Hawkmoon, con una breve reverencia. Dejó que los guardias le sacaran por la puerta. Saludó a Flana y a los demás, que incluso habían dejado de respirar—. Hasta la vista, infortunadas sombras. Confío en que, a la postre, seré el causante de vuestra liberación.
—Yo también lo espero —dijo Taragorm.
Las manecillas de su máscara se movieron una fracción y el reloj empezó a dar la hora.
Volvieron al laboratorio del barón Kalan.
Hawkmoon examinó a los dos guardias, que ahora tenían sus espadas. Adivinó que el conde Brass también estaba preguntándose si sería posible apoderarse de las lanzas flamígeras.
Kalan ya se encontraba en la pirámide blanca y realizaba ajustes en las pirámides más pequeñas suspendidas frente a él. Como todavía llevaba su máscara de serpiente, le costaba manipular los objetos y disponerlos a su plena satisfacción. Hawkmoon tuvo la impresión de que esta escena simbolizaba un aspecto capital de la cultura del Imperio Oscuro.
Por algún motivo, Hawkmoon experimentaba una serenidad singular mientras reflexionaba en la situación. El instinto le decía que se tomara su tiempo, que el momento crucial de entrar en acción no tardaría en llegar. Y por esta razón relajó su cuerpo y dejó de prestar atención a los guardias armados con lanzas flamígeras, concentrándose en lo que decían Kalan y Taragorm.
—La pirámide está casi dispuesta —dijo Kalan—, pero hemos de marcharnos cuanto antes.
—¿Vamos a hacinarnos todos en esa cosa? —rió el conde Brass.
Hawkmoon se dio cuenta de que el conde Brass también se tomaba su tiempo.
—Sí —contestó Taragorm—. Todos.
Y, mientras miraban, la pirámide empezó a expandirse, hasta aumentar el doble de su tamaño, el triple y el cuádruple, hasta ocupar toda la parte central del laboratorio. De pronto, el conde Brass, Hawkmoon, Taragorm y los dos guardias con máscaras de mantis fueron engullidos por la pirámide, en tanto Kalan, suspendido sobre sus cabezas, continuaba manipulando sus extraños controles.
—Como veis —dijo Taragorm, en tono risueño—, los talentos de Kalan siempre se basan en su comprensión de la naturaleza del espacio. La mía, por supuesto, se basa en la comprensión del tiempo. ¡Por eso hemos sido capaces de crear caprichos tales como la pirámide!
Y la pirámide empezó a viajar de nuevo por las infinitas dimensiones de la Tierra. Una vez más, Hawkmoon contempló escenas peculiares e imágenes extravagantes de su mundo, y muchas no se parecían a las que había visto durante su viaje al semimundo de Kalan y Taragorm.
Después, dio la impresión de que se hallaban de nuevo en las tinieblas del limbo. Lo único que Hawkmoon vio al otro lado de las fluctuantes paredes de la pirámide fue una oscuridad total.
—Ya hemos llegado —anunció Kalan, y giró un control de cristal.
El vehículo se encogió una vez más, hasta que apenas pudo contener el cuerpo de Kalan. Los lados de la pirámide se desdibujaron y adoptaron su acostumbrada blancura cegadora. Colgada sobre la negrura que se extendía sobre sus cabezas, daba la impresión de que sólo iluminaba sus inmediaciones. Hawkmoon no veía su cuerpo, ni mucho menos el de los demás. Sólo sabía que sus pies tocaban terreno firme y que su nariz percibía un olor rancio, a humedad. Dio un pisotón en el suelo y los ecos se repitieron una y otra vez. Por lo visto, se encontraban en una especie de caverna.
La voz de Kalan resonó desde la pirámide.
—Ha llegado el momento. La resurrección de nuestro gran imperio se aproxima. Nosotros, que somos capaces de dar la vida a los muertos y la muerte a los vivos, que hemos permanecido fieles a las viejas costumbres de Granbretán, que hemos jurado restaurar su grandeza y su dominación sobre el mundo entero, traemos a los fieles al ser que más desean ver. ¡Mirad!
De repente, una luz bañó a Hawkmoon. No supo de donde procedía, pero la luz le cegó y obligó a protegerse los ojos. Maldijo y se volvió a uno y otro lado, con el fin de evitarla.
—¡Mirad cómo se retuerce! —dijo Kalan de Vitall—. ¡Mirad cómo se humilla nuestro archienemigo!
