Estaba claro que el dolor había enloquecido al conde Brass. Puso los ojos en blanco. Sus labios se contrajeron en una mueca que reveló sus dientes marfileños.
—¡Moriré vengado!
Taragorm se quedó sorprendido.
—Esto es más de lo que esperaba. Nuestra fe en vos, conde Brass, estaba justificada, al fin y al cabo.
La voz de Taragorm transparentó su júbilo. Cogió la espada de mango de latón, que aún conservaba un guardia, y la ofreció al conde Brass.
El conde Brass cogió la espada con las dos manos. Miró a Hawkmoon con los ojos entornados.
—Me sentiré mejor si me llevo a un enemigo por delante —dijo el conde Brass.
Y alzó la gigantesca espada sobre su cabeza. Y la luz de las antorchas se reflejó en su armadura de latón, y dio la impresión de que su cuerpo y su cabeza brillaban como si el fuego los devorara.
Y Hawkmoon escrutó aquellos ojos amarillos y vio en ellos la muerte.
Pero no fue su muerte lo que vio Hawkmoon.
Fue la muerte de Taragorm.
El conde Brass cambió de posición en un instante, gritó a Hawkmoon que se encargara de los guardias y descargó la maciza espada sobre la máscara en forma de reloj.
Surgió un aullido de la multitud cuando comprendió lo que estaba pasando. Las máscaras de animal se agitaron de un lado a otro cuando los súbditos del Imperio Oscuro empezaron a trepar por los escalones del zigurat.
Kalan gritó desde arriba. Hawkmoon volteó su espada y arrancó las lanzas flamígeras de las manos de los guardianes, que cayeron al suelo. La voz de Kalan siguió bramando histéricamente desde la pirámide.
—¡Idiotas! ¡Idiotas!
Taragorm se tambaleaba. Resultó evidente que era él quien controlaba el fuego blanco, porque centelleó alrededor del conde Brass cuando levantó la espada para asestar un segundo golpe. El reloj de Taragorm estaba roto, las manecillas torcidas, pero la cabeza debía continuar intacta.
La espada se hundió en la destrozada máscara y la partió en dos.
Y quedó al descubierto una cabeza pequeña en proporción al cuerpo sobre la que descansaba. Una cabeza redonda y fea, la cabeza de algo que habría surgido del Milenio Trágico.
Y entonces, un mandoble del conde Brass segó aquella cosa blanca, redonda y diminuta. Taragorm había muerto.
Los animales invadieron la plataforma desde todos los lados.
El conde Brass lanzaba gritos de júbilo cada vez que su espada segaba vidas, cada vez que la sangre brotaba a la luz de las antorchas, cada vez que los hombres chillaban y se derrumbaban.
Hawkmoon seguía luchando en el extremo del zigurat con los dos guardias.
De pronto, un fuerte viento se desencadenó en la caverna, un viento que silbaba y ululaba.
Hawkmoon hundió la punta de su espada en la mirilla del guerrero más cercano. Liberó la espada y atacó al segundo, alcanzándole con el filo en el cuello. La violencia del golpe rompió el metal y segó la yugular. Se encaminó hacia el conde Brass.
—¡Conde Brass! —gritó—. ¡Conde Brass!
Kalan jadeaba de pánico.
—¡El viento! chilló—. ¡El viento temporal!
Hawkmoon no le hizo caso. Su objetivo era llegar al lado de su amigo y morir con él, si era necesario.
Y el viento soplaba cada vez con más fuerza. Abofeteó a Hawkmoon. Apenas podía avanzar. Los guerreros de Granbretán caían por los lados del zigurat, empujados por el viento.
Hawkmoon vio que el conde Brass sujetaba la espada con ambas manos. Su armadura aún brillaba como el sol. Había plantado sus pies sobre una pila de cadáveres y rugía con auténtico buen humor cuando las bestias se precipitaban sobre él, armadas con espadas, picas y lanzas. Movía su espada con la misma regularidad que había demostrado el péndulo de Taragorm.
