—Al menos —susurró el conde Brass—, no nos costará librarnos de los cadáveres, si los que matamos se desvanecen con tal celeridad.
Se detuvieron ante varias puertas y trataron de abrirlas, pero todas estaban cerradas. Se cruzaron con muchos enmascarados, pertenecientes a las principales órdenes (el Cerdo, el Buitre, el Dragón, el Lobo), pero no vieron a miembros de la Orden de la Serpiente. Estaban seguros de que miembros de esta orden les conducirían a Kalan. En algún momento, también sería útil cambiar las máscaras de mantis por máscaras de serpiente. Por fin, llegaron ante una puerta más grande que las otras, custodiada por dos hombres que portaban las mismas máscaras que ellos. Una puerta vigilada es una puerta importante, pensó Hawkmoon. Detrás podía ocultarse la respuesta a las preguntas que les intrigaban.
—Tenemos órdenes de relevaros —dijo, con la voz más vaga posible—. Podéis volver a vuestros puestos.
—¿Relevarnos? —se extrañó un guardia—. ¿Ya hemos terminado nuestro turno? Pensaba que sólo había pasado una hora. Claro que el tiempo… —Hizo una pausa—. Todo es tan extraño…
—Estáis relevados —dijo el conde Brass, adivinando el plan de Hawkmoon—. Eso es todo lo que sabemos.
Los dos guardias saludaron y se alejaron con paso indolente. Hawkmoon y el conde Brass ocuparon sus puestos.
En cuanto los guardias se fueron, Hawkmoon giró el picaporte, pero a puerta estaba cerrada con llave.
El conde Brass miró a su alrededor y se estremeció.
—Éste sí que parece un submundo, y no aquel en que me encontré —comentó.
—Creo que os habéis aproximado a la verdad —dijo Hawkmoon, mientras inspeccionaba la cerradura.
Era tosca, como casi todos los artilugios del lugar. Sacó el puñal, de pomo color esmeralda, que había robado a su víctima. Insertó la punta en la cerradura y la movió durante varios segundos. Luego, la giró con brusquedad. Se oyó un clic y la puerta se abrió.
Los dos compañeros entraron.
Y los dos dieron un respingo al mismo tiempo.
—¡El rey Huon! —murmuró Hawkmoon.
Cerró la puerta a toda prisa y contempló el gran globo suspendido sobre su cabeza. Dentro del globo oscilaba la figura marchita de un anciano rey que, en otro tiempo, había hablado con voz juvenil.
—¡Creía que Meliadus os había asesinado!
Un leve susurro escapó del globo. De tan tenue, pareció casi un pensamiento.
—Meliadus —dijo—. Meliadus.
—El rey sueña —dijo la voz de Flana, reina de Granbretán.
Avanzaba hacia ellos, con su máscara de garza fabricada con fragmentos de mil joyas y su lujoso vestido de brocado.
—¿Flana?
Hawkmoon caminó hacia ella.
—¿Cómo has llegado aquí?
—Nací en Londra. ¿Quién sois vos? Aunque pertenecéis a la Orden del rey-emperador, habláis con insolencia a Flana, condesa de Kanbery.
—Ahora, reina Flana —musitó Hawkmoon.
—Reina…, reina…, reina… —sonó la lejana voz del rey Huon desde atrás.
—Rey… —Otra figura se acercó con paso vacilante—. Rey Meliadus…
Y Hawkmoon supo que si quitaba a la figura la máscara de lobo vería la cara del barón Meliadus, su antiguo enemigo. Y supo que sus ojos serían vidriosos, como los de Flana. Había más personajes en la habitación, todos representantes del Imperio Oscuro: el antiguo marido de Flana, Asrovak Mikosevaar; Shenegar Trott, con su máscara de plata; Pra Flenn, duque de Lakasdeh, con su yelmo en forma de dragón sonriente, que había muerto antes de cumplir diecinueve años, y había matado a cien hombres y mujeres antes de los dieciocho. Pese a estar congregados los más feroces señores de la guerra de Granbretán, ninguno atacó. Apenas estaban vivos. Sólo Flana, que aún vivía en el mundo de Hawkmoon, parecía capaz de hilvanar una frase coherente. Los demás parecían sonámbulos, capaces tan sólo de murmurar una o dos palabras. La entrada de Hawkmoon y el conde Brass en este siniestro museo de los vivos y los muertos provocó que se pusieran a balbucear, como aves en una pajarera.