Hawkmoon se obligó a permanecer inmóvil y abrir los ojos, a pesar de la terrible luz.
Espantosos susurros, siseos y movimientos reptantes se sucedieron a su alrededor. Miró en torno suyo, pero no logró ver nada. Los susurros se convirtieron en un murmullo, el murmullo en un rugido y el rugido en una sola palabra, voceada por un millar de gargantas, como mínimo.
—¡Granbretán! ¡Granbretán! ¡Granbretán!
Y luego se hizo el silencio.
—¡Basta! —exclamó el conde Brass—. ¡Acabemos con…! ¡Ajjj!
Una extraña luminosidad rodeó al conde Brass.
—Y aquí tenéis al otro —dijo Kalan—. Fieles, miradle y odiadle, porque éste es el conde Brass. Sin su ayuda, Hawkmoon jamás habría podido destruir aquello que amamos. Mediante la traición, el robo, la cobardía y la ayuda de seres más poderosos que ellos, pensaron que podrían destruir el Imperio Oscuro, pero el Imperio Oscuro no ha sido destruido. ¡Su poder y grandeza no harán más que aumentar! ¡He aquí al conde Brass!
Y la luz blanca que rodeaba a conde Brass adquirió un peculiar tono azul, y la armadura de latón del conde Brass también se tiñó de azul, y el conde Brass se llevó sus manos enguantadas al yelmo y abrió la boca y emitió un chillido de dolor.
—¡Basta! —gritó Hawkmoon—. ¿Por qué le torturáis?
La voz de Taragorm, suave y complacida, se oyó muy cerca.
—Seguro que conocéis la explicación, Hawkmoon.
Se encendieron antorchas y Hawkmoon comprobó que, en efecto, se hallaban en una enorme caverna. Y los cinco (el conde Brass, lord Taragorm, los dos guardias y Hawkmoon) estaban sobre la cumbre de un zigurat erigido en el centro de la caverna, mientras el barón Kalan, encerrado en la pirámide, flotaba sobre sus cabezas.
Y bajo sus pies se hacinaban un millar de figuras enmascaradas, pantomimas de animales, con cabezas de cerdo, lobo, oso y buitre, que chillaban cuando el conde Brass chillaba, hasta que éste cayó de rodillas, rodeado todavía por la espantosa luz azul.
Y las luces de las antorchas revelaron murales, tallas y bajorrelieves que, a juzgar por sus detalles obscenos, eran obra del verdadero Imperio Oscuro. Y Hawkmoon adivinó que se encontraban en la verdadera Londra, en alguna caverna excavada bajo otra caverna, bajo los cimientos de la ciudad.
Intentó acercarse al conde Brass, pero la luz que rodeaba su cuerpo se lo impidió.
—¡Torturadme! —gritó Hawkmoon—. ¡Dejad al conde Brass y torturadme a mí!
Y de nuevo se escuchó la suave y sardónica voz de Taragorm.
—Pero si ya os estamos torturando, Hawkmoon. ¿A que sí?
—¡Éste es aquel que estuvo a punto de aniquilarnos! clamó la voz de Kalan desde arriba—. Éste es aquel que, impulsado por su orgullo, pensó que nos había destruido. Pero nosotros le destruiremos a él. Y su destrucción supondrá el fin de todas las trabas que nos constriñen. Resurgiremos, conquistaremos. Los muertos regresarán y nos guiarán… El rey Huon…
—¡Rey Huon! —vociferó la multitud enmascarada.
—¡Barón Meliadus! —gritó Kalan.
—¡Barón Meliadus! —chillaron las masas.
—¡Shenegar Trott, conde de Sussex!
—¡Shenegar Trott!
—¡Y todos los grandes héroes y semidioses de Granbretán regresarán!
—¡Todos! ¡Todos!
—Sí, todos regresarán. ¡Y todos se vengarán de este mundo!
—¡Venganza!
—¡Las Bestias se vengarán!
De pronto, la multitud se sumió en el silencio.
Y el conde Brass chilló otra vez, y trató de levantarse, y se golpeó el cuerpo, cada vez que el fuego azul lamía su cuerpo.
Hawkmoon vio que el conde Brass sudaba, que sus ojos ardían como si tuviera fiebre, que sus labios se agrietaban.
—¡Basta! —gritó. Intentó abrirse paso a través de la luz que le retenía, pero sin éxito—. ¡Basta!
