En ese momento estaba ensayando una situación en que la Joya Negra no estaba engastada en su frente, sino en la de Oladahn de las Montañas Búlgaras, y en que no podía contarse con la Legión del Amanecer. En ese caso, ¿habría sido derrotado el Imperio Oscuro? Y si podía ser derrotado, ¿cómo? Había llegado al mismo punto en que había desembocado cientos de veces Sin embargo, esta vez se sorprendió al comprobar que corría peligro de muerte. ¿Habría salvado la vida de Yisselda esta diferencia?
Si esperaba, mediante estas permutaciones de acontecimientos pasados, encontrar el medio de liberar la verdad que creía oculta en su mente, fracasó de nuevo. Completó la nueva táctica, tomó nota de las posibilidades que implicaba y pensó en el siguiente movimiento. Le habría gustado que Bowgentle no muriera en Londra. Bowgentle era muy sabio y le habría prestado una gran ayuda.
También los mensajeros del Bastón Rúnico (El Caballero Negro y Amarillo, Orland Fank, incluso el misterioso Jehamia Cohnalias, que nunca había afirmado ser humano) habrían podido ayudarle. Solicitaba su auxilio en la oscuridad de las noches, pero no habían acudido. El Bastón Rúnico estaba a salvo y ya no necesitaban la ayuda de Hawkmoon. Se sentía abandonado, aunque sabía que no le debían nada.
De todos modos, ¿era posible que el Bastón Rúnico estuviera mezclado en lo que le había ocurrido, en lo que le estaba ocurriendo ahora? ¿Corría algún nuevo peligro aquel extraño artefacto? ¿Había desencadenado una serie de nuevos acontecimientos, una nueva pauta del destino? Hawkmoon presentía que la situación era más compleja de lo que sugerían los datos objetivos. Había sido manipulado por el Bastón Rúnico y sus sirvientes de la misma forma que él manipulaba ahora sus soldados de juguete. ¿Le estaban manipulando de nuevo? ¿Por eso se volcaba en sus maquetas, se hacía la ilusión de que controlaba algo, cuando en realidad le controlaban a él?
Apartó esos pensamientos de su mente. Debía concentrarse en sus especulaciones originales.
Y así evitaba enfrentarse a la verdad.
Al fingir que buscaba la verdad, al fingir que estaba empeñado en esa búsqueda, escapaba de ella. Porque la verdad tal vez le habría resultado intolerable.
Una costumbre inveterada de la humanidad…
Transcurrió un mes.
Hawkmoon desarrolló veinte alternativas diferentes en sus tableros. Y no avanzó ni un paso hacia Yisselda, ni siquiera en sueños.
Sin afeitar, los ojos inyectados en sangre, cubierto de granos, la piel plagada de eccemas, esquelético por falta de comida, fofo por falta de ejercicio, Dorian Hawkmoon ya no tenía nada del héroe que quedaba en él, ni en la mente, el carácter o el cuerpo. Aparentaba treinta años más. Sus ropas, sucias, rotas, malolientes, eran las de un vagabundo. Su cabello sucio colgaba en mechas grasientas alrededor de su rostro. Su barba retenía fragmentos de sustancias desagradables. Había adoptado la costumbre de resollar, de murmurar para sí, de toser. Los criados le evitaban siempre que podían. Como no tenía motivos para solicitar su presencia, tampoco notaba su ausencia.
El hombre que había sido el héroe de Colonia, el Campeón del Bastón Rúnico, el gran guerrero que había conducido a los oprimidos a la victoria sobre el Imperio Oscuro, había cambiado tanto que resultaba imposible reconocerle.
Y la vida se le estaba escapando, aunque no se daba cuenta.
En su obsesión por los destinos alternativos casi había fijado el suyo: se estaba destruyendo.