Era aterrador, en especial para Dorian Hawkmoon, que había matado personalmente a muchos de los presentes. Se dirigió hacia Flana y se arrancó la máscara, para que viera su rostro.
—¡Flana! ¿No me reconoces? Soy Hawkmoon. ¿Cómo habéis llegado aquí?
—¡Quitadme la mano de encima, soldado! —dijo la mujer como un autómata, aunque era evidente que le daba igual. Flana nunca se había preocupado mucho por el protocolo—. No os conozco. ¡Poneos la máscara!
—Entonces, también te habrán arrebatado de una época anterior a nuestro encuentro…, o de otro mundo —dijo Hawkmoon.
—Meliadus… Meliadus… —susurró la voz del rey Huon en el globo-trono suspendido sobre sus cabezas.
—Rey… Rey… —dijo Meliadus.
—El Bastón Rúnico… —murmuró el obeso Shenegar Trott, que había muerto por intentar poseer aquel cetro mágico—. El Bastón Rúnico…
Sólo podían hablar de sus temores o ambiciones. Los principales temores y ambiciones que les habían impulsado a lo largo de sus vidas y provocado su ruina.
—Tenéis razón —dijo Hawkmoon al conde Brass—. Estamos en el mundo de los muertos. ¿Quién retendrá aquí a estos desdichados seres? ¿Con qué fin les han resucitado? Es como un obsceno depósito. Un botín humano: el botín del tiempo.
—Sí —resopló el conde Brass—. Me pregunto si, hasta hace poco, formaba parte de esta colección. ¿Podría ser posible, Dorian Hawkmoon?
—Todos son elementos del Imperio Oscuro. No creo que fuerais traído de una época anterior a la muerte de ellos. Vuestra juventud lo demuestra…, y vuestros recuerdos de la batalla de Tarkia.
—Gracias por tranquilizarme.
Hawkmoon se llevó un dedo a los labios.
—¿No habéis oído algo en el pasadizo?
—Ocultémonos en las sombras. Me parece que alguien se acerca. Notará que los guardias han desaparecido.
Ninguno de los presentes en la habitación, ni siquiera la reina Flana intentó impedir que se escondieran en el rincón más oscuro de la misma, resguardados por los cuerpos de Adaz Promp y Jherek Nankenseen, siempre inseparables, incluso en vida.
La puerta se abrió y apareció el barón Kalan de Vitall, Gran Maestre de la Orden de la Serpiente, profundamente irritado.
—¡La puerta abierta y los guardias ausentes! —rugió. Lanzó una mirada iracunda al grupo de muertos vivientes—. ¿Quién ha sido? ¿Alguno de vosotros hace algo más que soñar, conspira para arrebatarme mi poder? ¿Quién aspira al poder? ¿Vos, Meliadus? ¿Estáis despierto?
Le quitó el yelmo, pero su rostro era totalmente inexpresivo.
Kalan le abofeteó, pero Meliadus no reaccionó. Se limitó a gruñir.
—¿Vos, Huon? ¿Lamentáis no ser ya tan poderoso como yo?
Huon susurró el nombre de su asesino.
—Meliadus… —susurró—. Meliadus…
—¿Shenegar Trott, el astuto? —Kalan sacudió el hombro del conde de Sussex—. ¿Abristeis la puerta y despedisteis a los guardias? ¿Por qué? —Frunció el ceño—. No, sólo ha podido ser Flana…
Buscó la máscara de garza de Flana Mikosevaar, condesa de Kanbery, entre todas aquellas máscaras (cuya confección era muy superior a la de Kalan).
—Flana es la única que sospecha…
—¿Qué queréis de mi ahora, barón Kalan? —preguntó Flana, adelantándose—. Estoy cansada. No deberíais molestarme.