Hawkmoon también reía. Si debían morir, no era una mala forma. Resistió el embate del viento y se preguntó de dónde procedería, mientras se esforzaba en llegar junto al conde Brass.
El viento se apoderó de él. Se debatió cuando el zigurat se alejó de sus pies y la escena empequeñeció. La figura del conde Brass era tan diminuta que apenas podía verla. La pirámide blanca de Kalan pareció romperse en pedazos cuando la dejó atrás. Kalan chilló cuando cayó hacia la refriega.
Hawkmoon intentó ver qué le sostenía, pero le resultó imposible. Tan sólo era el viento.
¿Cómo lo había llamado Kalan? ¿El viento temporal?
¿Habrían liberado otras fuerzas del tiempo y el espacio al matar a Kalan, producido acaso el caos que los experimentos de Kalan y Taragorm habían estado a punto de desencadenar?
El caos. ¿Se lo llevaría para siempre este viento temporal?
Pero no… Había abandonado la caverna y se encontraba en la mismísima Londra, pero no era la Londra reformada, sino la de los viejos tiempos: torres y minaretes demenciales, cúpulas incrustadas de joyas, que se alzaban a ambas orillas del río Thayme, rojo como la sangre. El viento le había transportado al pasado. Las alas metálicas de los ornitópteros que pasaban a su lado resonaban. Daba la impresión de que había mucha actividad en esta Londra. ¿Para qué se preparaba?
La escena cambió de nuevo.
Hawkmoon vio Londra desde lo alto, pero ahora tenía lugar una batalla. Explosiones. Llamas. Gritos de agonía. Reconoció la escena: la batalla de Londra.
Empezó a caer, hasta que apenas pudo pensar, ni siquiera recordar quien era.
Y de repente fue Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, un yelmo reluciente como un espejo en la cabeza, la Espada del Amanecer en la mano, el Amuleto Rojo alrededor del cuello y una Joya Negra clavada en su cráneo.
Había regresado a la batalla de Londra.
Sus nuevos pensamientos se mezclaron con los antiguos cuando espoleó al caballo. Experimentó un gran dolor en la cabeza y supo que la Joya Negra estaba royendo su cerebro.
Se encontraba en pleno combate. La extraña Legión del Amanecer, que proyectaba un aura rosada, se abría paso entre guerreros que portaban horribles yelmos de lobo y buitre. La confusión reinaba por doquier. El dolor que velaba sus ojos impedía a Hawkmoon ver lo que sucedía. Distinguió a un par de sus guerreros karmaguianos. Divisó dos o tres yelmos brillantes como espejos en el corazón de la batalla. Se dio cuenta de que el brazo armado con la espada subía y bajaba, subía y bajaba, derribando guerreros del Imperio Oscuro que le cercaban.
—Conde Brass —murmuró—. Conde Brass.
Recordó que estaba buscando a su viejo amigo, aunque no sabía muy bien por qué. Vio que los feroces Guerreros del Amanecer, con sus cuerpos pintados, sus garrotes de púas y sus lanzas provistas de lengüetas adornadas con mechones de cabello teñido, practicaban grandes huecos en las filas apiñadas del Imperio Oscuro. Miró a su alrededor y trató de averiguar cuál de los jinetes tocados con yelmos espejeantes era el conde Brass.
El dolor que atenazaba su cráneo aumentaba sin cesar. Gimió y deseó poder arrancarse el yelmo de la cabeza, pero sus manos estaban muy ocupadas, aniquilando a los guerreros que se apretujaban en torno suyo.
Y entonces vio un destello dorado y supo que era el pomo de latón de la espada manejada por el conde Brass. Espoleó a su caballo en aquella dirección.