Y sus sueños también cambiaban. Y por eso dormía menos que antes. En sus sueños tenía cuatro nombres. Uno de ellos era John Daker, pero intuía los otros con mucha mayor frecuencia: Erekose y Urlik. Sólo el cuarto nombre se le escapaba, aunque sabía de su existencia. Cuando despertaba, jamás recordaba el cuarto nombre. Empezó a preguntarse sobre la realidad de la reencarnación. ¿Acaso recordaba vidas anteriores? Tal era su conclusión instintiva. Sin embargo, su sentido común no aceptaba la idea.
En sus sueños se encontraba a veces con Yisselda. En sus sueños siempre estaba nervioso, siempre se sentía agobiado por una abrumadora responsabilidad, por una enorme culpa. Siempre creía que su deber era llevar a cabo alguna acción, pero nunca podía recordar cuál era. ¿Había vivido otras vidas, tan trágicas como ésta? Pensar en una tragedia le destrozaba. Desechaba tal pensamiento, incluso antes de que se formara.
Pese a todo, esas ideas le resultaban algo familiares. ¿Había tenido conocimiento de ellas antes, en otros sueños, en conversaciones? ¿Con Bowgentle, en Dnak, la lejana ciudad del Bastón Rúnico?
Empezó a sentirse amenazado. Empezó a saber qué era el terror. Incluso descuidó sus maquetas. Empezó a ver sombras escurridizas por el rabillo del ojo.
¿Cuál era la causa de sus temores?
Pensó que faltaba poco para comprender la verdad relativa a Yisselda y que ciertas fuerzas se lo impedían; fuerzas que le matarían cuando estuviera a punto de reunirse con su amada.
La única posibilidad que Hawkmoon desechaba, la única respuesta que no acudía a su mente, era que tenía miedo de sí mismo, miedo de enfrentarse con una desagradable verdad. Lo que estaba amenazado era la mentira, la mentira protectora y, como casi todos los hombres, luchaba por preservar esa mentira, por rechazar a sus atacantes.
Fue por entonces cuando empezó a sospechar que los criados se habían confabulado con sus enemigos. Estaba seguro de que pretendían envenenarle. Adoptó la costumbre de cerrar con llave la puerta y negarse a abrirla cuando los criados iban a realizar alguna función indispensable. Comía lo justo para mantenerse con vida. Recogía agua de lluvia gracias a las copas que disponía sobre los antepechos de las ventanas, y sólo bebía ese agua. Con todo, la fatiga derrotaba a su cuerpo debilitado y breves sueños asediaban al hombre que moraba en las tinieblas. Sueños que, en sí, no eran desagradables: hermosos paisajes, ciudades extrañas, batallas en las que Hawkmoon nunca había participado, personajes peculiares a los que Hawkmoon nunca había conocido, ni siquiera en el curso de sus aventuras más extravagantes, al servicio del Bastón Rúnico. Aún así, le aterrorizaban. Aparecían mujeres en aquellos sueños, y algunas tal vez eran Yisselda, pero no le proporcionaba placer soñar con aquellas mujeres, sino una profunda inquietud. En cierta ocasión, soñó que se miraba en un espejo y veía a una mujer reflejada.
Una mañana despertó y, en lugar de levantarse para ir directamente a sus tableros, como acostumbraba, se quedó tendido contemplando las vigas de su habitación. A la débil luz que se filtraba por los tapices que cubrían las ventanas, vio con toda claridad la cabeza y los hombros de un individuo que se parecía muchísimo a Oladahn. El parecido se debía en especial a la forma en que ladeaba la cabeza, a la expresión y a los ojos. Cubría su largo cabello negro con un sombrero de ala ancha y llevaba un gatito blanco y negro acomodado sobre el hombro. Hawkmoon observó sin la menor sorpresa que el gato poseía un par de alas, dobladas sobre el lomo.
—¿Oladahn? dijo Hawkmoon, aun a sabiendas de que no era Oladahn.
El rostro sonrió y dio la impresión de que se disponía a hablar.
Y entonces, desapareció.