—A mí no me engañáis, traidora. Si tengo un enemigo aquí, sois vos. ¿Quién otro ha podido ser? A todos les interesa, salvo a vos, que el viejo imperio sea restaurado.
—Como siempre, me cuesta entenderos, Kalan.
—Sí, es cierto que no deberíais entender, pero me pregunto…
—Vuestros guardias entraron —le interrumpió Flana—. Fueron muy desconsiderados, aunque uno era apuesto.
—¿Apuesto? ¿Se quitaron las máscaras?
—Uno, sí.
Los ojos de Kalan escudriñaron la habitación, mientras meditaba en las implicaciones de aquel comentario.
—¿Cómo…? —murmuró—. ¿Cómo…? —Dirigió una mirada penetrante a Flana—. ¡Aún creo que habéis sido vos!
—No sé de qué me acusáis, Kalan, ni tampoco me importa, porque esta pesadilla pronto terminará, como todas las pesadillas.
Los ojos de Kalan centellearon con ironía bajo su máscara de serpiente.
—¿Eso creéis, señora? —Se volvió para inspeccionar la cerradura—. Mis planes cambian incesantemente. Cada acción que emprendo conduce a mayores complicaciones. Una de ellas tendrá que eliminar por completo las complejidades. Oh, Hawkmoon, Hawkmoon, qué ganas tengo de que mueras.
En aquel momento, Hawkmoon salió de su escondite y palmeó el hombro de Kalan con el plano de su espalda. Kalan se volvió y la punta de la espada se deslizó bajo su máscara, hasta apoyarse contra su garganta.
—Si me lo hubierais pedido con más educación —dijo Hawkmoon—, tal vez os hubiera complacido, pero me habéis ofendido, barón. Os habéis mostrado hostil hacia mí demasiadas veces.
—Hawkmoon… —Kalan habló con voz parecida a la de los muertos vivientes que le rodeaban—. Hawkrnoon… —Respiró hondo—. ¿Cómo habéis llegado aquí?
—¿No lo sabéis, barón Kalan?
El conde Brass avanzó y se quitó la máscara. Una amplia sonrisa iluminaba su rostro; era la primera que Hawkmoon veía desde que se habían encontrado en la Kamarg.
—¿Se trata de una conspiración? ¿Os ha traído él? No… No me traicionaría. Nos jugamos demasiado.
—¿Quién es "él"?
Kalan adoptó cautela.
—Si me matáis ahora, es casi seguro que desencadenaréis horribles calamidades sobre todos nosotros —dijo.
—Sí… ¡Y no mataros lograría el mismo efecto! —rió el conde Brass—. ¿Tenemos algo que perder, barón Kalan?
—Vuestra vida, conde Brass —se revolvió Kalan—. En el mejor de los casos os convertiríais en uno de ésos. ¿Os parece una idea atractiva?
—No.
El conde Brass se quitó el disfraz de mantis que había cubierto su armadura de latón.
—¡Pues no hagáis el imbécil! —siseó Kalan—. ¡Matad a Hawkmoon ahora mismo !
—¿Qué intentáis hacer, Kalan? —interrumpió Hawkmoon—. ¿Resucitar el Imperio Oscuro? ¿Esperáis restaurar su antigua gloria, en un mundo donde yo, el conde Brass y los demás nunca han existido? Cuando retrocedisteis al pasado y les trajisteis aquí para reconstruir Londra, descubristeis que sus recuerdos eran deficientes. Era como si todos soñaran. Su mente contenía demasiadas experiencias conflictivas, lo cual les confundía, adormeciendo su cerebro. No lograban recordar detalles. Por eso vuestros murales y artefactos son tan toscos ¿Verdad? Y por eso vuestros guardias son tan poco eficaces, por eso no pelean. Y cuando se les mata, desaparecen…, porque ni siquiera sois capaz de controlar el tiempo hasta el extremo de que tolere la paradoja de los que mueren dos veces. Comprendisteis que si alterabais la historia incluso si conseguíais restablecer el Imperio Oscuro, todo el mundo sufriría esta confusión mental. Todo se desmoronaría en cuanto acabarais de construirlo. Cualquier triunfo quedaría reducido a cenizas. Gobernaríais un mundo irreal poblado por seres irreales.