Y las bestias rieron. Los cerdos gruñeron, los perros ladraron, los lobos aullaron y los insectos sisearon. El infinito dolor del conde Brass y la impotencia de su amigo provocaron sus risotadas.
Y Hawkmoon comprendió que estaban atrapados en un ritual, un ritual prometido a aquellos enmascarados a cambio de su lealtad hacia los impíos señores del Imperio Oscuro.
¿Y cuál sería la conclusión del ritual?
Empezó a adivinarlo.
El conde Brass rodó por el suelo y estuvo a punto de caer por el borde del zigurat. Y cada vez que se acercaba al borde, algo le empujaba de vuelta al centro. La llama azul roía sus nervios, y sus gritos aumentaban de intensidad. El dolor le robaba la dignidad, hasta la identidad.
Hawkmoon lloró, mientras imploraba a Kalan y Taragorm que pararan.
Por fin, cesaron en sus desmanes. El conde Brass se incorporó, tembloroso. La luz azul viró a la blanca, para desvanecerse a continuación. El conde Brass tenía el rostro demacrado. Sus labios sangraban. Sus ojos transparentaban terror.
—¿Queréis suicidaros, Hawkmoon, para poner fin a la agonía de vuestro amigo? —preguntó la burlona voz de Taragorm, muy cerca del duque de Colonia—. ¿Lo haréis?
—De modo que ésa es la alternativa. ¿Las predicciones os han informado de que vuestra causa triunfará si pongo fin a mi vida?
—Aumentará nuestras posibilidades. Sería mejor que el conde Brass os matara, pero en caso contrario… —Taragorm se encogió de hombros—. Vuestro suicidio es la siguiente mejor posibilidad.
Hawkmoon miró al conde Brass. Sus ojos se encontraron un instante. Contempló aquellas órbitas amarillentas, preñadas de dolor. Hawkmoon asintió.
—Lo haré, pero antes debéis liberar al conde Brass.
—Vuestra muerte liberará al conde Brass —respondió Kalan desde arriba—. Tranquilizaos.
—No confío en vos —replicó Hawkmoon.
Las fieras de abajo contuvieron el aliento, mientras aguardaban la muerte de sus enemigos.
—¿Os basta esta muestra de nuestra sinceridad?
La luz blanca que rodeaba a Hawkmoon también se desvaneció. Taragorm cogió la espada de Hawkmoon del soldado que aún la sujetaba. La tendió a Hawkmoon.
—Tomad. Ahora, podéis matarme o suicidaros. Tened por seguro que si me matáis, la tortura a que se ve sometido el conde Brass continuará. Si os suicidáis, se detendrá.
Hawkmoon se humedeció sus labios resecos. Miró sucesivamente al conde Brass, a Taragorm, a Kalan y a la multitud sedienta de sangre. Suicidarse por complacer a aquellos degenerados era odioso. No obstante, era la única forma de salvar al conde Brass. ¿Y el resto del mundo? Estaba demasiado aturdido para pensar en algo más, para meditar en otras posibilidades.
Movió la espada poco a poco, hasta apoyar el pomo en las losas y la punta bajo su peto, apretada contra su carne.
—Aun así, pereceréis —dijo Hawkmoon. Contempló a la aterradora muchedumbre con una sonrisa de amargura—. Tanto si vivo como si muero. Pereceréis porque vuestras almas están podridas. Ya perecisteis una vez, porque os volvisteis unos contra otros en respuesta al gran peligro que os amenazaba. Dirimisteis vuestras pendencias internas mientras atacábamos Londra. ¿Habríamos ganado sin vuestra ayuda? Creo que no.
—¡Silencio! —gritó Kalan desde la pirámide—. ¡Haced lo que habéis dicho, Hawkmoon, o el conde Brass volverá a bailar otra vez!
Y entonces, la voz profunda, poderosa y cansada del conde Brass sonó detrás de Hawkmoon.
—¡No! —dijo el conde Brass.
—Si Hawkmoon se vuelve atrás, conde Brass, volverán el fuego y el dolor… —dijo Taragorm, en el tono que emplearía para dirigirse a un niño.
—No —replicó el conde Brass—. No sufriré más.
—¿También deseáis suicidaros?
—Mi vida significa poco en este momento. Ha sido por culpa de Hawkmoon que he sufrido tanto. Si ha de morir, concededme como mínimo el placer de aniquilarle. Ahora comprendo que he soportado muchos padecimientos por alguien que, en realidad, es mi enemigo. Sí, dejadme matarle. Después, moriré. Y moriré vengado.