Hawkmoon se cubrió la cabeza con las sucias sábanas de seda y permaneció inmóvil, tembloroso. Pensó que iba a enloquecer otra vez, que tal vez el conde Brass tenía razón, y que sufría alucinaciones desde hacia cinco años.
Más tarde, Hawkmoon se levantó y destapó su espejo. Cinco semanas antes había echado una túnica sobre el espejo, porque no tenía ganas de verse.
Contempló a la miseria humana que le miraba desde el sucio espejo.
—Veo a un loco —murmuró Hawkmoon—. A un loco agonizante.
El reflejó imitó el movimiento de sus labios. Los ojos expresaban terror. Sobre ellos, en el centro de la cabeza, se veía una pálida cicatriz, perfectamente circular, donde en otro tiempo había ardido una joya negra, una joya capaz de devorar el cerebro de un hombre.
—Hay otras cosas capaces de devorar el cerebro de un hombre —murmuró el duque de Colonia—. Cosas más sutiles que las joyas. Cosas peores que las joyas. Con qué astucia tratan de vengarse de mí, después de muertos, los señores del Imperio Oscuro. Al asesinar a Yisselda, me van matando poco a poco.
Cubrió de nuevo el espejo y suspiró apenas. Regresó a la cama y se sentó, sin atreverse a mirar al techo, donde había visto al hombre que tanto se parecía a Oladahn.
Asumió su decadencia, su muerte, su locura. Se estremeció, casi sin fuerzas.
—Era un soldado —se dijo—. Me volví loco. Me engañé. Pensé que era capaz de alcanzar los logros de los científicos, brujos y filósofos. Y nunca fui capaz. Era un hombre sensato y razonable y me he convertido en este desecho humano. Escucha. Escucha, Dorian Hawkmoon. Estás hablando contigo mismo. Mascullas. Rabias. Gimes. Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, ya no puedes redimirte. Te estás pudriendo.
Una leve sonrisa cruzó sus labios agrietados.
—Tu destino era combatir, empuñar una espada, celebrar los rituales de la guerra. Ahora, los tableros se han convertido en tus campos de batalla y careces de la energía necesaria para empuñar una daga, no digamos ya una espada. No podrías montar a caballo, aunque quisieras.
Se dejó caer sobre su mugrienta almohada. Se cubrió la cara con los brazos.
—Que entren los monstruos —dijo—. Que me atormenten. Es verdad estoy loco.
Se sobresaltó, convencido de que había escuchado un gruñido junto a su oído. Se obligó a mirar.
Era la puerta, que había crujido. Un criado la había abierto.
El criado aguardaba nervioso en el umbral.
—¿Mi señor?
—¿La gente dice que estoy loco, Voisin?
—¿Mi señor?
El criado, uno de los pocos que todavía se ocupaban de Hawkmoon era ya anciano. Había servido a Hawkmoon desde que el duque de Colonia había llegado al castillo de Brass. Con todo, se mostraba bastante nervioso.
—¿Qué me dices, Voisin?
Voisin extendió las manos.
—Algunos sí, mi señor. Otros dicen que estáis enfermo. Desde hace tiempo opino que deberíamos llamar a un médico…
Las viejas sospechas revivieron en Hawkmoon.
—¿Médicos? ¿Quieres decir envenenadores?
—¡Oh, no, mi señor!
Hawkmoon se controló.
—No, claro que no. Agradezco tu interés, Voisin. ¿Qué me traes?
—Nada, mi señor, excepto noticias.
—¿Del conde Brass? ¿Cómo le va en Londra?
—No son del conde Brass, sino de un visitante llegado al castillo de Brass. Un viejo amigo del conde, según tengo entendido, que, al conocer la ausencia del conde Brass, ha solicitado ser recibido por vos.
—¿Por mí? —Hawkmoon dibujó una amarga sonrisa—. ¿Sabe el mundo exterior en qué me he convertido?
—Creo que no, mi señor.
—¿Qué has dicho?