El hombre del yelmo espejeante y la armadura de latón estaba luchando contra tres gigantescos señores del Imperio Oscuro. Hawkmoon le vio de pie en el barro, valiente y altivo, mientras los tres enemigos (un sabueso, un macho cabrío y un toro) cabalgaban hacia él. El conde Brass hizo girar su espada y cortó las patas de los caballos. Adaz Promp salió despedido de su montura y cayó a los pies del conde Brass, que lo mató al instante. Mygel Holst intentó incorporarse, abrió los brazos y suplicó clemencia. La cabeza de Mygel Holst saltó por los aires. Sólo quedaba uno vivo, Saka Gerden, tocado con su enorme yelmo de toro, que se puso en pie y agitó la cabeza cuando el yelmo espejeante le cegó.
Hawkmoon se precipitó hacia adelante, sin dejar de gritar.
—¡Conde Brass! ¡Conde Brass!
Aun a sabiendas de que todo era un sueño, un recuerdo distorsionado de la batalla de Londra, seguía en la creencia de que debía acercarse a su amigo. Antes de que pudiera llegar a su lado, vio que el conde Brass se quitaba el casco y se enfrentaba a Saka Gerden a cara descubierta. Después, los dos se aproximaron.
Hawkmoon peleaba fieramente, con el único objetivo de ponerse al lado del conde Brass.
Y entonces, Hawkmoon vio que un jinete de la Orden del Macho Cabrío, armado con una lanza, atacaba al conde por detrás. Hawkmoon gritó, espoleó a su caballo y hundió la Espada del Amanecer en la garganta del jinete, justo cuando el conde Brass partía en dos el cráneo de Saka Gerden.
Hawkmoon propinó una patada al estribo del caballo para liberarlo del cadáver que arrastraba.
—¡Un caballo para vos, conde Brass! —gritó.
El conde Brass dirigió a Hawkmoon una breve sonrisa de agradecimiento y saltó a la silla, olvidando el yelmo espejeante en el suelo.
—¡Gracias! —gritó el conde Brass, haciéndose oír por encima del fragor de la batalla—. Deberíamos reagrupar nuestras fuerzas para lanzar el asalto final.
Su voz poseía un eco peculiar. Hawkmoon se balanceó en la silla y el dolor que le provocaba la Joya Negra aumentó de intensidad. Intentó contestar, pero fue incapaz. Buscó con la mirada a Yisselda entre las filas de su ejército, pero no la vio.
Tuvo la impresión de que el caballo galopaba a mayor velocidad a medida que el estruendo de la batalla disminuía. De repente, un viento fuerte y frío le arrebató del caballo, un viento muy parecido al que soplaba en la Kamarg.
El cielo se oscureció. Había dejado atrás la batalla. Empezó a caer. Vio cañas oscilantes donde antes habían hombres luchando. Vio lagunas centelleantes y pantanos. Oyó el lejano ladrido de un zorro de los pantanos y pensó que era la voz del conde Brass.
Y el viento cesó de súbito.
Intentó moverse, pero algo atenazaba su cuerpo. Ya no llevaba el casco espejeante. Ya no blandía la espada. Su vista se aclaró cuando el terrible dolor abandonó su cráneo.
Estaba hundido en el barro. Era de noche. La codiciosa tierra lo iba engullendo lentamente. Vio parte de un cuerpo de caballo frente a él. Extendió su única mano libre. Oyó que alguien pronunciaba su nombre y pensó que era el grito de un ave.
—Yisselda —murmuró—. ¡Oh, Yisselda!
Tuvo la sensación de que había muerto. Fantasías y recuerdos se entremezclaban mientras aguardaba a que el pantano le engullera. Aparecieron rostros ante él. Vio la cara del conde Brass, que fluctuaba de una juventud a una vejez relativas. Vio la cara de Oladahn de las Montañas Búlgaras. Vio a Bowgentle y a D'Averc. Vio a Yisselda. Vio a Kalan de Vitall y a Taragorm del Palacio del Tiempo. Rostros bestiales acechaban por doquier. Vio a Rinal del pueblo fantasma, a Orland Fank del Bastón Rúnico y a su hermano, el Guerrero Negro y Amarillo. Vio a Yisselda por segunda vez. ¿Acaso no había otros rostros? Rostros de niños. ¿Por qué no los veía? ¿Por qué los confundía con el rostro del conde Brass? ¿El conde Brass cuando era niño? No le conoció en aquel tiempo. Aún no había nacido.