Kalan se encogió de hombros.
—Hemos tomado medidas para corregir la situación. Hay soluciones, Hawkmoon. Quizá hemos tenido que recortar un poco nuestras ambiciones, pero el resultado será el mismo.
—¿Cuáles son vuestras intenciones? —masculló el conde Brass.
Kalan lanzó una carcajada desprovista de humor.
—Ah, eso depende de lo que hagáis conmigo. Os dais cuenta, ¿no? Ya hay remolinos de confusión en los flujos temporales. Una dimensión se mezcla con los componentes de la siguiente. En principio, mi plan se limitaba a vengarme de Hawkmoon, al que debía asesinar uno de sus amigos. Admito mi ingenuidad al pensar que sería tan sencillo. Además, en lugar de permanecer en un estado casi onírico, empezasteis a despertar, a razonar, a no hacerme caso. Ni tendría que haber sucedido, ni entiendo el porqué.
—Al arrancar a mis amigos de una época en la que no nos conocíamos, creasteis un nuevo abanico de posibilidades —dijo Hawkmoon—, de las cuales emanaron docenas más. Semimundos que no controláis, que se confunden con aquel del cual venimos todos…
—Sí. —Kalan meneó su gran máscara—, pero aún queda esperanza si vos conde Brass, matáis a Hawkmoon. Sois consciente de que vuestra amistad con él os condujo a la muerte…, u os conducirá a ella en vuestro futuro…
—¿De modo que Oladahn y los otros fueron devueltos a su tiempo, creyendo que habían soñado lo ocurrido aquí? —preguntó Hawkmoon.
—Incluso ese sueño se olvidará —dijo Kalan—. Nunca sabrán que intenté ayudarles a salvar sus vidas.
—¿Y por qué no me matáis vos, Kalan? Habéis gozado de la oportunidad. ¿Acaso, como sospecho, tal acción conduciría a vuestra destrucción?
Kalan no respondió, pero su silencio confirmó la veracidad de las palabras de Hawkrnoon.
—Y sólo si uno de mis amigos ya muertos me mata, será posible eliminar mi indeseable presencia de todos los mundos posibles que habéis explorado, de esos semimundos que vuestros instrumentos han detectado, en los que confiabais restaurar el Imperio Oscuro. ¿Por eso insistís tanto en que el conde Brass me mate? ¿Vuestra intención es, una vez superado ese obstáculo, restaurar el Imperio Oscuro, incólume, en su mundo original, gobernado por vosotros mediante esas marionetas?
Hawkmoon señaló a los muertos vivientes. Incluso la reina Flana había adoptado una actitud abúlica, pues su cerebro rechazaba la información que lo enloquecería.
—Parecerá que estas sombras sean los grandes señores de la guerra resucitados de entre los muertos, para apoderarse una vez más de la Granbretán. Incluso tendréis una reina Flana nueva, que renuncia al trono en favor de este Huon.
—Para ser un salvaje, sois un joven muy inteligente.
Una lánguida voz habló desde el umbral de la puerta. Hawkmoon desvió la vista hacia allí, sin que su espada se apartara un milímetro de la garganta de Kalan.
Vio una extraña figura, flanqueada por dos guardias que se cubrían con máscaras de mantis e iban armados con lanzas flamígeras. Su aspecto era resuelto. Por lo visto, había algo más que sombras en este mundo. Hawkmoon reconoció la figura, provista de una gigantesca máscara que era al mismo tiempo un reloj, el cual, mientras el desconocido hablaba, desgranó las ocho primeras notas de las Antipatías Temporales de Sheneven. Estaba hecho de latón dorado y esmaltado, los números eran de nácar y las manecillas de plata adornada con filigranas. Un péndulo de oro se balanceaba en una caja que llevaba sobre el pecho.