—Que no os encontrabais muy bien, pero que os comunicaría el mensaje.
—¿Eso has hecho?
—Sí, mi señor. —Voisin titubeó—. ¿Debo decirle que estáis indispuesto…? Hawkmoon estuvo a punto de asentir, pero cambió de opinión. Se levantó de la cama.
—No. Le recibiré. En el salón. Bajaré dentro de un rato.
—¿Deseáis… adecentaros, mi señor? ¿Agua caliente…, artículos de baño?
—No. Iré a reunirme con nuestro invitado dentro de escasos minutos.
—Iré a comunicarle vuestra decisión.
Voisin se apresuró a abandonar los aposentos de Hawkmoon, claramente disgustado por su decisión.
Hawkmoon, deliberada y maliciosamente, no hizo el menor intento por mejorar su apariencia. Que su visitante le viera como era.
Además, estaba muy loco. Hasta esto podía ser una de sus fantasías. Podía estar en cualquier sitio (en la cama, junto a sus tableros, incluso cabalgando por los pantanos), convencido de que estos acontecimientos ocurrían en realidad. Cuando dejó su dormitorio y cruzó la habitación en que había dispuesto sus mesas, barrió filas de soldados con sus mangas sucias, derribó edificios y propinó un puntapié a una pata; la ciudad de Colonia fue asolada por un terremoto.
Parpadeó cuando desembocó en el rellano, iluminado por enormes vidrieras a ambos lados. La luz dañó sus ojos.
Caminó hacia la escalera, que descendía hacia el gran salón. Se agarró a una barandilla, mareado. Su incapacidad le divirtió. Deseaba dar un buen susto a su visitante.
Un criado se apresuró a auxiliarle, y se apoyó con fuerza en el brazo del hombre mientras bajaban.
Y llegó por fin al salón.
Una figura ataviada con armadura estaba admirando un trofeo de guerra del conde Brass, una lanza y un escudo mellado que había ganado a Orson Kach durante las Guerras de las Ciudades del Rin, muchos años antes.
Hawkmoon no reconoció a la figura. Era de corta estatura, corpulenta, y poseía un cierto aire beligerante. Algún antiguo compañero de armas del conde, cuando era un general mercenario, sin duda alguna.
—Buenos días —saludó Hawkmoon—. Soy el actual guardián del castillo de Brass.
La figura se volvió. Unos fríos ojos grises examinaron a Hawkmoon de arriba abajo. Los ojos no expresaron el menor sobresalto, ni ninguna otra emoción, cuando la figura avanzó hacia él con la mano extendida.
De hecho, fue el rostro de Hawkmoon el que traicionó sorpresa, como mínimo.
Porque su visitante, pese a la armadura de batalla, era una mujer de edad madura.
—¿Duque Dorian? —dijo—. Soy Katinka van Bak. He viajado durante muchas noches.
—Nací en Hollandia, el país invadido por el mar —dijo Katinka van Bak—, aunque los padres de mi madre eran comerciantes de Muskovia. En las batallas libradas entre mi nación y los estados belgas, mi familia fue asesinada y yo quedé cautiva. Durante un tiempo serví, de la forma que ya podéis imaginar, en el séquito del príncipe Lobkowitz de Berlín. Había ayudado a los belgas en la guerra, y yo fui parte de su botín.
Hizo una pausa para coger otro pedazo de buey frío del plato que tenía delante de ella. Se había quitado la armadura y vestía una sencilla camisa de seda y pantalones azules de algodón. A pesar de que apoyaba los codos sobre la mesa y se expresaba en términos bruscos y francos, no carecía de femineidad. Hawkmoon no tardó en descubrir que le caía muy bien.
—Bien, pasé mucho tiempo en compañía de guerreros y me propuse aprender sus habilidades. Les divertía enseñarme a utilizar la espada y el arco, y fingí torpeza en su manejo hasta mucho después de dominar su uso. Gracias a esto logré no despertar sospechas acerca de mis planes.