El rostro del Conde Brass expresaba preocupación. Abrió los labios. Hablo.
—¿Sois vos, joven Hawkmoon?
—Sí, conde Brass, soy Hawkmoon. ¿Moriremos juntos?
Sonrió a la visión.
—Aún delira —dijo una voz triste que no era la del conde Brass—. Lo siento, mi señor. Tendría que haberle detenido.
Hawkmoon reconoció la voz del capitán Josef Vedla.
—¿Capitán Vedla? ¿Habéis venido a sacarme del pantano por segunda vez?
Una cuerda cayó cerca de la mano libre de Hawkmoon. Pasó la muñeca por el lazo de manera automática. Alguien empezó a tirar de la cuerda. Se liberó del barro poco a poco.
Aún le dolía la cabeza, como si no se hubiera librado de la Joya Negra. El dolor disminuía y su mente adquiría mayor lucidez. ¿Por qué estaba reviviendo un incidente tan trivial de su vida, a pesar de que la muerte le había rondado?
—¿Yisselda?
Buscó el rostro entre los que le rodeaban, pero la fantasía se aferraba a su cerebro. Aún veía al conde Brass, rodeado por sus fieles soldados de la Kamarg. No había ninguna mujer.
—¿Yisselda? —repitió.
—Vamos, muchacho —dijo el conde Brass en voz baja—, os conduciremos de vuelta al castillo de Brass.
Los fuertes brazos del conde le izaron y cargaron hasta un caballo que esperaba.
—¿Podéis montar? —preguntó el conde Brass.
—Sí.
Hawkmoon subió a la silla del caballo con cuernos y estiró la espalda. Osciló un poco mientras sus pies buscaban los estribos. Sonrió.
—¿Aún sois un fantasma, conde Brass, o habéis sido devuelto a la vida? Dije que daría cualquier cosa por volveros a tener entre nosotros.
—¿Devuelto a la vida? ¡Deberíais saber que no estoy muerto! —rió el conde Brass—. ¿Desde cuando os asaltan esos terrores, Hawkmoon?
—¿No moristeis en Londra?
—No, gracias a vos. Me salvasteis la vida. Si aquel cabrón me hubiera clavado la lanza, ahora estaría muerto.
Hawkmoon sonrió para sí.
—Por lo tanto, es posible alterar los acontecimientos. Y sin repercusiones, por lo visto. ¿Dónde están Kalan y Taragorm? Y los demás… —Se volvió hacia el conde Brass mientras cabalgaban por los familiares senderos del pantano—. ¿Y Bowgentle, Oladahn y D'Averc?
El conde Brass frunció el ceño.
—Muertos desde hace cinco años. ¿No os acordáis? Pobre muchacho, todos sufrimos después de la batalla de Londra. —Carraspeó—. Perdimos mucho al servicio del Bastón Rúnico. Y vos perdisteis la cordura.
—¿La cordura?
Divisaron las luces de Aigues-Mones. Hawkmoon vio la silueta del castillo de Brass, recortada contra el cielo.
El conde Brass volvió a carraspear. Hawkmoon le miró.
—¿Mi cordura, conde Brass?
—No tendría que haberlo mencionado. Pronto llegaremos a casa.
El conde Brass evitó su mirada.
Entraron por las puertas de la ciudad y ascendieron por sus calles tortuosas. Algunos soldados cabalgaban en otras direcciones mientras se dirigían al castillo, porque sus cuarteles se encontraban en la misma ciudad.
—¡Buenas noches! —gritó el capitán Vedla.
El conde Brass y Hawkmoon no tardaron en quedarse solos. Entraron en el patio del Castillo y desmontaron.